– ¿Puedo ayudarte? -se volvió cuando él abrió la parte de atrás del vehículo y sacó una cuerda.

– No. Sí. Usa el teléfono del coche para llamar a las caballerizas. Pídeles que envíen un remolque para caballos.

– ¿Adónde?

– Di entre la villa y las caballerizas; nos encontrarán.

La luz interior del coche no se había encendido; alargó el brazo y activó el interruptor del teléfono, pero no sucedió nada. Se encogió de hombros, alzó el auricular pero no había tono. Recogió su bolso y sacó el teléfono móvil nuevo que Gordon había incluido con los recortes de prensa y el libro. Era pequeño, muy potente y hacía prácticamente todo salvo tocar el himno nacional, pero no veía bien en la oscuridad, de modo que bajó para situarse ante los faros. Justo cuando sus pies tocaban el suelo los faros se apagaron.

Pudo oír a su hermano a cierta distancia tratando de calmar al caballo nervioso. Entonces también ese sonido se desvaneció cuando los cascos del caballo encontraron arena.

Reinaba un gran silencio y oscuridad. No había luna, aunque las estrellas brillaban en todo su esplendor por la falta de polución. Una sombra se separó de la oscuridad.

– ¿Tim?

Pero no se trataba de su hermano. Incluso antes de volverse supo que no era Tim. Este lucía una chaqueta de color crema y ese hombre llevaba de la cabeza a los pies una túnica de una oscuridad tan densa que absorbía la luz en vez de reflejarla. Hasta su cara estaba oculta con un keffiyeh negro que solo dejaba entrever los ojos.

Sus ojos eran lo único que necesitaba ver.

Era Hassan. A pesar de la descarga de miedo que la inmovilizó donde estaba, a pesar de la adrenalina que dominó su corazón, lo reconoció. Pero no era el príncipe urbano que subía a un avión privado con un caro traje italiano, no era Hassan en su papel de príncipe playboy.

Era el hombre prometido por los ojos grises como el granito, profundos, peligrosos y totalmente al control de la situación; algo le indicó que no iba a preguntarle si necesitaba ayuda.

Antes de que pudiera hacer algo más que girar a medias para correr, antes siquiera de pensar en gritar una advertencia a su hermano, le tapó la boca con la mano. Luego, rodeándola con el brazo libre, la alzó del suelo y la pegó con fuerza a su cuerpo. Tanto como para que la daga curva que llevaba a la cintura se le clavara en las costillas.

Le inmovilizó los codos y con los pies sin apoyo, no pudo propinarle ninguna patada. Pero se debatió con todas sus fuerzas. Él la sujetó con más fuerza y esperó; pasado un momento, Rose se detuvo. No tenía sentido agotarse de manera innecesaria.

Al quedar inmóvil a excepción de la rápida subida y bajada de sus pechos mientras trataba de recuperar el aliento, él se decidió a hablar.

– Le agradecería que no gritara, señorita Fenton -musitó-. No tengo ningún deseo de herir a su hermano -su voz era como su mano, como sus ojos, dura e intransigente.

Entonces sabía quién era ella. No se trataba de ningún secuestro fortuito. No. Claro que no. Puede que hubieran pasado algunos días desde que intercambiaron aquella mirada fugaz en el avión, pero había oído esa voz después. La oyó insistiéndole en que debía ir a las carreras. Y ella le había asegurado que asistiría. Esa había sido la causa de la invitación; había querido cerciorarse de que iría con el fin de planear el lugar y el momento exactos para secuestrarla.

Entonces no había hablado con Simon Partridge, sino con Hassan. Se dio cuenta de que no estaba tan sorprendida como habría imaginado. La voz encajaba mucho mejor en él.

Pero, ¿qué quería? El hecho de haber leído unas páginas de El Jeque en un momento de ocio no significaba que suscribiera esa fantasía. En ningún momento pensó que iba a llevarla al desierto para aprovecharse de ella. Era una periodista y concedía poca atención a la fantasía. Además, ¿por qué iba a molestarse si con solo chasquear los dedos podía tener a su lado a la mujer que deseara?

– ¿Y bien? – al ver que no disponía de mucha elección, ella asintió, prometiendo su silencio-. Gracias -como si quisiera demostrarle que era un caballero,

Hassan quitó de inmediato la mano de su boca, la depositó en el suelo y la soltó.

Quizá estaba tan acostumbrado a la obediencia que no se le ocurrió que no se quedaría callada ni quieta. O quizá tampoco importaba mucho. Después de todo, solo la acompañaba Tim, y con súbito pavor recordó el silencio repentino que había reinado.

– ¿Dónde está Tim? ¿Qué le ha hecho? -exigió al girar en redondo para mirarlo, su propia voz apagada en la absoluta quietud de la noche desértica.

– Nada. Todavía va tras el caballo favorito de Abdullah -los ojos centellearon-. Imagino que permanecerá ausente un rato. Por aquí, señorita Fenton.

Los ojos de Rose, que se adaptaron con rapidez a la oscuridad, vieron la silueta de un Land Rover esperando en las sombras. No era el tipo de vehículo de moda que conducía su hermano, sino el modelo básico que dominaba el terreno duro como un pato el agua, de esos que usaban los militares de todo el mundo.

No dudó de que fuera mucho más práctico que un caballo. Hassan la condujo hacia el coche.

A pesar del miedo que le ponía la piel de gallina, su instinto de periodista se puso en alerta roja. Pero aunque su curiosidad era intensa, no quería que pensara que iba por propia voluntad.

– Debe estar bromeando -manifestó y plantó los pies en el suelo.

– ¿Bromeando? -repitió la palabra como si no entendiera. Luego levantó la cabeza para mirar más allá.

La luna salía y cuando Rose se dio la vuelta vio la silueta oscura de su hermano en la distancia. Había logrado lazar al caballo y lo conducía de vuelta al Range Rover, ajeno a la situación de ella y al peligro en el que iba a meterse.

Hassan había subestimado su habilidad, la empatía que lograba establecer incluso con el más difícil de los caballos, y al comprenderlo, juró en voz baja.

– No tengo tiempo para discutir.

No pensaba dejar que Tim se mezclara en problemas, pero cuando respiró hondo para lanzar un grito de advertencia, quedó envuelta en la oscuridad. Oscuridad real, de esa que hacía que una noche estrellada pareciera el día. El la inmovilizó y la subió a su hombro.

Demasiado tarde comprendió que tendría que haber dejado de ser la corresponsal ecuánime para gritar cuando tuvo la oportunidad. No pidiendo ayuda, ya que eso sería inútil, sino para que Tim llamara a su editor y le contara lo que había sucedido.

¡Si tan solo pudiera soltarse las manos! Pero las tenía sujetas a los costados… Bueno, no del todo inutilizadas. Una de ella aún sostenía el teléfono móvil. Tuvo ganas de sonreír. El móvil. Ella misma podría llamar a su editor…

Entonces fue arrojada sin ceremonias al suelo del vehículo y a través de la tela que la cubría oyó el ruido de un motor.

Apenas tres días atrás había bromeado con la idea de ser secuestrada por un príncipe del desierto. Craso error. No resultaba nada gracioso. Yacer en el suelo duro del Land Rover hacía que recibiera golpes y, como si se diera cuenta, su captor rodó hasta quedar debajo de ella, recibiendo la peor parte. Aunque no sabía si estar encima del hombre que pretendía secuestrarla podía considerarse una mejora… no le quedaba otra alternativa, va que él aún la sujetaba con el brazo.

Quizá lo más inteligente sería dejar de debatirse, soslayar la intimidad de sus piernas enredadas e intentar deducir qué diablos pretendía Hassan. Analizar por qué había corrido semejante riesgo.

Sería mucho más fácil pensar sin el sofocante peso de la capa que la privaba de sus sentidos, sin los brazos de él a su alrededor.

Supuso que debería tener miedo. El pobre Tim se volvería loco. Y estaba su madre. Cuando se enterara de que su hija había desaparecido, Pam Fenton no tardaría en llamar al ministerio de Asuntos Exteriores.

Siempre que le llegara la noticia. Rose tuvo la impresión de que su desaparición se mantendría fuera de los medios de comunicación si Abdullah podía arreglarlo. Y probablemente podría. No costaría convencer a Tim de que su seguridad dependía de ello. Y la embajada haría lo que considerara más viable para ponerla a salvo. «Menos mal que tengo el móvil», pensó; Gordon jamás la perdonaría por no darle esa exclusiva.

¡Cielos! ¿Qué le había pasado a su instinto de supervivencia? No tenía miedo; no planeaba escapar. Tendría que estar agradecida de que Hassan no le hubiera hecho daño, de que no la hubiera atado o amordazado. Bueno, no lo necesitó. Ella no había gritado cuando pudo, cuando tendría que haberlo hecho. Incluso en ese momento yacía quieta, sin dificultar en nada las intenciones de ese hombre. Eso era porque la curiosidad había podido con la indignación.

¿Qué quería Hassan?

En absoluto una, conversación íntima. De lo contrario, habría llamado a la puerta de la villa en cualquier momento, y Rose se habría mostrado encantada de ofrecerle una taza de té y una galleta de chocolate. Era como lo hacía en Chelsea. Quizá en Ras al Hajar las cosas eran diferentes.

O quizá había planeado otra cosa.

«¡Piensa, Rose, piensa!» ¿Qué motivo podía tener Hassan al Rashid para querer secuestrarla?

¿Pedir un rescate? Ridículo.

¿Sexo? Sintió un hormigueo extraño en el estómago al pensarlo, pero descartó la idea como una absoluta tontería.

¿Podía ser la noción de una broma que tenía el príncipe playboy? Después de todo, su primo, el regente, se sentiría muy irritado por el tipo de publicidad que generaría esa pequeña aventura, y los rumores sugerían que entre los dos hombres no había ningún afecto. Se imaginaba los titulares, los boletines de las agencias…

De pronto todo encajó en su sitio. Tenía que ser eso. Los titulares. No era ninguna broma. Hassan quería que Ras al Hajar saliera en las noticias. Más que eso, quería avergonzar a Abdullah…

De pronto perdió la ecuanimidad. ¡Al diablo la historia! Ahí estaba, cubierta como un fardo, con los huesos que le temblaban por el traqueteo, y todo porque Hassan pensaba que sería divertido irritar a su primo con malos titulares, usándola a ella para lograrlo.

Se sintió ofendida. Muy ofendida. Era una mujer. No una estrella de cine. Clavó las rodillas en la parte de la anatomía de él que las tuviera y se irguió, echándose hacia atrás.

La sorpresa, o quizá el dolor, junto con el bamboleo del Land Rover mientras recorría el terreno agreste, se combinaron para que Hassan aflojara las manos. Apenas dispuso de tiempo para quitarse la capa antes de que él se recobrara, la sujetara y la inmovilizara contra el suelo. Mientras aspiraba amplias bocanadas de aire, una vez más se encontró con esos peligrosos ojos grises.

A Rose no se le escapaba la situación en la que se hallaba. Era vulnerable y se encontraba a merced absoluta de un hombre al que no conocía, cuyos motivos resultaban poco claros. Era mejor que uno de los dos dijera algo. Y rápidamente.

– Cuando invita a una joven a cenar, Su Alteza, lo hace en serio, ¿verdad?

CAPÍTULO 3

A CENAR? -repitió Hassan.

– Era usted, esta mañana, ¿no? -se apartó un mechón de pelo que amenazaba con hacerla estornudar-. «Simon Partridge solicita el placer…» ¿Sabe el señor Partridge que ha usado su nombre?

– Ah.

– ¿Y bien? – exigió saber-. ¿La cena se ha cancelado? Se lo advierto, no se me da muy bien eso de pan y agua. Voy a necesitar que me alimente…

– La cena se ha tomado en cuenta, señorita Fenton, pero me temo que tendrá que aceptar las disculpas del señor Partridge. En este momento se encuentra fuera del país y, en respuesta a su primera pregunta, no, no tiene ni idea de que he utilizado su nombre. De hecho, es completamente inocente de todo lo sucedido.

– Bueno -comentó pasado un momento-. Espero que le exprese con claridad su enfado cuando se entere.

– Puede contar con ello.

En realidad, ella misma había pensado en manifestarse, pero la voz de Hassan no fomentaba esas libertades y consideró que sería más inteligente dejarle esa tarea a Simon Partridge. Esperaba que no permaneciera mucho tiempo fuera, dondequiera que estuviese.

– ¿Sabe?, no tenía por qué envolverme de esa manera con la capa -tosió-. Me estoy recuperando de una enfermedad.

– Eso me han comentado -no pareció muy convencido de su actuación, y Rose comprendió que tratar de ganar su simpatía no la llevaría a ninguna parte-. Sin embargo, parece que se lo está pasando bien. Personalmente no habría considerado que una ajetreada agenda de cócteles, fiestas, recepciones y recorridos turísticos por la ciudad pudieran ser buenos para usted…

– Oh, comprendo. Me está haciendo un favor. Me ha secuestrado para que no me agote.

– Ese es un punto de vista -sonrió, aunque no fue una sonrisa tranquilizadora-. Me temo que mi primo solo ha pensado en su propio placer…