– Tendremos que irnos mañana, regresar a la ciudad, ¿verdad? Volver al mundo real.
– Ojalá las cosas fueran diferentes, pero no tenemos elección. Ambos sabíamos que esto no podía durar.
El había decidido que no podían durar; Rose prefería tomar sus propias decisiones. Siempre había elecciones, pero hacía falta un coraje especial para quebrar las dificultades que parecían insuperables; coraje, confianza y la convicción de que nada podía destruirte salvo tus propias dudas. Su madre le había enseñado eso. Su madre no había querido que se casara con Michael, pero le había dado la fortaleza para resistir los prejuicios de la gente mezquina que se había quejado por la diferencia de edad y declarado que todo terminaría en lágrimas.
Podía conseguirlo otra vez.
Ambos podían ceder un poco y sus pequeños sacrificios serían recompensados con creces. Ella lo sabía. Sospechaba que Hassan necesitaría que lo convencieran.
Sin embargo, él tenía razón sobre el día siguiente. Nada podía impedir que la vida real irrumpiera en su entorno, pero aún les quedaba el resto de la noche, unas pocas horas de magia antes de que el mundo los invadiera.
– No nos preocupemos por el mañana, mi amor -alzó la mano hacia sus labios-. Ahora mismo deberíamos aprovechar el poco tiempo de que disponemos.
Lo hicieron, y la ternura con que realizaron el amor casi provocó lágrimas en él. Pero aunque le rompería el corazón dejarla, le pondría fin allí mismo. Ese sería siempre su lugar especial y los recuerdos que habían establecido permanecerían inmaculados ante el inevitable choque de sus mundos.
Salió de la tienda temprano, y en esa ocasión, extenuada, ella no se movió, ni siquiera cuando le apartó un mechón de pelo de la mejilla. La besó con suavidad Le dijo adiós. Y depositó su pequeño regalo en la almohada junto a su cabeza.
No era algo valioso. La habría bailado con piedras preciosas, cualquier cosa que deseara el corazón de Rose, pero sabía que se sentiría insultada, ofendida por esas cosas. Si algo había descubierto de Rose Fenton, era que un regalo del corazón valía más que el oro. Y saber que tendría una parte de él lo consolaría en los años solitarios que le aguardaban.
Rose se movió, despertó y al instante supo que se hallaba sola. No le sorprendió. La noche anterior Hassan había sido tan delicado, pero, aun así, se había marchado.
Y la gente decía que ella era obstinada.
¿Qué haría falta para convencerlo? Quizá debería insistir, decirle a Tim que exigiera que se casara con ella, así no le quedaría más alternativa. Pero la idea de que Tim se plantara ante Hassan para recordarle su deber hizo que sonriera, y ese era un asunto serio.
Además, él tenía que tomar la decisión por sí solo. Alargó la mano para acercar la almohada y su mano se cerró en torno a algo áspero, duro. De inmediato supo qué era. Una rosa del desierto. Le había dejado una rosa del desierto… y una nota.
Esta es una parte de mí para que te lleves contigo, un pequeño intercambio por los recuerdos que dejas atrás.
Hassan
Alzó la rosa en la palma de la mano, pequeña, de forma exquisita, pero tan diferente de los capullos con los que la había inundado Abdullah. No tenía nada blando, nada que pudiera marchitarse y morir. Era algo inmutable.
¿Comprendía Hassan el mensaje que transmitía? ¿Que representaba una traición inconsciente de sus sentimientos? Sostuvo el cristal largo rato, y de pronto temió que nada de lo que pudiera hacer consiguiera que él cambiara de parecer. Temió que su voluntad fuera como la roca, que no le permitiera acercarse lo suficiente para intentarlo.
– ¿Señorita Fenton?
La figura que había al pie de su cama osciló ante sus ojos. ¿Lágrimas? ¿Qué sentido tenían? Jamás solucionaban nada.
– ¿Rose? -ella parpadeó y una mujer alta y esbelta, con el pelo negro veteado de plata adquirió nitidez-. Hassan me pidió que viniera a recogerla y la llevara a casa.
– ¿Casa? -¿a Londres, tan frío y desolado? No, esa era su casa. Con Hassan-. No entiendo -entonces lo comprendió. Estaba impaciente por sacarla de su país…
– Su madre la espera.
¿Su madre? Entonces comprendió quién era la mujer.
– Usted es la madre de Hassan, ¿verdad? Y de Nadim. Veo la semejanza.
– Hassan dijo que quería hablar conmigo.
– Ha sido muy amable al recordarlo… lo siento, lo siento, no sé cómo llamarla…
La mujer sonrió, se acercó y se sentó en la cama.
– Aisha. Me llamo Aisha.
– Aisha -no parecía suficiente para esa mujer de porte tan real-. Hassan debe tener cosas más importantes de las que preocuparse. Y usted también, con la llegada de Faisal.
– Ya he hablado con Faisal… Me llamó desde Londres. ¿Qué tiene ahí?
– Es un regalo de Hassan -abrió la mano para que ella lo viera.
– Vaya -la mujer mayor alargó la mano pero detuvo los dedos antes de tocar la rosa-. Hace tiempo que no la veo -levantó la vista y sorprendió a Rose con el poderoso impacto de su mirada, como la de Hassan.
– ¿La tenía hace mucho?
– Toda su vida -la sonrisa de Aisha surgió desde lo más hondo de su ser-. Su padre me la regaló… hace tanto tiempo. Antes de que nos casáramos…
– ¿Antes? -la madre de Hassan se llevó un dedo a unos labios que se curvaron en una sonrisa que contaba su propia historia. Era una sonrisa que lo sabía todo sobre el amor-. Y usted se la dio a Hassan… cuando se casó con su segundo marido.
– Le di todas las cosas de Alistair. Su ropa. Esta túnica -rozó la suave prenda que había sobre el pie de la cama-. Todas las cosas que él me había dado, todas las que yo le había dado. No se pueden llevar los recuerdos de un amor a la casa de otro hombre. Tengo entendido que usted ya ha estado casada, de modo que lo entenderá.
– Lo comprendo -después de enterrar a Michael, abandonó su casa y todo lo que había en ella para que su familia se peleara por las pertenencias, se quitó los anillos que él le había puesto y reinició su vida tal como la dejó desde el día en que lo conoció. Se había casado con el hombre, no con sus posesiones. Entonces asimiló las palabras de Aisha-. ¿Cómo sabía que he estado casada?
– Su madre me lo contó cuando ayer almorcé con ella. Una mujer muy interesante…
– ¡Está aquí!
– Llegó hace dos días. ¿Sabía que Hassan le envió un mensaje? Ella no sabía que era de él, desde luego, y yo no se lo conté. Solo sabía que alguien la había llamado para informarla de que usted se hallaba a salvo y bien. Le pidió que no se lo revelara a nadie y ella no lo hizo.
– ¡Mi madre! -Rose intentó levantarse pero se dio cuenta de que estaba desnuda y, ruborizándose, se detuvo.
Aisha recogió la túnica azul y se la entregó.
– Tómese su tiempo, Rose. Daré un paseo. Hace mucho que no vengo al desierto.
En cuanto Aisha salió, Rose se levantó de la cama; no tenía tiempo que perder. ¿Su madre se hallaba en Ras al Hajar? ¿Había oído hablar de Hassan? ¿Por qué él no se lo había contado? Porque no quería que supiera que le importaba. Necesitaba pensar, relajarse, considerar todas las posibilidades.
Sin duda su intención al dejarle la rosa era la despedida. No había sido capaz de convencerlo. ¿Podría convencer a las mujeres de su vida… a su madre, a sus hermanas? ¿La ayudarían?
Se secó el pelo y luego, a diferencia de la Rose Fenton que se habría puesto los vaqueros más a mano para ir en pos de la historia, se sentó ante el espejo y con cuidado se aplicó maquillaje. Habían lavado su shalwar kameez, doblado con pulcritud en uno de los cajones de la cómoda. Se lo puso alrededor de la cabeza.
Cuando estuvo, lista, Aisha había regresado de su paseo y la esperaba sentada en el diván, bebiendo café. Se volvió la miro y sonrió.
– Se la ve encantadora, Rose. ¿Quiere un poco de café?
– Estupendo. Y, si disponemos de un poco de tiempo, me gustaría que me aconsejara.
El avión se dirigió hacia la Terminal del aeropuerto con la bandera del emirato ondeando en su morro. Hassan, de pie en segunda posición en la fila para recibir al emir que regresaba, miró a su primo. Abdullah tenía la mandíbula rígida, pero ante la cantidad de periodistas de todo el mundo allí presentes poco podía hacer salvo esperar para recibir a su joven sucesor.
Detrás de él era consciente de Rose, que sobresalía de entre todos los periodistas, no con la ropa informal que por lo general usaba en los lugares peligrosos desde los que informaba, sino parecida a una princesa con su atuendo de seda. Parecía dominar la situación. Incluso los periodistas más veteranos daban la impresión de cederle espacio. Solo se había permitido mirarla una vez, y eso había bastado para saber que nunca sería suficiente.
El avión se detuvo y se acomodó la escalerilla ante la puerta, que se abrió para que Faisal saliera ante una andanada de fogonazos de las cámaras. Llevaba unos vaqueros y una camiseta que declaraba su apoyo a su equipo favorito de fútbol americano. Hassan se sintió indignado. ¿Cómo podía tomarse el momento tan a la ligera? ¿Cómo lo había permitido Simon Partridge? Ambos sabían lo importante que sería ese momento.
Entonces, detrás de Faisal, apareció la figura esbelta de una mujer. Una rubia de California con una sonrisa tan ancha como el Pacífico. La siguió Simon Partridge, con una expresión que era una súplica muda que pedía comprensión.
Faisal descendió con agilidad y se dirigió hacia Abdullah, para realizar una inclinación de respeto sobre sus manos. Durante un instante Abdullah se mostró triunfal. Pero entonces Faisal, con toda la confianza de la juventud, extendió las manos y esperó que su primo le devolviera el honor, lo reconociera primero como su igual, luego como su señor.
Abdullah mostró unos instantes de vacilación y Hassan contuvo el aliento, pero Faisal no movió un músculo, sencillamente esperó, y tras un momento que pareció estirarse una eternidad, el regente terminó por ceder ante su rey.
Luego Faisal se situó ante Hassan y extendió las manos, pero en esa ocasión con una sonrisa irónica, como si fuera consciente de la reprimenda que le esperaba. La inclinación de Hassan ocultó una expresión pétrea, en la que se ocultaba un considerable grado de respeto. El niño se había convertido en un hombre. E incluso sin los atavíos de un príncipe para conferirle dignidad, había obligado a retroceder a Abdullah.
Rose observó todo desde cierta distancia, presentando a los personajes del acto como una voz de fondo incorpórea para las imágenes que eran transmitidas vía satélite a su cadena de televisión. Notó, sin expresarlo en voz alta, que la joven mujer que lo acompañaba fue desviada a una limusina mientras Faisal continuaba con la ceremoniosa llegada.
Entonces, mientras el emir se dirigía a su coche con Hassan a su lado, Rose preguntó:
– ¿Está contento de hallarse en casa, Su Alteza?
– Muy contento, señorita Fenton -se detuvo y se acercó a su micrófono. Hassan, desgarrado entre el deseo de dejar una distancia segura entre ellos y mantener las riendas firmes de su joven protegido, al final lo siguió, pero permaneció a dos metros de ella, con la vista clavada en algún punto encima de su cabeza-. Aunque como puede ver mi viaje fue bastante sorpresivo, de ahí mi atuendo informal. Todos hemos estado bastante preocupados por usted -hizo que sonara como si su súbita desaparición hubiera provocado su repentino regreso.
– Lamento haberlo importunado -había achacado su desaparición a la inesperada recaída de su enfermedad, sin recordar nada hasta que despertó bajo los amables cuidados de unas tribus nómadas que no hablaban inglés pero que al fin habían llegado hasta un poblado lejano en el que había un teléfono.
En ningún momento había titubeado al contar esa historia y nadie se mostró lo bastante indiscreto como para formular preguntas incómodas.
La sonrisa de Faisal era cálida.
– Me complace descubrir que su reciente aventura no ha tenido ningún efecto pernicioso en usted.
– Todo lo contrario. El desierto es un lugar maravilloso, señor, y la hospitalidad de su pueblo infinita.
– Entonces debemos ocuparnos de que vea más de ambos. Hassan organizará una fiesta; tenemos mucho que celebrar.
– Será un placer asistir -aunque no tuvo el valor de mirar a Hassan a la cara. Y no preguntó nada sobre la bonita rubia. Tampoco hacía falta. Aisha le había contado la historia.
Hassan observó cómo el coche de Faisal se alejaba del aeropuerto, luego se dirigió al coche que lo esperaba a él.
– En nombre del cielo, ¿en qué pensabas, Partridge? Sé que no figuro en tu lista de amigos, pero, ¿tenías que hacerme eso?
– Yo no…
– ¿No podrías haberle encontrado un traje para que se pusiera? Y en cuanto a traer a su amiga, las miradas se clavaron en ella con más rapidez que pistolas cuando salió del avión detrás de él. Si tenía que venir, podrías haberlo conseguido con un poco más de discreción… -contuvo las palabras. Con la fragancia de su amor en su piel no tenía derecho a darle lecciones de discreción a nadie-. ¿Quién es?
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