– ¿Qué es lo que te hace pensar eso? -preguntó ella. Aunque se ruborizó al pensar que tal vez tuviera razón-. ¿Y qué pensaba Jon? Él debe saber cuál es la situación -comentó Abbie.

– Cuando tu mujer te deja por otro hombre, Abbie, no se lo cuentas a un chico de dieciocho años.

– ¡Es que tal vez los detalles fueran demasiado evidentes para mantenerlos en secreto!

Tal vez Emma no se hubiera ido a vivir con él. Tal vez hubiera pensado que debía ser discreto hasta que estuviera resuelto el divorcio.

– Bueno, supongo que da igual. ¿Has dicho que el tiempo esta mejorando? Quizás pueda volver a Londres,. -dijo ella.

Él negó con la cabeza.

– Ahora ha salido el sol. Pero anoche nevó mucho, según la radio local. Y está cortada la mitad de la carretera a Earmarthen, así que me temo que estarás metida en esta trampa durante uno o dos días más. Y como sabes perfectamente dónde están Polly y Jon, puedes quedarte tranquila. ¿Dónde están?

– No estoy segura, pero creo que es probable que estén en tu piso. Jon la llevó allí una vez, con el pretexto de mostrarle el Degas. El que vendiste por un montón de dinero para abrir una cuenta para Matthew.

Dime, Grey, ¿no sabe Jon que el cuadro que está colgado allí es una buena copia? ¿O es tan retorcido como tú, y llevó él mismo la copia?

Grey la miró.

– El Degas es auténtico. No estoy seguro de a cual de tus preguntas contesto con esto.

– Steve me contó lo de la venta, Grey. Salió en el periódico, ¡por el amor de Dios! Puede ser que te falle la memoria, pero tú me has dicho que lo vendiste para ayudar económicamente a Robert…

– Sí.

– ¿Y ahora Io tienes nuevamente?

– El problema de Robert no era que no tuviera dinero. Lo que él necesitaba era hacer un movimiento de bancos sin llamar la atención… -Grey se interrumpió abruptamente al abrirse la puerta detrás de Abbie-. ¡Ah! Nancy, estábamos hablando de cómo podríamos llegar al bungalow. El fuego se debe de haber apagado y debe estar todo helado.

– ¿Tenéis suficiente comida en la cabaña?

– Sí, gracias -dijo Abbie, poniéndose de pie-. Voy a recoger esto. ¿Quieres que te haga té?

– No. Ahora no. Y deja los platos -Nancy se sentó frente al fuego.

– No es ninguna molestia -dijo Abbie.

Pero Grey fue a buscar el abrigo y comenzó a ponérselo.

– Ya es hora de volver. No queremos abusar de vuestra hospitalidad.

– Es un placer teneros con nosotros -dijo Nancy sonriendo, pero Abbie se dio cuenta de que Nancy tenía sueño.

Recogieron las botas y se las pusieron en el porche.

– Quiere dormir una siesta de una hora, simplemente. Te lo he dicho. No suelen irse a dormir durante la época de las ovejas. Pero si nos quedamos, ella se vería obligada a mantenerse despierta.

A la salida de la granja fueron a ver a Hugh, y Abbie vio que sus ovejas se habían acoplado perfectamente a su madre adoptiva. Luego emprendieron el regreso a la cabaña.

El camino era menos desalentador a la luz del día; el sol brillaba sobre la nieve y el pálido cielo azul se reflejaba en el mar a la distancia, formando un paisaje de postal perfecto. El humo de la chimenea de la cabaña puso el último toque a aquel cuadro. Se adivinaba la llegada de un tiempo más cálido. Abbie se detuvo de repente y Grey se dio la vuelta hacia ella.

– ¿Qué sucede?

– Hay alguien en la cabaña. El fuego está encendido. No puede seguir encendido desde anoche -dijo Abbie.

– ¿Serán Jon y Polly?

Se miraron un momento y salieron corriendo. Grey entró primero. Abbie lo siguió. Al ver a aquel hombre inclinado sobre el fuego, se detuvieron. El hombre alzó la cabeza y les sonrió.

– Bueno, bueno, bueno. El señor y la señora Lockwood juntos otra vez. ¡Qué conmovedor!

– ¿Qué diablos…? ¿Steve? -Abbie no podía creerlo-. ¿Cómo diablos has llegado aquí? ¿Están abiertas las carreteras?

– Me temo que no. He venido el lunes por la tarde, querida, no mucho después de nuestra acalorada discusión. Tenía una información del hombre que le ha estado siguiendo el rastro al joven Jonathan Lockwood. Se enteró de que Jon vino el fin de semana a la cabaña, hizo un acopio de comida, y se volvió a Londres. Me imaginé que no tardaría en venir aquí alguna persona con más interés que él. Y no me equivoqué. Desgraciadamente la nieve me obligó a quedarme en el pueblo hasta esta mañana.

Steve se volvió hacia el fuego, y puso otro leño.

Luego continuó hablando:

– No deberíais iros y dejar la casa abierta. Cualquiera podría entrar y servirse vuestro coñac. ¿O es el coñac de su hermano? -Steve levantó una copa y la volvió a dejar en su sitio-. Tiene muy buen gusto.

– Me alegro de que le guste. Y ahora, preferiría que se fuera y que se llevase a mi esposa. Supongo que por eso está aquí, ¿no?

Antes de que Abbie dijera nada, Steve Morley sonrió.

– Lo siento, viejo amigo. Pero ¡te he descubierto! No es que me haya creído esta farsa tuya de mal de amores, Abbie.

– ¿Farsa? -Abbie miraba alternativamente a Steve y a Grey, que tenía una cara muy seria, como si estuviera a punto de pegarles a los dos-. ¿De qué estás hablando?

– Ya esta bien, querida. No hace falta que sigas fingiendo. No te culpo. Tu marido haría cualquier cosa por su hermano y tú harías cualquier cosa por él. Perfecto.

– Pero… -Grey la sujetó por la muñeca firmemente.

– No sé si me habría interesado tanto por ello en un principio, si tú no te hubieras quedado tan perpleja cuando te dije que había visto a tu amado esposo almorzando con una hermosa joven.

Abbie sabía que Steve iba a decir algo que destruiría todo, y tenía que frenarlo.

– Steve… -dijo ella, dando un paso hacia él, pero Grey seguía sujetándola.

– Creo que deberíamos escucharlo, Abbie. Él claramente piensa que debemos escuchar su historia. Ya que ha sido tan amable de encendernos el fuego, ¿por qué no nos quitamos los abrigos y nos tomamos con él una copa del excelente coñac de Robert?

Steve miró a Grey extrañado. Sabía cómo actuaba Grey cuando estaba enfadado, pero no sabía a qué atenerse con ese hombre calmado y paciente.

Grey ayudó a Abbie a quitarse el abrigo.

– Ve a buscar un par de copas, Abbie -le dijo Grey, con buen humor, aparentemente, mientras colgaba los abrigos-. Por favor, señor Morley, siéntese. Haga cuenta de que está en su casa.

Era increíble cómo unos segundos antes Steve se había sentido el dueño de la situación, y ahora que Grey le invitaba a ponerse cómodo, se sentía más insegura. Grey estaba de pie. Abbie le alcanzó la copa de coñac, y se sirvió otra para ella. Estaba segura de que la necesitaría.

– Entonces, señor Morley, dice que me vio almorzando con una guapa joven. Supongo que no habrá sido una coincidencia, ¿no?

– No. Aunque tengo que confesar que esperaba ver a su hermano, en realidad.

– Entonces eso contesta a mi próxima pregunta. Evidentemente era la señora Harper a quien había estado siguiendo, y no a mí. Así que pensó que le comentaría acerca de mi cita amorosa a Abbie, con la idea de fisgonear en la vida privada de la gente.

– Lamentablemente no sirvió -dijo Steve.

Abbie se sentó en la otra silla cuando Steve respondió. Recordó el modo casual en que Steve le había mencionado aquel encuentro de Grey en L’Escargot.

Había dicho algo de «una bonita pieza». Era increíble lo grosero que podía llegar a ser.

– Es decir, su mujer me había estado diciendo que no volvería a aceptar ningún trabajo en el extranjero porque creía que necesitaba cuidar su matrimonio, así que pensé que tal vez fuera cierto. Ella parecía tan impresionada que realmente creí que…

Abbie no quería alzar la vista, pero sabía que Grey la estaba mirando. La estaba quemando con la mirada.

– Es muy buena actriz, ¿no? Estoy muy orgulloso de ella.

«¡Actriz!», pensó ella indignada.

– Debe de estarlo. Cuando ella me contó que había descubierto que su marido tenía una amante desde hacía varios meses, y que tenía un hijo con otra mujer, bueno, tengo que admitir que, no debería haber recibido un premio de fotografía periodística, sino un Oscar.

– ¿Era muy convincente?

– Me convenció.

– ¿Vais a dejar de hablar de mí como si no estuviera presente?

La mano de Grey se apoyó levemente en el hombro de Abbie.

– Calla, amor. El señor Morley ha hecho un viaje muy largo, lo menos que podemos hacer es escuchar lo tonto que ha sido.

– No soy tan tonto -Steve los miró malévolamente, sin la más mínima cortesía-. En el mismo momento en que reservaste una plaza para un vuelo a Atlanta caí en la cuenta. Quiero decir que, si la dama hubiera decidido marcharse sin ninguna pelea por medio, yo hubiera quedado libre para ocuparme de la otra mujer y su nuevo bebé, y no me habría ido detrás de ella.

– Sí.

– Deberíais haberos visto. Ahí estabais, abrazados el uno al otro, y yo saliendo del baño.

– Fue una equivocación.

– Te dejaste llevar. ¿no, Abbie? ¿Te olvidaste de que yo estaba en el baño? -Steve negó con la cabeza-. Debo admitir que hizo muy bien el papel de marido ofendido, Señor Lockwood. Quiero decir, es usted casi el mejor personaje -se restregó la barbilla-. Tengo la impresión de que pone toda su garra en ese teatro de guiñol que habéis montado.

Grey sonrió levemente.

– Si lo he convencido, señor Morley, valió la pena el dolor en mis nudillos por el puñetazo que le di.

– Pero luego apareció ella, llorando y rogándome que no publicase el incidente -Steve miré a Abbie-. Ahí es donde ella lo superó ampliamente, señor Lockwood.

– ¿Me superó? -dijo Grey, apretando sus dedos en el hombro de Abbie.

– Bueno, sigo. Ahí estaba yo con un hombro bien ancho, listo para que llorasen sobre él. Cualquiera hubiera dado las gracias en aquellas circunstancias, pero ella…

– Me temo que hay algunas cosas que, incluso para proteger a mi hermano, no le pediría a Abbie que las aguantase.

– Una pena, porque una vez que volví de Atlanta volví a seguir la pista de la señora Harper. ¿Y adivinen qué pasó?

– ¿Qué? -preguntó Abbie, ansiosa, a punto de salirse del asiento. Intentó relajarse en la silla echándose hacia atrás-. ¿Qué pasó después?

– Bueno, era seguro que el señor Lockwood llevaba frecuentemente a la señora Emma Harper a algún lugar tranquilo en el campo. De hecho tenía cientos de fotos de ellos dos llegando a lugares muy interesantes -hizo una pausa al ver a Abbie temblando-. Prueba un poco de ese coñac, querida, es muy bueno, realmente.

– Creo que debería ir al grano, señor Morley -dijo Grey con serenidad. Pero Abbie sabía que estaba a punto de estallar-. Está dando muchos rodeos para llegar a la cuestión.

– ¡Oh! De acuerdo. ¿Dónde estaba? -se volvió hacia Abbie-. ¡Ah, sí! Seguramente podía captar la llegada del señor Lockwood a algún discreto lugar con la señora Harper. Su coche aparcado allí toda la noche.

A Abbie le temblaban las manos con la copa en la mano. Entonces la dejó sobre la mesa antes de tirarla.

– El coche era impresionante. No es el tipo de coche que pueda pasar desapercibido. Pero al parecer sólo el coche se quedó allí. Y de no ser porque vi al señor Lockwood en persona en el noticiero de las diez, hablando sobre un caso de judicatura que había ganado a favor del juzgado de su barrio, no creo que me hubiera enterado de lo que estaba ocurriendo realmente. Mientras tanto, su coche seguía aparcado frente a una casa de los Jardines de Saint John.

Steve hizo una pausa, y luego continuó:

– Pero debió darse cuenta de su error, porque cuando llegué a la casa y llamé al timbre, con un fotógrafo apostado en cada una de las salidas, allí estaba el señor Lockwood, abriendo la puerta e invitándonos a entrar, con una coartada fácil, es verdad, vestido sólo con una bata de seda. Desde entonces la señora Harper ha estado viviendo tranquilamente en una cabaña cerca del río en Henley. Y ni el señor Grey Lockwood ni su hermano han ido por allí, ni siquiera ocultos con trajes de submarinistas.

– Es muy revelador, señor Morley. ¿Qué quiere que le diga? ¿Que ha sido un chico muy listo? Pero no tan listo, si esperaba ver a mi hermano in fraganti con la señora Harper en Ty Baeh.

– Bastante listo como para tomar fotografías de un armario lleno de cosas para un bebé. Muy listo como para haber relacionado lugares y horarios cuando se suponía que usted estaba con la señora Harper. Pero, ¡qué extraño!, su hermano tampoco estaba disponible en los horarios de las supuestas citas del señor Grey con Emma. Y ahora sé que ustedes dos me han tomado por tonto. Bueno, ya tengo bastantes problemas en la vida como para que me la complique el honorable señor Robert Lockwood, diputado en el Parlamento.

– ¿Por qué? -Abbie no comprendía por qué Steve Morley estaba tan obsesionado con hacer daño a Robert.