Pero era capaz de reconocer a un hombre muy peligroso cuando lo veía, y la fotografía del príncipe, un retrato formal, impasible y posado, no se acercaba a lo que de verdad representaba.
Sabía que, de acuerdo con las costumbres de él, le mostraba más respeto soslayando su presencia que si hubiera viajado a su lado, pero como periodista no podía evitar sentirse decepcionada. Lo que más la perturbaba era su decepción como mujer.
Además, semejante respeto contradecía su fama como playboy, cuya riqueza, según los rumores, pasaba directamente de los pozos de petróleo a las muñecas y cuellos de mujeres hermosas y a las mesas de juego más exclusivas del mundo.
Pero al llegar a Ras al Hajar, su hogar, al parecer había decidido seguir las costumbres. Al bajar del avión antes que ella, para ser recibido por los funcionarios formados en la pista, había prescindido del caro traje italiano para ponerse el atuendo de un príncipe del desierto. Un príncipe de negro.
Tim la vio mirar en dirección a la limusina mientras el sol de la mañana se reflejaba en las oscuras ventanillas.
– El príncipe Hassan -murmuró.
– ¿El príncipe qué? -preguntó, fingiendo ignorancia. Hacía tiempo que había aprendido que la gente le revelaba más cosas de esa manera. Pero Tim no recurrió a los rumores locales tal como había esperado.
– Nadie que deba interesarte, Rose. Es solo el playboy del país.
– ¿De verdad? Por las reverencias que le dedicaron al bajar del avión, pensé que debía ser el siguiente en la línea de sucesión.
– No es el siguiente en la línea de nada -Tim se encogió de hombros-. Hassan recibe tantos respetos porque su padre recibió una bala destinada al viejo emir. De hecho, varias balas.
– ¿Oh? -«hazte la tonta, Rose, hazte la tonta»-. ¿Recibió disparos? -la mirada de incredulidad de Tim la advirtió de que quizá había ido demasiado lejos en su fingimiento.
– Sí, le dispararon, y su recompensa por una bala en el hombro y una pierna destrozada fue la mano de la hija predilecta del viejo emir y una vida de ocio. Aunque no vivió demasiado para disfrutarla.
– ¿No sobrevivió al ataque, entonces?
– Se recuperó muy bien, pero unos meses después de la boda falleció en un accidente de tráfico.
– Qué terrible -luego-. ¿Fue un accidente?
– Eres suspicaz, ¿eh? -su hermano sonrió, luego se encogió de hombros-. Tu conjetura es tan válida como la mía, y eso es lo único que puede hacer la gente… conjeturar.
– Bueno, vivió lo suficiente para tener un hijo -sintió pesar ante los recuerdos profundamente enterrados-. Es lo más cerca que podemos llegar de la inmortalidad.
– Rose -musitó Tim.
Ella respondió con un «Hmm» distraído mientras observaba cómo se alejaba la limusina del aeropuerto. Podía ser su trabajo estar interesada en cualquiera tan próximo al trono sin poder llegar a aspirar a él, pero algo más avivaba su curiosidad sobre el hombre que había detrás de esos ojos grises.
Había conocido hombres capaces de dominar a la chusma más indisciplinada con ojos como esos. No era el color lo que importaba. Sino la fuerza, la convicción que había detrás de ellos. Los suyos no eran los ojos de un playboy. ¿Y si fingía?
Al darse cuenta de que le mantenía con paciencia la puerta abierta, sonrió.
– Me gusta una buena historia humana con gancho. Háblame de él. Su padre debió morir antes de que naciera.
– Así es. Quizá por eso el viejo emir mimó tanto a Hassan. Fue criado como uno de los favoritos. Demasiado dinero y muy poco que hacer; era algo que tenía que provocar problemas.
– Qué clase de problemas?
– Mujeres, juego… -se encogió de hombros-. ¿Qué cabe esperar? Un hombre ha de hacer algo, y a pesar del título, la política de palacio le está vedada.
– ¿Oh? ¿Por qué? -fue demasiado rápida en formular la pregunta y Tim se dio cuenta de que le estaba sonsacando información.
– Olvídalo, Rose -afirmó-. Has venido aquí a descansar y a recuperarte, no a obtener una historia inexistente.
– Pero si no me cuentas por qué no puede participar en política, no dejaré de pensar en ello -expuso de forma razonable, mientras Tim la ayudaba a entrar en el interior del vehículo con aire acondicionado-. No podré evitarlo.
– Inténtalo -sugirió-. No estamos en una democracia y los periodistas entrometidos no son bienvenidos.
– No soy entrometida -repuso con una sonrisa-. Solo tengo interés -de hecho, el príncipe Hassan le interesaba mucho. Los hombres con ojos como esos no perdían el tiempo en jugar… no sin una buena causa.
– Estás aquí como invitada del príncipe Abdullah, Rosie. Quebranta las reglas y te pondrán en el primer avión que salga de aquí. Y yo también, así que déjalo, por favor.
Hacía años que Tim no la llamaba Rosie, y sospechó que era su manera de recordarle que a pesar de ser una periodista famosa y respetada, seguía siendo su hermana menor. Y se encontraba en su territorio. De momento decidió dejar el tema. Además, sabía, o sospechaba, la respuesta a su pregunta. Puede que el padre de Hassan fuera un héroe, pero había sido un extranjero, un escocés atraído por el desierto. Tenía los recortes de prensa para demostrarlo.
– Lo siento. Es por la fuerza de la costumbre. Y por el aburrimiento.
– Entonces tendremos que cercioramos de que no te aburres. He preparado una pequeña fiesta para presentarte a algunas personas, y el príncipe Abdullah se ha esforzado al máximo para que te lo pases bien.
Rose le permitió que le detallara las recepciones y fiestas que la esperaban, sin insistir en el tema que más le interesaba. Después de todo, las fiestas eran los sitios idóneos para oír los últimos rumores y, con suerte, conocer al playboy local.
– ¿Qué era eso de una recepción en palacio? -preguntó.
– Solo si te sientes con ánimos -añadió Tim-. Debería advertirte de que el viaje en el avión privado de Abdullah puede tener un precio. No estará por encima de seducirte para que reflejes una visión halagüeña de su persona en la entrevista.
– Bueno, pues su suerte se ha agotado -mentalmente tachó la entrevista con Abdullah, número dos en su lista. Una pena, pero le daría más tiempo para concentrarse en el príncipe Hassan. Después de todo, estaba de vacaciones-. He venido a relajarme.
– ¿Desde cuándo relajarte se ha interpuesto en tu trabajo? No te imagino rechazando una entrevista en exclusiva con el gobernante de un país rico de importancia estratégica, sin importar lo enferma que hayas podido estar.
– Regente -le recordó, abandonando toda pretensión de ignorancia-. ¿El joven emir no debe volver pronto de los Estados Unidos? ¿O es posible que ahora que ha probado la vida en la cima, el príncipe Abdullah sea reacio a dejarla? Me refiero a que una vez que has sido rey, todo lo demás pierde importancia. ¿No?
– Tim frunció el ceño y puso expresión ansiosa. Ella sonrió y lo tranquilizó con la mano en el brazo-. Lo mejor será que me ciña a sentarme tranquila junto a la piscina con alguna lectura ligera, ¿verdad?
– Quizá sería lo mejor -tragó saliva-. Le diré a Su Alteza que estás demasiado débil todavía para una fiesta.
– ¡No te atrevas! Dile… Dile que estoy demasiado débil para trabajar.
Después de que el coche se detuviera, Hassan permaneció largo rato enfrascado en sus pensamientos.
– Tendrás que ir a los Estados Unidos, Partridge. Es hora de que Faisal regrese a casa.
– Pero, Excelencia…
– Lo sé, lo sé -agitó una mano con impaciencia-. Disfruta de libertad y no querrá venir, pero ya no puede postergarlo más.
– Se lo tomará mejor viniendo de usted, señor.
– Tal vez, aunque el hecho de que yo sienta que no debo abandonar el país hará que entienda mejor el mensaje de lo que cualquiera de nosotros pueda expresar.
– ¿Qué quiere que le diga?
– Que si quiere conservas su país, es hora de que regrese antes de que Abdullah se lo quite. Es imposible manifestarlo de forma más directa.
Bajó de la limusina y se dirigió hacia las enormes puertas talladas de la torre costera que había convertido en su hogar.
– ¿Y la señorita Fenton? -preguntó Partdrige, con ritmo más lento mientras se apoyaba en su bastón.
Hassan se detuvo ante la entrada de su residencia privada.
– Puedes dejármela a mí -aseveró.
Partridge se puso pálido y se plantó delante de él.
– Señor, no olvidará que ha estado enferma…
– No olvidaré que es una periodista -el rostro de Hassan se ensombreció al notar la ansiedad en la cara del otro. Vaya, vaya. La afortunada Rose Fenton. Necesitada por un hombre mayor fabulosamente rico y poderoso por su capacidad para proyectar su persona bajo una buena luz y por uno joven y necio sin nada más en la cabeza que tonterías románticas. Todo en un día. ¿Cuántas mujeres podían comenzar unas vacaciones con esa clase de ventaja?
Se le ocurrió que Rose Fenton, bendecida con cerebro y belleza, probablemente comenzaba todas sus vacaciones con ese tipo de ventaja.
– ¿Qué piensa hacer, señor?
– ¿Hacer? -no estaba acostumbrado a que cuestionaran sus intenciones.
Partdrige podía estar nervioso, pero no intimidado.
– Con la señorita Fenton.
– ¿Qué crees que voy a hacer con ella? -soltó una risa breve-. ¿Secuestrarla y llevármela al desierto como un bandido de tiempos antiguos?
– No… no -el otro se ruborizó.
– No pareces muy seguro -insistió Hassan-. Es lo que habría hecho mi abuelo.
– Su abuelo vivía en una época distinta, señor. Iré a hacer las maletas.
Hassan lo observó partir. El joven tenía agallas y lo admiraba por el modo en que se enfrentaba a la discapacidad y el dolor, pero no pensaba tolerar la disensión en nadie. Haría lo que fuera necesario.
Treinta minutos más tarde le entregaba a Partridge la carta que le había escrito a su joven hermanastro y lo acompañaba al Jeep que lo llevaría hasta el muelle. El patio estaba lleno de jinetes con halcones sobre las muñecas y Salukis de piernas largas y pelaje sedoso a sus espaldas.
– ¿Va de caza? -Partridge entrecerró los ojos-. ¿Ahora?
– Necesito quitarme la humedad de Londres de los huesos y respiras aire bueno y limpio del desierto -se le ocurrió que si Abdullah planeaba un golpe de estado tranquilo, quizá sería adecuado marcharse a su campamento del desierto, donde su presencia se notaría menos-. Hablaré contigo mañana.
– Hemos llegado.
– Es hermosa. Tim -la villa se hallaba fuera de la ciudad, en una colina que daba a la costa agreste cerca de las caballerizas reales. El puesto de Tim podía darle control sobre los servicios veterinarios del país, pero su principal ocupación se centraba en la caballada del regente. Debajo se veía un palmeral y alrededor de la casa había adelfas en flor, aves de plumajes brillantes…- Esperaba desierto… dunas de arena…
– Échale la culpa a Hollywood -al acercarse la puerta se abrió y el criado de Tim hizo una reverencia cuando Rose atravesó el umbral-. Rose, este es Khalil. Cocina, limpia y cuida de la casa para que yo pueda concentrarme en el trabajo.
El joven le devolvió la sonrisa con timidez.
– Santo cielo, Tim -exclamó Rose después de admirarlo todo, desde las exquisitas alfombras sobre lustrosos suelos de madera hasta la pequeña piscina situada en el jardín discretamente amurallado que había más allá de los ventanales-. Es un poco diferente de la casita pequeña que tenías en Newmarket.
– Si crees que esto es lujo, espera a ver las caballerizas. Los caballos tienen una piscina mucho más grande que la mía y allí dispongo de un hospital plenamente equipado, con todo lo que pueda pedir…
– ¡Vale, vale! -sonrió ante su entusiasmo-. Luego me lo puedes mostrar todo, pero ahora mismo me vendría bien una ducha -se levantó el pelo de la nuca-. Y necesito ponerme ropa más ligera.
– ¿Qué? Oh, lo siento. Siéntete como en casa, descansa, come algo. Tu habitación está ahí -la condujo a una gran suite-. Hay tiempo de sobra para verlo todo.
Ella se detuvo en la puerta, pero no fue el esplendor de la habitación lo que la sorprendió, sino el hecho de que toda superficie disponible estaba cubierta con cestas llenas de rosas.
– ¿De dónde demonios han salido?
– De donde crezcan las rosas en esta época del año
– Tim se encogió de hombros, abochornado por el exceso-. Habría pensado que estarías acostumbrada a ello. No creo que nadie envíe lirios, amapolas o crisantemos, ¿verdad?
– Casi nunca -reconoció al tiempo que buscaba una tarjeta, sin encontrarla-. Pero por lo general basta con una docena. Estas parecen haber sido encargadas al por mayor.
– Sí, bueno, el príncipe Abdullah las envió esta mañana para que te sintieras como en casa.
– ¿Cree que vivo en una floristería?
– Aquí lo hacen todo en una escala grande -Tim puso una mueca y miró el reloj-. Rose, ¿puedes quedarte sola una hora, más o menos? Tengo una yegua a punto de parir…
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