Apenas se adivinaba un toque de tensión en el rostro de Grey, que le anunció una tregua después de la batalla.
– Porque me dije que sí -siguió hablando Grey.
Por tanto aquél era el modo de que se valdría él para firmar la paz.
– Gracias por la rosa.
– Me alegro de que te haya gustado -dijo él con una sonrisa que le relajó el gesto-. Arriesgué mi vida trepando por el parque para traértela.
– ¡Grey!-suspiró asombrada, imaginándoselo trepando por la verja del parque a la madrugada-. ¡No es cierto!
Él alzó la ceja.
– ¡Tonto!-exclamó ella-. ¿Y si te hubiera visto alguien?
– Valía la pena el riesgo, si te hacía feliz.
Grey la apretó contra él con una mano, y con la otra le quitó un mechón de pelo que le tapaba la ceja. Y le dio un beso en la frente.
– Además, sé que podía confiar en ti para que me llevaras una lima para cortar los barrotes de la prisión, si hacía falta.
– ¡Tonto! -repitió ella, pero aquella vez le pellizcó el hombro.
– Puede ser. Y tengo algo mas para ti -Grey le mostró un par de entradas que sacó del bolsillo interior de su chaqueta-. ¿Quieres ver esto?
– ¡Grey! ¿Cómo las has conseguido? -le preguntó ella, ansiosamente, alargando la mano para alcanzarlas y verlas con sus propios ojos.
– Primero vas a tener que retractarte de ese «tonto» que has dicho antes -contestó él, impidiendo que Abbie atrapase las entradas.
– Me retracto sin reservas. ¡Dios mío! ¡Tantas atenciones se me van a subir a la cabeza! -exclamó ella, apoyando la cabeza contra el pecho de Grey.
– ¿Sí? ¿Quién más te ha estado mimando?
– Steve Morley. Me llevó a almorzar -dijo ella, alzando la cabeza para mirarlo.
¿Esperaba que le hiciera una confesión acaso? En ese caso, se habría decepcionado.
– ¡Qué suerte tiene Steve! -dijo él, con un tono un poco agrio.
Abbie sabía que a Grey no le hacía gracia Steve, ni su periódico. Pero no era de extrañar, porque su hermano, Robert Lockwood, era el político más popular del gobierno y la gente lo acosaba.
– ¿Te llevó a algún sitio bonito?
Ella le contó que sí.
– Te ha mimado mucho, ya veo -dijo él-. Debe de haber quedado muy satisfecho de tu reportaje.
– Muy satisfecho, sí. De hecho me ha ofrecido un mes en América.
– Estoy sinceramente impresionado… -dijo él con poco entusiasmo.
– Es normal que lo estés. Te has casado con una reportera de gran valor… Steve me dijo que me podrían dar un premio por la historia de Karachi.
– Menos mal que no me he entusiasmado con la idea de la paternidad -él bebió el zumo que tenía en la mano-. ¿Entonces, cuándo te vas a ir?
– ¿No te importaría? Nunca he estado tanto tiempo fuera.
– Hemos hecho un trato, Abbie. No voy a ser un esposo pesado ahora que estás en un momento importante de tu profesión. Tienes que estar dispuesta a irte si vas a ser una estrella del periodismo.
Ser una estrella cada vez le entusiasmaba menos.
– Yo creía que ser buena periodista suponía que podías elegir tus trabajos. Y además, ¿y nuestras vacaciones? Estoy deseosa de tenerte para mí sola durante un par de semanas.
– ¿Cambiarías un mes en los Estados Unidos por un par de semanas en una cabaña en un lugar solitario de Gales?
Ella hubiera dado cualquier cosa por estar dos semanas a solas con él. Le daba igual el lugar.
– De todos modos ha habido un problema con la cabaña.
– ¿Sí? Pensé que estaba todo arreglado.
Antes de irse ella a Karachi, Grey estaba lleno de planes. Muchos de ellos contemplaban la posibilidad de estar en la playa sin hacer otra cosa que hacer el amor con ella durante dos semanas. Él debió darse cuenta de la decepción de Abbie, porque dejó el vaso de zumo y se acercó a ella.
– Lo siento, pero Robert quiere usar la cabaña este verano, Abbie. Es el único lugar que no conoce la prensa. Y aunque se enterasen de su existencia, es un sitio difícil de encontrar. Y la gente del lugar no suele hablar en inglés cuando ve que les invaden el lugar. La prensa lo tendría francamente difícil.
Abbie se sintió culpable. Apreciaba a su cuñado. Era el hermano mayor de Grey; un hombre muy apuesto, brillante, el ministro más joven del gobierno. Lo lógico hubiera sido que fuera el hombre más feliz de la tierra, pero tenía una esposa que lo obligaba a estar pegado a ella con la amenaza del escándalo que podía suponer para su carrera política cualquier paso que él pudiera dar hacia una ruptura matrimonial. Así que Robert continuaba fingiendo tener una familia feliz de cara a los medios de comunicación, aunque pasaba todo el tiempo posible en su piso de Londres, y Jonathan, el hijo de ambos, estaba interno en un colegio.
– ¿Cómo está Robert? Vi su foto en el periódico que me dieron en el avión. Parecía estar mejor que otras veces. ¿Ha habido algún tipo de reconciliación? ¿Va a ir Susan con ellos a la cabaña?
Grey no contestó y en cambio dijo:
– Venga, vamos a salir y a divertimos.
A Abbie se le olvidó la historia del Degas. Se acordó mucho más tarde.
Tres días más tarde Abbie vio a Grey con «su hermosa pieza». Ella había estado de compras y había decidido hacer un alto y pasar a buscarlo para almorzar en un bar al que iban a veces.
Acababa de bajar de un taxi cuando vio la figura alta de Grey caminando por la calle en dirección a un parque pequeño en la esquina de su oficina. Abbie lo siguió. Si él había decidido comer unos sándwiches en el parque ella los compartiría con él.
El buen tiempo había invitado a los trabajadores a salir, y había varios de ellos sentados en los bancos y en la hierba, tomando el sol. Abbie se hizo sombra con la palma de la mano para mirar mejor y encontrar a Grey. No lo vio. Luego lo descubrió. Pero hubiera deseado no verlo. Habría deseado no haberlo seguido.
«Una pieza hermosa» la había llamado Steve. Y lo era. Era menuda, delicada, con el pelo negro, liso y brillante. Abbie sintió una punzada de celos al ver aquella mujer pequeña que daba la sensación de fragilidad que les gustaba a los hombres y que los invitaba a ser protectores con ellas. Una fragilidad que ella nunca había tenido. Ella siempre había sido alta, incluso de adolescente.
Grey había sido el único hombre en su vida que se había tenido que agachar para besarla. Pero nunca se había tenido que inclinar tanto como en ese momento para dar un beso tierno en la mejilla a aquella mujer guapa y morena.
Entonces Grey le puso el brazo alrededor de los hombros. Luego se inclinó sobre el carrito de bebé que llevaba la mujer, y tocó los deditos del bebé. Era una escena tan emotiva que si ella hubiera sido una persona ajena a ellos le habría parecido encantadora.
Abbie se escondió en la sombra de los árboles, con el corazón en un puño y unas tremendas ganas de gritar. Quería desaparecer. Salir corriendo. La idea de estar espiando a su marido le desagradaba tanto que sentía náuseas. Pero no podía dejar de mirar la escena.
Permaneció con la vista fija en aquellas dos figuras y en aquel bebé que miraba a su madre desde su cochecito. Pasaron cerca de ella con paso lento.
– Si necesitas algo, Emma, llámame -dijo Grey cuando pasaron.
Abbie se quedó quieta en la sombra de los árboles.
La chica murmuró algo que no pudo escuchar y él negó con la cabeza.
– A la oficina, excepto si es una emergencia -agregó Grey.
Entonces la chica miró a Grey.
– Sí, ella volvió hace un par de semanas.
No pareció necesitar más explicación.
– Te llevaré a cabaña tan pronto como…
Cuando dieron la vuelta en un recodo del parque, Abbie ya no pudo oír la voz de Grey. La cabaña. Había planeado llevar a aquella chica llamada Emma a Ty Bach. Todo lo que le había dicho acerca de Robert eran mentiras…
No le extrañaba que no le importase que ella se fuera a América. Él tenía otros planes para sus vacaciones de verano. Y tampoco le sorprendía que no quisiera que ella tuviera un bebé. No había perdido mucho tiempo en encontrar una esposa suplente, al parecer.
Pero evidentemente, con una familia tenía bastante.
«No, Abbie», te estás precipitando en tus conclusiones. Seguramente habría una explicación lógica.
Debía haberla. Sería una chica de la oficina que se había quedado embarazada, y que necesitaba ayuda. O alguien relacionado con su profesión. Una cliente. No, una cliente, no. La había besado. Y besar a una cliente, aunque sólo fuera en la mejilla, era muy arriesgado.
«¡Dios santo!», pensó. Rogaba que se le ocurriera algo que justificase aquella escena. Pero su cerebro no le respondía.
Grey y la desconocida se sentaron en un banco libre.
Charlaron relajadamente. Él tenía el brazo extendido por encima del respaldo del banco en un gesto protector. Al rato, miró el reloj, sacó un sobre del bolsillo interior de la chaqueta y se lo dio a la mujer. Emma lo metió en su bolso sin abrirlo, y luego, cuando Grey se puso de pie, se levantó también y le dio un abrazo. Él la abrazó un momento, y después de separarse de ella miro nuevamente al bebé dormido y le acarició los rizos negros antes de ir hacia la salida del parque.
No había habido nada que pudiera llamar la atención en el comportamiento de ellos dos. Ningún beso apasionado, ninguna mirada comprometedora. Parecían una pareja felizmente casada, con un bebé de pocos meses, que se había encontrado en el parque a la hora del almuerzo.
Abbie se adentró entre los arbustos instintivamente cuando Grey se acercó a la puerta. Él no miró en ninguna dirección, más que adonde se dirigía. Cruzó la calle y se detuvo en un puesto de flores. Compró un ramo de rosas color rosa suave, y se rio cuando la vendedora le dijo algo. Un momento más tarde, desapareció de la vista de Abbie, y ella finalmente salió a la cegadora luz del sol.
Era la primera vez que Abbie no sabía qué hacer en su ordenada y prolija vida. Ella era periodista. No de las que solían ir de puerta en puerta buscando la noticia, pero era una experimentada observadora, con una mente preparada para extractar información con pocos datos y en condiciones difíciles, incluso de una entrevista concedida a regañadientes. Si hubiera tenido que hacer un reportaje de aquella escena, se habría acercado a la chica y habría buscado el modo de entablar conversación con ella.
No sería difícil acercarse a Emma. Los bebés y los perros eran una excusa estupenda para que la gente se abriera. Ella no quería hacerlo. Pero tenía que hacerlo.
Y, aunque se le aflojaron las piernas, se obligó a caminar hacia donde estaba la chica, a quien su marido había rodeado con su brazo protectoramente, y a la que había llamado Emma.
No tenía ningún plan preconcebido. Ni idea de lo que le iba a decir. Pero no era necesario. Mientras se acercaba al banco, la chica levantó la vista y sonrió.
Pero no, no era una chica. Era más bien una mujer. Su edad estaba más cerca de los treinta que de los veinte años.
– Hace mucho calor para hacer compras, ¿no? -le dijo cuando vio a Abbie con las bolsas. Su voz era suave, como el resto.
– Sí, supongo que sí.
¿Hacía calor? ¡Ella sentía tanto frío en su interior!
Pero era un modo de acercarse a la desconocida, y se sentó.
– ¿Se ha comprado algo bonito?
Era una pregunta simple. Difícil de contestar para ella. Pero lo hizo.
– Una camisa y un jersey. Para mi marido -agregó sin poder decir más.
Abbie quería poder charlar amistosamente con la mujer, hacerla sentir en confianza como para que le suministrase información. Quería olvidarse de que era un asunto personal, y poder tratarlo como si de un reportaje se tratase.
– Y calcetines -agregó Abbie-. Los hombres nunca tienen calcetines suficientes, ¿O esa es una impresión mía?
«Sonríe», se dijo, deseando poder sonreírle a la mujer.
– Tengo la teoría de que siempre hay una conspiración entre los fabricantes de lavadoras y los fabricantes de calcetines.
Su gesto pareció convincente, porque Emma se rio.
– Puede ser que tenga razón. A mí no me importaría tener que comprarle los calcetines a mi hombre. Pero desgraciadamente él tiene una esposa que se daría cuenta.
– ¡Oh! ¿Sí? ¿Se daría cuenta de que hay calcetines extraños en la lavadora?
Sí, ella se daría cuenta, pensó Abbie.
– Ni siquiera puedo tener cosas suyas en mi casa. Podrían mezclarse fácilmente.
– Supongo que sí -Abbie casi se sonrojó.
Pero al parecer había gente que no tenía el más mínimo problema en hablar de sus intimidades con un extraño. Sobre todo debía ocurrir cuando hubiera ciertas limitaciones en ese sentido para hablar con los familiares o los amigos. Pero de lo que menos quería hablar con aquella mujer era «de la esposa de su hombre».
Abbie miró el cochecito.
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