– Vamos -dijo-. Ya ha hecho más que suficiente para justificar su reputación -sin aguardar una respuesta, la alzó en brazos con la capa y, pegada a él, la llevó por la arena.

Ella pensó en protestar y afirmar que podía caminar por sí sola, pero al final decidió ahorrarse las palabras. Con un metro setenta y cinco de estatura, no era liviana. Quizá se lesionara la espalda; se lo merecería.

Vio el destello de una hoguera, las formas en sombras de hombres y palmeras contra el cielo nocturno Y luego se encontró dentro de una de esas tiendas enormes que había visto en algún documental de la televisión.

Vislumbró una estancia iluminada por una lámpara, con alfombras y un diván antes de que él apartara a un costado una cortina pesada y la depositara en una cama grande. ¡Una cama! Rose bajó los pies, se envolvió con la capa y se levantó con tanta precipitación que eso la mareó; él la estabilizó, la sostuvo un momento y volvió a dejarla en la cama, le alzó los pies y la descalzó.

Ya era suficiente. Con los zapatos bastaba.

– Váyase -soltó con los dientes apretados-. Váyase y déjeme en paz.

Hassan no le prestó atención y dejó los zapatos junto a la cama. Permaneció a su lado y la observó con ojos entrecerrados. Rose sintió que se ruborizaba. Al parecer satisfecho, él asintió y dio un paso atrás.

– Encontrará agua caliente y todo lo que necesite ahí -indicó otra habitación que había detrás de unos cortinajes gruesos-. Salga en cuanto se haya refrescado y cenaremos -dio media vuelta y desapareció.

¡Cenar! ¿Es que esperaba que se lavara dócilmente, que se peinara y que se sentara a compartir una comida civilizada con él?

Estaba indignada.

Pero también tenía hambre.

Se encogió de hombros resignada, se sentó y miró alrededor. Podía hallarse en una tienda, pero, al igual que con el avión privado, no se parecía en nada a las que ella conocía. La habitación ostentaba telas ricamente bordadas, muebles antiguos y un baúl grande que supuso que también se convertía en tocador.

Apoyó los pies en el suelo y sintió la seda suave de la alfombra. Como hacía una temperatura agradable, se quitó la capa, se dirigió al baúl y lo abrió. Como había sospechado, había una bandeja que contenía un espejo, cepillos y peines. También otras cosas que le devolvieron el temblor a los dedos.

Vio el maquillaje que solía usar, un bote con su crema hidratante favorita, la crema de protección solar que se aplicaba. El hombre había hecho los deberes. Lo cual sugería que su estancia allí podría ser prolongada.

El cuarto de baño estaba bien equipado con el champú y el jabón a los que estaba acostumbrada. Vertió agua caliente en una jofaina, se lavó las manos y la cara, confirmadas todas sus sospechas acerca de Khalil. ¿Qué otro podría desconectar el teléfono del Range Rover y quitar la bombilla sin despertar sospechas? No es que culpara al joven. En un país donde lo primero, y siempre, era la lealtad a la tribu, el foráneo siempre se encontraba en desventaja.

Un hecho que el mismo Hassan había podido comprobar cuando pasaron por encima de él para la sucesión al trono.

Regresó al tocador, se retocó el maquillaje, se peinó y se cepilló el polvo del shalwar kameez. Luego recogió el largo pañuelo de seda. A punto de pasárselo en torno al cuello, cambió de parecer. Se lo enroscó alrededor de la cabeza, tapándose el pelo con modestia al estilo tradicional. Solo entonces se reunió con su insistente anfitrión.


Hassan se alisó el pelo mientras iba de un lado a otro de la alfombra. Había esperado lágrimas, histeria; había estado preparado para eso. Lo que no había esperado era el desafío, incluso cuando le castañeteaban los dientes por el shock.

¿Qué demonios iba hacer con ella? Habría que vigilarla día y noche o probablemente se mataría tratando de regresar a la ciudad.

Allí afuera, en el desierto, con unos pocos hombres escogidos, podría confiarles su vida, que no representaría ningún problema. Había esperado que la distancia y las dunas la mantuvieran prisionera, aunque su primer encuentro con Rose Fenton sugería que no iba a ser tan fácil. De modo que tendría que ofrecerle algo para que deseara quedarse. Algo importante.

Al volverse vio que las cortinas se hacían a un lado. Contuvo el aliento al observarla. En la oscuridad, no había visto lo que llevaba puesto cuando la capturó. Había dado por sentado que iría vestida como una mujer occidental moderna. El shalwar kameez era bonito, pero inesperadamente recatado. El largo pañuelo sobre los rizos rojos era exactamente el tipo de protección que sus hermanastras, sus tías y su madre se habrían puesto para una reunión familiar.

Lo sorprendió ver que lucía algo parecido. Hizo que sintiera como si de algún modo la hubiera violado y, pasado el primer momento de quietud, cruzó rápidamente la estancia para apartarle una silla.

Ella no la ocupó de inmediato, sino que miró alrededor, contemplando el baúl de mapas con los rebordes de latón, el escritorio plegable de viaje.

– Cuando sale de acampada -comentó-, desde luego lo hace con estilo.

– ¿Le molesta eso? -podía estar recatada, pero aún irradiaba fuego.

– ¿A mí? -se acercó para ocupar la silla que sostenía para ella y se sentó con todo el aplomo de su abuela escocesa ante un té en la vicaría-. Diablos, no, Su Alteza -desplegó la servilleta de algodón y la depositó sobre su regazo-. Si tengo que ser secuestrada, prefiero que lo haga un hombre con el buen sentido de instalar un cuarto de baño en su tienda.

– No soy Su Alteza -espetó-. Para usted ni para nadie. Llámeme Hassan.

– ¿Quiere que seamos amigos? -rió.

– No, señorita Fenton. Quiero comer.

Se dirigió a la entrada de la tienda y dio una orden antes de reunirse con ella. Llevaba el pelo al descubierto, lo cual revelaba una cabellera tupida, no tan negra como creía recordar. A la luz de la lámpara, un destello rojizo mostraba las raíces de su padre, de las Tierras Altas. Pero todo lo demás, desde la túnica negra sujeta con una faja hasta el khanjar que llevaba a la cintura, procedía de otro mundo. La delicada funda de plata tallada era antigua y muy hermosa, pero el cuchillo que contenía no era delicado, ni un adorno.

Sería fácil olvidar eso, pensar en Hassan como un hombre civilizado. Estaba convencida de que podía ser encantador. Pero no la engañaba. Había una yeta de acero, templada con el mismo fuego empleado en la daga. El sentido común le indicó que sería inteligente no avivar los rescoldos. Mas su naturaleza le sugería que no sabría resistir la tentación. Aunque todavía no.

Comieron en silencio. Cordero asado al aire libre Y arroz con azafrán y piñones. Rose había creído que no tendría hambre, pero la comida era buena y no ganaría nada pasando hambre. Lo mejor era conservar todas las fuerzas.

Luego, uno de los hombres de Hassan llevó dátiles, almendras y café negro aromatizado con cardamomo.

Ella mordisqueó una almendra mientras Hassan bebía el café con la vista clavada en la oscuridad.

– ¿Va a decirme de qué va todo esto? -preguntó al final. El no se movió ni habló-. Lo pregunto porque mi hermano habrá estado muy preocupado las últimas horas, y sin duda ya lo sabrá mi madre -hizo una pausa-. Odiaría pensar que ello se debe a que solo deseaba irritar a su primo.

Entonces levantó la vista con rapidez. Era evidente que las palabras de Rose habían dado en un punto delicado.

– ¿Son las únicas personas que se preocuparán por usted? ¿Qué me dice de su padre?

– Mi padre es del tipo de los que desaparecen -se encogió de hombros-. Su único objetivo en la vida de mi madre era proporcionar el medio para la maternidad. Ella es una feminista de la vieja escuela. Y pionera de la maternidad soltera. Ha escrito libros sobre el tema.

– No habría imaginado que el tema fuera tan difícil como para que alguien necesitara comprar un libro para descubrir cómo se hacía.

«Vaya, el hombre tenía sentido del humor».

– No son manuales de hágalo usted mismo -informó-. Van más en la línea del comentario filosófico.

– ¿Quiere decir que sintió la necesidad de justificar sus actos?

Iba directo al grano. Eso le gustaba y no pudo evitar sonreír.

– Es posible. Tal vez cuando todo esto haya terminado, debería preguntárselo.

– Puede que lo haga -repuso-. ¿Le importa? Me refiero a no tener un padre.

– ¿Y a usted? -inquirió, y supo la respuesta antes de que las palabras salieran de boca de él.

Mostró una expresión reflexiva, y ella pensó que quizá había revelado más de lo que deseaba. «Harte la tonta, Rosie», se recordó. «Hazte la tonta». Pero Hassan dejó pasar el tema.

– ¿Por qué vino aquí?

– ¿A Ras al Hajar? Pensaba que eso ya lo sabía.

– Podría haber ido a las Indias Occidentales en busca de sol y diversión.

– Sí, pero mi hermano me invitó a venir aquí. Hacía tiempo que no lo veía.

– Abdullah la invitó a venir aquí. Abdullah cedió su 747 privado para traerla…

– No -cortó Rose-. Era para usted -él no parpadeó-. ¿De verdad? El no habría…

– Él no cruzaría la calle para estrecharme la mano. Yo solo me aproveché de la ventaja de un vuelo que ya estaba preparado. Había poco que ganar rechazando la extravagancia por una cuestión de principios.

– Oh -Hassan tenía razón. Tendría que haber aceptado una invitación para ir a visitar las Barbados.

– Mi primo planea utilizarla para potenciar sus ambiciones políticas, señorita Fenton. Lo que quiero saber es si usted es un peón inocente o si ha venido específicamente para ayudarlo.

– ¿Ayudarlo? -al parecer había mucho más que la intención de abochornar a su primo-. Creo que exagera mi influencia, Su Alteza -el destello de irritación que pasó por la cara de él ante la desobediencia en insistir en el empleo del título le resultó extrañamente placentero.

– No, señorita Fenton. En todo caso, la he subestimado a usted. Y le he pedido que no me llame Su Alteza. El título es de Abdullah. De momento.

Tan cerca del trono pero sin poder aspirar jamás a él. Tal vez. Se preguntó cómo se habría sentido Hassan cuando fue descartado por un hermanastro menor. Desheredado después de ser criado como un nieto predilecto. ¿Cuántos años tendría entonces? ¿Veinte? ¿Veintiuno? Era evidente que ahí se libraba una batalla por el poder, pero empezaba a creer que quienquiera que ganara, era poco probable que fuera el joven Faisal.

Rose apoyó los codos sobre la mesa y mordisqueó otra almendra.

– Haré un trato con usted. Si no vuelve a llamarme señorita Fenton con ese tono especialmente molesto, yo no lo llamaré Su Alteza. ¿Qué le parece?

CAPÍTULO 4

HASSAN estuvo a punto de reír en voz alta. Rose Fenton realizaba un buen trabajo al hacer que «Su Alteza» pareciera más un insulto.

– ¿Se me permite llamarla señorita Fenton con otro tono de voz? -preguntó con tanta cortesía como permitía la dignidad.

– Mejor que se ciña a Rose -aconsejó-. Será más seguro. Y ahora, con respecto a mi madre…

– Lamento profundamente la ansiedad que le provocará su desaparición. De verdad desearía poder permitirle que la llamara y la tranquilizara.

– ¿Y qué es exactamente lo que debería decirle?

– Que no se encuentra en peligro.

– Eso lo decido yo, Su Alteza, y he de informarle de que el jurado aún no ha terminado las deliberaciones -lo miró a los ojos y le dio a entender que no le interesaban sus consuelos falsos-. Y para su información, tampoco creo que eso impresionara mucho a mi madre.

– ¿Tienen una relación íntima?

– Sí -repuso sorprendida por la pregunta-. Supongo que sí -aunque él sospechaba que no; dos mujeres fuertes e independientes chocarían mucho. Como si se diera cuenta de que no lo había convencido, ella añadió-: Es muy protectora.

– Bien. Será mucho más útil a mi causa si está indignada.

– ¿Y cuál es su causa? -inquirió irritada-. ¿Qué es tan especial que cree que tiene derecho a hacer esto? ¿Qué hará si mi madre decide no intervenir de forma activa y deja todo el asunto en manos del ministerio de Relaciones Exteriores? Estoy segura de que Tim le aconsejará eso.

– Cuanto más la veo… -se contuvo-. Cuanto más la oigo, Rose, más convencido estoy de que hará exactamente lo que desee. Casi con certeza lo opuesto al consejo que reciba.

Rose no supo si se trataba de un cumplido.

– ¿Y si lo decepciona? ¿No habría resultado todo una pérdida de tiempo? Imagino que abochornar a Abdullah es el motivo principal de mi secuestro, ¿no?

– ¿De verdad?

Ni por un segundo lo creía. Había mucho más en juego que irritar a su primo. Pero con algo de suerte podría provocarlo para que le revelara el motivo.

Hassan se echó atrás en la silla y la observó. Había previsto que no tardaría en captar la tensión existente bajo la superficie engañosamente plácida de Ras al Hajar. Y no se equivocó.