Le había ofrecido dinero, un montón de dinero, por revelar noticias acerca de su cuñado y su matrimonio.
Al parecer Steve había pensado que al separarse de Grey ella estaría dispuesta a romper su lealtad. Cuando ella le había aclarado que estaba equivocado, él le había insinuado que no tendría tanto trabajo como en otros momentos. Ella no había sido muy sutil al decirle lo que pensaba de él, pero él tampoco se había cortado un pelo con ella.
Cuando había llegado a casa, empapada y sintiéndose la mujer mas desgraciada de la tierra, se había encontrado con una carta del abogado y unos papeles para el divorcio. Los había metido en el bolso, para que Polly no los viera. Entonces se había dado cuenta de que la chica no había salido del salón para preguntarle por el piso.
– ¡Polly! -la había llamado yendo hacia la cocina. No estaba allí. Pero encontró una nota en la cocina que decía:
He decidido que la pasión de Jon podía ser bastante más divertida que estudiar. No te preocupes por nada, Abbie. Te prometo que llegaremos a tiempo al colegio el lunes. Besos. Polly.
– «¡No te preocupes!», ¡Oh, Polly! ¿Cómo me haces esto?-le había gritado.
Pero la casa estaba vacía.
Presionó el botón del contestador automático con una última esperanza, pensando que se iba a encontrar con la voz familiar de Polly diciendo: «¡Te he pillado!» en la línea. Pero no fue así. La voz que apareció era familiar, pero no era Polly.
– Mi nombre es Grey Lockwood. Mi sobrino Jon dejó este número de teléfono como número de contacto durante lo que queda de curso. ¿Podría llamarme, por favor? Es urgente, ya que Jon parece haberse llevado las llaves del bungalow que tengo para vacaciones…
Se le aflojaron las piernas por el shock. El bungalow de vacaciones. Ty Bach. Allí era donde habían ido los chicos.
Capítulo 5
Abbie llenó un bolso con ropa para pasar la noche y lo metió en el coche de Margaret antes de salir del garaje. Puso la radio para oír las noticias del tráfico y del tiempo. La radio hacía ruido, y enseguida se dio cuenta de que el pequeño Mini, que era usado la mayor parte de las veces para hacer compras, no estaba en condiciones de hacer un viaje de quinientos cincuenta kilómetros por una autopista. Pero no tenía otra cosa, así que se había apresurado a salir en medio de la hora punta del tráfico, intentando calcular mentalmente el tiempo que le llevaría llegar con el Mini.
Un Mercedes la adelantó. Era un soberbio Mercedes 500 SL, como el de Grey, aunque el color era imposible de ver en la oscuridad.
En el coche de Grey el viaje llevaría cuatro horas, pensó ella, desanimada. Si hubiera seguido el consejo de Polly y lo hubiera llamado, posiblemente podría haber estado atravesando la autopista cómodamente a una velocidad de ciento cincuenta por hora. Pero la comodidad y la ayuda le habrían resultado muy caras. Y de esta manera, con suerte, mañana estarían en casa a la hora de comer sin que él se hubiera enterado siquiera.
Después de pasar el Puente Severn la lluvia se hizo más intensa, casi imposible. Pero después de dejar la autopista empezó a nevar.
A pesar de las dificultades, Abbie no quitó el pie del acelerador hasta llegar a la desviación hacia la costa. Descubrió la desviación poco antes, y tuvo que frenar violentamente para meterse en una carretera estrecha que no tenía apenas tráfico.
Fue despacio, buscando el punto de referencia, un roble poco crecido, que marcaba la desviación casi escondida. Pero las luces del coche no la ayudaban.
Sintió miedo de no haberla visto, pero enseguida vio el árbol y dio un grito de alivio.
El camino hacia la playa era empinado, y terminaba en la playa rocosa, a unos metros de la desviación.
El coche se deslizó por la carretera completamente insensible al volante, y Abbie se alegró de que hubiera algo que la frenase antes de que se deslizara totalmente sin control y se metiera en el agua helada de la Bahía de Carmarthen. Pero en ese momento una de las ruedas golpeó la cuneta, el coche quedó atrapado y sus ruedas giraron hasta quedar en la dirección contraria. Entonces la rueda de atrás siguió a su compañera y el coche se resbaló de costado, volcándose con un ruido de metal y cristales que sonó como un estruendo en aquel mundo nevado y silencioso.
Abbie se quedó quieta, colgada del cinturón de seguridad contra la puerta, y extrañada de haber sobrevivido sin apenas hacerse un rasguño. Entonces las luces se apagaron. Sintió ganas de gritar. Con dedos temblorosos se soltó el cinturón de seguridad y se pasó al asiento del copiloto con las piernas igualmente flojas. Luego salió del coche.
Se quedó de pie un momento en medio del frío la nieve. No llevaba más que una falda corta y un abrigo igualmente corto, que poco hacía por quitarle el frío de las piernas. Era ropa adecuada para un Londres a punto de recibir la primavera, pero no muy apropiado para aquel lugar. En realidad no había tenido tiempo de escuchar las noticias del tiempo. Había salido deprisa en su afán por encontrar a aquel par de adolecentes enamorados.
Se levantó el cuello del abrigo y recogió su bolso.
Luego volvió la cara hacia el viento que le azotaba las piernas. La nieve le golpeaba la cara. El sendero resbaladizo que conducía al bungalow le quitó la poca energía que le quedaba.
Tenía la sensación de haber estado caminando durante horas. Si por lo menos hubiera tenido alguna luz de faro que la guiase…
En un momento dado le pareció ver una luz a lo lejos. ¿Sería su imaginación? Volvió a mirar, y la luz ya no se verá. Se cerró más el cuello del abrigo y siguió.
Un poco más adelante volvió a mirar. Vio el brillo de una luz, aquella vez más cerca.
– ¿Jon? -preguntó. Pero su voz no se oyó en medio de la nieve.
Entonces gritó con todas sus fuerzas:
– ¡Jon!
En ese momento, presa del pánico, tiró el bolso e intento correr hacia la luz. En su carrera, se apartó del sendero y cayó en un banco de nieve que pareció tragarla.
Se le metió la nieve por todas partes, por la boca, por las orejas, por las piernas. No sentía frío, extrañamente, después de la pesadilla de luchar contra el viento para avanzar. Estaba en calma. Abbie pensó que debía levantarse, porque si no, se quedaría dormida. Y sería un sueno eterno. Debía levantarse y seguir. Por Polly.
– Tendría que haber llamado a Grey -murmuró-. Él habría sabido qué hacer. Él siempre sabe qué hacer -y cerró los ojos.
– ¡Despierta! -alguien la estaba sacudiendo.
– ¡Despierta! ¡Maldita sea! -juró Grey.
Le pesaban los párpados, no podía abrir los ojos, pero la voz era insistente, imperativa, por lo que ella finalmente obedeció.
– ¿Abbie? -le dijo él.
– ¿Grey?-apenas pudo mover los labios.
Debía ser un sueño. O debía estar muerta. Porque el pelo de aquella aparición era blanco, no negro, y llevaba una ropa blanca muy extraña. Debía estar muerta, seguramente, y en su infierno particular todos los ángeles tendrían la cara de Grey. Era muy cruel. Porque ella podría no haber cuidado suficientemente el amor que él le había dado, pero no lo había engañado, y no se merecía ese infierno.
Cerró los ojos otra vez. Se preguntó entonces si a los ángeles se les permitiría maldecir de ese modo. Luego recordó que él era un ángel del infierno. Y se rio mentalmente. Todavía era capaz de hacer chistes. Quiso sonreír, pero sus músculos no le respondieron. Era mucho esfuerzo.
Pero su ángel tenía otras ideas, al parecer. Porque la levantó y la puso de pie antes de sacudirla fuertemente, para que ella tuviera que defenderse. Esa demostración de resistencia pareció complacerlo.
– Así está mejor -dijo él-. Ahora vas a tener que hacer un esfuerzo para valerte por ti misma. No puedo llevarte en brazos todo el camino hasta la cabaña.
¿Sería demasiado grande incluso para los ángeles?
– He perdido peso -protestó ella-. Puede ser que sea alta, pero soy delgada -luego agregó-: ¿No puedes volar? -le preguntó.
Él volvió a jurar. Pero luego prefirió sacudirla otra vez, y aquella vez ella se lo agradeció. Le hizo bien ir saliendo del sueño.
Entonces él le rodeó la cintura y comenzó a llevarla por la cuesta hacia la colina, resbalándose y jurando a cada paso. Se cayeron una vez en la nieve. Ella en realidad hubiera preferido quedarse allí tendida, en lugar de seguir con aquel penoso traqueteo.
Pero a pesar de sus quejas, él no quiso dejarla allí, y la forzó a seguir.
Una vez que estuvo en la cabaña, reconoció que había valido la pena. La cabaña estaba caliente. O al menos daba esa impresión en contraste con el frío de fuera. Pero no había fuego encendido en el hogar, y cuando él la dejó en el medio de la habitación, ella comenzó a temblar descontroladamente.
– Sera mejor que te quites esa ropa húmeda mientras yo enciendo el fuego -le dijo Grey.
Abbie se dio cuenta de que no la había rescatado un ángel. Ningún ángel podía tener ese pelo grueso y oscuro, esos ojos oscuros.
– No tengo nada de ropa para cambiarme -dijo ella-. He tirado mi bolso. Debo recuperarlo.
Él se movió rápidamente para cortarle el paso, y le sujetó los brazos para llevarla nuevamente hacia la chimenea. Luego encendió una cerilla y encendió un papel, y se quedó al lado del fuego hasta estar seguro de que se encendía bien. Luego se acercó a ella.
– ¡Por el amor de Dios! ¿No podías haber hecho un esfuerzo por levantarte de la nieve? -le preguntó él.
Luego siguió jurando. Y comenzó a desabrocharle los botones del abrigo. Ella empezó a rechinar los dientes. No por el frío sino por el hombre que tenía frente a ella, a quien había dejado en libertad para que hiciera lo que le ordenaba su corazón.
Grey le quitó el abrigo. La nieve se desparramó por todos lados, y él volvió a jurar. Era extraño, pensó ella.
Él no solía jurar. Sería porque la nieve estaba ensuciando la alfombra. Ella la limpiaría mas tarde.
Ella no veía la hora de sentir el calor del fuego sobre su cuerpo.
Él le fue quitando la ropa. Tuvo dificultad con los botones de la blusa, pero cuando ella le quiso ayudar, le dijo:
– Déjame a mí. Lo haré más rápido.
Así que se quedó temblando frente al fuego, tratando de no pensar en tedas las veces que él la había desvestido.
A veces lo había hecho lentamente, hasta atormentarla con el deseo. Pero nunca de ese modo tan frío, como si le disgustase, y prefiriese apartar su mano cuanto antes para no contaminarse con ella.
Cuando el sostén cayó sobre la pila de ropa, ella se tapó instintivamente.
– No me impresiona tu falso pudor, Abbie, después de lo de Atlanta -le dijo él, y le quitó los pantys y bragas con un solo movimiento. Y esperó a que ella se pusiera de pie para quitarle las botas-. ¿Puedes subir las escaleras para ir a la cama? -le pregunté cuando se levantó.
Ella no podía ver la expresión de su cara en la penumbra.
– Tráeme una manta, simplemente. Yo… Aquí estaré bien -dijo ella temblando.
– Siempre has sido una paciente difícil -dijo él. Pero no se molestó en discutir con ella. Simplemente se agachó y la levantó en brazos.
– No estoy… enfer… ma.
– No, casi muerta, simplemente -dijo él gravemente.
Y la llevó por las escaleras hacia la habitación abuhardillada encima de la sala de la vieja casa galesa.
Abrió la cama y la tapó con la gruesa colcha.
– ¿Pue… Puedes darme una bolsa de agua caliente? -preguntó Abbie con dificultad.
– Acabo de encender el fuego. Hasta dentro de un rato no podré poner a hervir agua.
Ella estaba temblando. Estaba congelada. Pero no esperaba que Grey se apiadara de ella. Él la había levantado de la nieve, pero por el modo en que la miraba, habría sido mejor que la dejase allí.
Ella se arrebujó en la mama.
Grey se había apartado. Oía sus pasos en el suelo de madera. Era normal. ¿Qué esperaba ella? ¿Que se hubiera echado a su lado, cuando tenía a Emma?
Una sola vez había estado en la cabaña en invierno, al poco tiempo de casados. De pronto la asaltaron los recuerdos. Y, sin que pudiera evitarlo, se puso a llorar silenciosamente.
Entonces sintió el peso de Grey sentándose en la cama. Cuando ella fue a darse la vuelta para preguntarle qué estaba haciendo, él le puso una toalla en la cabeza y empezó a secarle el pelo.
– Puedo hacerlo sola -le dijo ella. Y lo repitió, cabezona.
– Quédate debajo de la colcha, ¡por Dios! Y déjame que yo lo haga. Así. Quédate echada.
Ella sintió más ganas de llorar al sentir las manos de Grey.
Después de secarle el pelo le envolvió la cabeza con parte de la colcha.
Luego se apartó y en un solo movimiento se quitó el jersey y la camisa. Ella lo observó. Siempre le había molestado que se quitara las camisas sin desabrochar los botones, y las echase a lavar así, pero aquella vez el gesto le pareció estúpidamente entrañable. Él se quitó los zapatos y calcetines, y luego se puso de pie, y se quitó los pantalones y los calzoncillos, y se dio la vuelta para mirarla.
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