Algo andaba mal. Ella lo había presentido desde el mismo momento de su llegada al aeropuerto cuando no lo había encontrado allí. Lo normal habría sido que él hubiera llamado desde el hotel para ver si había algún mensaje en el contestador del teléfono de su casa. Había tenido tiempo de sobra para recibirlo. Pero no lo había hecho. Algo había pasado durante su ausencia. Pero, ¿qué? Quería saberlo. Pero reprimió el instinto de ir a preguntarle.
A pesar de las largas horas de viaje, Abbie no podía dormirse. Pero horas más tarde, cuando Grey fue a acostarse, se hizo la dormida. Y, se hubiera dado cuenta o no, él no intentó saber si ella fingía. No encendió la luz. Se desvistió sigilosamente y se acostó a su lado e, inmediatamente, se dio la vuelta.
Ella entonces abrió los ojos en la oscuridad y permaneció así durante horas, oyendo la respiración de Grey y pensando acerca de los planes que había hecho durante el viaje de vuelta.
¿Sería demasiado tarde para rechazar los trabajos en el extranjero?
Al despertarse la habitación seguía a oscuras. Pero el sol se filtraba por el pasillo. Enseguida se dio cuenta de que era tarde. Se quedó echada un momento en silencio. Sabía que estaba sola y le daba rabia.
Ella había pensado que tal vez aquella mañana tuviera lugar una reconciliación. Ninguno de los dos había estado muy brillante. Habían estado muy cansados y ella estaba dispuesta a admitir que, de haber escogido un momento mejor, Grey podría haber estado más receptivo.
Pero él se había marchado dejándola dormida, sin decirle adiós siquiera. Ella había pensado ocuparse de los quehaceres hogareños aquel día. Hacer la compra, preparar una buena cena, ocuparse de arreglar la casa después de dos semanas de ausencia. Pero sintió la necesidad de afianzarse como persona. Y no había mejor modo de hacerlo que trabajando.
Se levantó de la cama. Cuando fue a ponerse la bata descubrió que había desaparecido un cuadro de la pared. Un Degas auténtico. ¿Les habrían robado durante su ausencia y él no habría querido asustarla? ¿Por eso consideraba él aquellas dos semanas como «duras»?
Abbie corrió al joyero. Estaba todo intacto. Levantó el auricular del teléfono y llamo a la oficina de Grey. Debía existir una explicación para aquello. Grey algunas veces prestaba sus cuadros para exposiciones en galerías y podría haberse olvidado de comentárselo. No podía decirse que hubieran conversado amistosamente la pasada noche como para darle oportunidad de comentárselo.
Abbie dejo el teléfono en su sitio. Tal vez fuera eso. Podía esperar a que Grey volviera del trabajo.
Con paso tembloroso, fue a la cocina a hacer té. En medio de la mesa había un florero con una rosa roja. También había una nota para ella que ponía:
«Pensé que necesitabas dormir. Te veré esta noche. Grey.»
Nada más. Ninguna disculpa. Pero se había tomado la molestia de ir a buscar una rosa antes de ir a la oficina.
No obstante… ¿Por qué tenía la impresión de que eso le habría resultado más fácil que despertarla y pedirle disculpas y decirle que lo sentía?
Capítulo 2
Dos horas más tarde, Abbie, vestida con un pantalón de seda amplio color chocolate, su color preferido, y un top color crema que destacaba su piel bronceada y su pelo rubio, estaba hablando con el director del periódico sobre las fotografías más adecuadas para el suplemento semanal en color. Abbie había enviado las fotografías por adelantado con un mensajero.
– Has hecho un trabajo estupendo, Abbie. Esta fotografía de la madre metiéndose en ese avión diminuto rumbo a las colinas para seguir buscando a su hija por todas partes…
– Si hubiera podido ir con ella…
– No. Ese es el lugar justo donde tenías que terminar el reportaje. Un toque de esperanza, una firme decisión y un montón de coraje. Una madre sola, buscando a su hija desaparecida. Mereces un premio por esta foto.
– No me merezco nada, Steve -dijo ella, disgustada de pronto consigo misma por estar tan satisfecha del resultado final-. Solo espero que la mujer esté bien. Podría pasarle cualquier cosa allí y nadie se enteraría.
Steve Morley la miro inmisericorde.
– Me parece que estas demasiado implicada emocionalmente en este trabajo, Abbie. Tú estabas allí para recoger el testimonio de los hechos, no eras responsable del resultado. La mujer fue quien tomó una decisión. Es su hija. Y tu reportaje servirá para su caso y muchos como el suyo.
– ¿Sí? ¡Ojalá!
– Confía en mí -dijo Steve firmemente-. Venga, te invito a almorzar.
Confiar. Una gran palabra, muy emotiva.
Una palabra muy emotiva. Sin confianza no había nada. ¿El tiempo que pasaban separados estaría erosionando la confianza entre Grey y ella? Necesitaba confiar en él con toda su alma. Sin embargo. Habrá muchos espacios en blanco, muchos espacios vacios que los separaban peligrosamente. Hubiera o no un bebé en el futuro, no volvería a aceptar un trabajo en el extranjero. Estaba decidido.
Mientras bajaban en el ascensor, Steve la distrajo de sus pensamientos preguntándole adonde quería ir a almorzar.
– Hay un restaurante indio muy bueno. Pero me imagino que después de dos semanas por allí, no tendrás mucho interés en comer comida india…
– Supones bien, señor Morley -lo interrumpió ella muy convencida. Luego le sonrió con picardía y le dijo-: ¿Qué tal si vamos a aquél otro…?
– ¿A L’Escargot?
– L’Escargot, ése.
El almuerzo transcurrió amenamente con Steve, charlando sobre lo que había ocurrido en la oficina durante su ausencia y ofreciéndole varios reportajes para el futuro.
– ¿Qué te parece si nos vamos un mes a los Estados Unidos? -y, al ver que ella iba a rechazar la idea, agregó-: Se trata de un reportaje de interés humano en el profundo sur, en Atlanta. Es un tema ideal para ti. Aunque supongo que, como tu encantador marido ha conseguido un buen precio por el Degas en la subasta, no te hace falta dinero precisamente -agregó Steve.
¿El Degas? ¿Lo había vendido?
A pesar de que Steve Morley había hecho el comentario como por casualidad, ella se daba cuenta de que había querido tomarla por sorpresa, y que esperaba la contestación de alguien desprevenido. Si Steve tenia la sospecha de que la familia Lockwood estaba pasando algún tipo de problema económico, seguramente querría saberlo. Y probablemente sería el motivo de que la hubiera invitado a almorzar.
– Normalmente no cubres las noticias del mercado del arte, ¿no, Steve? -pregunto ella, aparentemente sorprendida-. ¿Quiero decir, no te interesa…?
Él se rio con picardía. Sabía que ella lo había descubierto.
– Yo cubro todo lo que tenga que ver con el nombre Lockwood, y si estás en apuros económicos, eso tiene que ver con Robert… Abbie, siempre estoy interesado en las actividades del hermano Robert y su entorno.
– Pensé que teníamos un acuerdo: Yo sigo trabajando contigo siempre que no me preguntes nada sobre Robert.
Steve se encogió de hombros.
– No me parece un delito recordarte que estoy dispuesto en cualquier momento a que cambies de parecer.
– Olvídalo. Y olvídate de Atlanta. No voy a volver a aceptar trabajos en el extranjero por un tiempo.
– ¿Tienes problemas con tu señor?
Había dado en el blanco. Y conocía demasiado a Steve como para engañarlo.
– Hasta el matrimonio más perfecto necesita que se lo cuide, Steve.
– No te lo discuto. Ya quisiera yo que mi mujer hubiera sido tan cuidadosa -dijo él-. Y si tiene algo que ver la hermosa pieza con la que lo vi almorzando la semana pasada, me atrevería a decir que has reaccionado rápido.
– ¿Hermosa pieza? -sonrió ella fríamente.
– Por lo que acabas de decir, pensé que lo sabías, o que sospechabas algo…
– ¿Sospechar? -Abbie se quedó en estado de shock.
Pero luego pensó que si su marido había estado almorzando con una mujer, tenía que haber alguna explicación racional para ello.
– ¡Oh, Steve! ¿De verdad? -dijo ella con una risa incrédula. Quería demostrarle lo ridículo de su sospecha.
Pero sabía que necesitaría algo más para convencerlo de su error. Lo tomó las manos entre las suyas y le dijo solemnemente, mirándolo a los ojos:
– ¿Quieres que te diga algo que se me acaba de ocurrir? Que… Me preguntaba qué diría Grey si alguien le dijera que me ha visto almorzando en L’Escargot con uno de los hombres mas apuestos de Londres -Abbie se inclinó y le dio un beso suave en los labios. Luego le soltó la mano.
Era un reproche. Un amable reproche.
– ¡Ah! Comprendo. Supongo que pensé eso de tu marido porque tú estabas fuera… Una mala costumbre. Lo único que me justifica es que empecé la carrera escribiendo una columna de cotilleos…
– Es una mala costumbre que va a costarte el postre más caro que haya en este restaurante.
– Sí, señora -dijo él, llamando al camarero.
Pero en realidad las fresas no tenían gusto a nada, aunque ella hizo el esfuerzo de comérselas todas.
Cuando Steve la dejó en casa, ella decidió no entrar inmediatamente. Prefirió caminar un rato por un parque al que acudían señoras de mediana edad para pasear a sus perros, y numerosas niñeras, que podían ser identificadas simplemente por su juventud y los cochecitos caros que llevaban bajo el sol.
¿Estaría en lo cierto ella?
Si Grey hubiera conoideo a otra mujer, se lo habría dicho. No podría haber hecho el amor con ella de ese modo si hubiera conocido a otra, ¿no? Aunque nunca le había hecho el amor de una manera tan desesperada, con tanta hambre. Y luego se había ido por la mañana sin dedicarle siquiera una mirada…
Era ridículo, pensó. Ella estaría herida por la discusión que habían tenido. Pero mientras se sentaba bajo los rayos del sol, se preguntaba por qué necesitaba tanto convencerse de que él la amaba. Ellos eran la pareja perfecta. Los amigos siempre les habían tomado el pelo por irse los primeros de una fiesta; siempre los habían envidiado por la libertad que se otorgaban el uno al otro, y por la confianza y la transparencia de su relación.
¿Pero era tan perfecto realmente? El que Grey la apoyara en el desarrollo de una profesión que la alejaba muchas veces del hogar, siempre había supuesto para ella la prueba de su amor y de la confianza que le tenía. Siempre había despreciado los comentarios de algunas amigas suyas que le dejan que a un marido tan atractivo como el suyo no se atreverían a dejarlo solo más de cinco minutos.
Pero ahora esas pequeñeces empezaban a cobrar importancia.
Grey había comentado una vez que un hombre que trabajaba hasta tarde lo hacía por unas de dos razones: porque era incompetente en su trabajo, o porque no tenía ganas de volver a casa con su esposa. Y últimamente, antes de que ella se hubiera ido a Karachi, había estado trabajando hasta tarde algunas noches.
Abbie se sorprendió por la dirección que estaban tomando sus pensamientos. Que Steve le hubiera contado que había visto a Grey con una mujer no significaba nada. Probablemente sería una compañera de trabajo, o una cliente. Y si no lo era, ella confiaba en él, de todos modos. Podía ser lo mismo que su almuerzo con Steve.
Y si había vendido el Degas por cuestiones económicas, eso podía explicar su rechazo a fundar una familia, y su renuencia a que ella dejara su trabajo. Pero si le hubiera explicado, si hubiera tenido confianza en ella…
La palabra confianza aparecía a cada momento.
Se sentía mejor. Incluso estaba dispuesta a conceder que tal vez la reacción de Grey ante el deseo de ella de tener un hijo podía estar justificada. Ella había estado tan entusiasmada con la idea que no se había dado cuenta de que había pretendido que él se entusiasmara del mismo modo sin darle tiempo a madurar la idea.
Bueno, ella podría pensar en la reorganización de su vida sin que fuera un problema. De hecho, ya había empezado. No aceptaría los trabajos en el extranjero.
Se lo diría a Grey cuando estuvieran en la cabaña. Un par de semanas en Ty Bach les daría la oportunidad de hablar más relajadamente, de conversar sobre el futuro. Abbie se sintió contenta. Se puso de pie, se sacudió el polvo de la ropa que le había ensuciado el banco del parque, y volvió hacia su casa.
Pero el encontrar la llave de Grey en la cerradura apenas pasadas las seis de la tarde, la puso nerviosa.
– ¿Abbie? -Grey se acercó a la puerta de la cocina y se apoyó en ella-: ¡Hola! -dijo al verla.
– Hola -dijo ella, un poco tímidamente, casi de un modo formal-. Has venido temprano.
– Mmmm… -dijo él asintiendo-. Le pedí al jefe que me dejara salir más temprano para poder salir con mi esposa.
– ¡Tonto! -murmuró ella, riendo-. Tú eres el jefe.
– Y un jefe muy bueno, obviamente. -dijo él, yendo hacia ella, y rodeándole la cintura.
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