– Un bebé es algo más personal que un par de calcetines -dijo haciendo un esfuerzo. Pero tenía que estar segura-. Es el regalo más grande del mundo.

– Es lo que él dice -la mujer sonrió, escondiendo en su sonrisa un sinfín de secretos, y tocó los dedos del bebé-. Y aunque él me deje algún día, yo tendré a esta criatura, que es su hijo.

– ¿Cuánto tiempo tiene? -le preguntó Abbie.

Los celos la quemaban por dentro.

– Doce semanas -la mujer acarició el pelo negro que asomaba la cabecita del bebé-. Nació después de Semana Santa.

Cuando Abbie había estado en África, en un campo de refugiados. ¿Habría estado Grey con aquella mujer, tomándole la mano, animándola en el trabajo del parto? ¡No! Su corazón se rebeló. No era posible.

Se inclinó hacia el cochecito, tapándose la expresión atormentada con el pelo que le caía por delante de la cara. Cuando vio al niño dormido de cerca, se puso lívida.

– Es hermoso -dijo Abbie con una voz que parecía venir de un lugar muy lejano.

Era tan hermoso como lo había sido su padre de pequeño.

Abbie recordó el momento en que había visto sus fotos de pequeño, cuando habían limpiado y ordenado la casa de su padre, hacía un año. Grey había sido un bebe de ojos brillantes y lleno de rizos.

Y el niño que tenía delante podría haber sido su hermano mellizo.

– ¿Cómo se llama? -preguntó ella. Se alegraba de no dar un grito de dolor y poder seguir conversando con la mujer.

– Matthew.

– ¿Matthew?

No se llamaba Grey. Al menos no le había hecho eso. Pero le alcanzaba con lo demás.

Matthew Lockwood. Fundador de Lockwood, representante de Verjas y Praderas. El padre de Grey, su querido y amable suegro, que había muerto hacía un año. El niño llevaba su nombre.

– Es un nombre muy bonito -dijo enseguida-. Su…

¿Cómo lo llamaría? ¿Amigo? ¿Amante? Se negaba a ponerle ese nombre.

– Debe de estar muy contento.

La mujer se inclinó hacia el niño y tocó al bebé. Éste le apretó el dedo con su manita.

– Sí, está loco con el niño. Lo ve siempre que puede. Pero no es fácil para él -se encogió de hombros-. Su esposa jamás le concedería el divorcio.

Abbie se enfadó.

– ¿No le daría el divorcio? -preguntó, irritada.

Ahora sabía con seguridad que Grey la estaba engañando. Tenía una amante desde hacía por lo menos un año. Y en cierto modo también estaba engañando a aquella mujer, con sus mentiras. ¿Cómo se la habría descrito? ¿Sabía la madre de su hijo que cuando él dejaba su cama, cuando volvía a su casa, le hacía el amor a su esposa dulcemente? ¿Como si no existiera otra mujer para él?

Pero no era la única mujer. ¿Cómo podía hacer eso él? El hombre al que amaba, al que creía conocer, se había convertido de pronto en un extraño. Un extraño que podía sonreírle como si su corazón le perteneciera por entero, que podía decirle que la amaba, con el sabor de los besos de aquella mujer aún en los labios. Aquella idea era como un cuchillo en su corazón. ¿Cómo no había sospechado antes todo aquello? ¿Cómo no había visto el engaño en sus ojos?

Sólo la rabia la hacía fuerte como para estar allí con Emma, con la cabeza alta, dispuesta a saber hasta dónde llegaban las mentiras de Grey.

– ¿Y le ha pedido el divorcio a su esposa?

La mujer se encogió de hombros y sonrió brevemente.

– Yo no se lo permitiría. Un divorcio difícil le traería demasiados problemas. Con su trabajo -tomó la mano del bebé distraídamente, y miró a lo lejos para disimular las ganas de llorar-. Y no podemos permitir que papá pase por todo eso, ¿no, cariño? -le dijo la mujer al niño. Y el bebé le sonrió tiernamente.

Era una pesadilla. Una pesadilla de la que no podría despertar. Pero Abbie prefirió seguir adelante. Cuanto más la hiriese el cuchillo, mejor. Sería mas fácil odiarlo, algo que antes le parecía imposible.

– El divorcio no le interesa, ¿de verdad? -insistió ella. Luego agregó-: A no ser que él sea su médico…

– ¡Oh, no! -exclamó Emma, horrorizada-. Él es… -dudó un momento, como si no debiera decir su profesión. -Él es abogado.

– ¡Ah! Comprendo.

Ya no había dudas. Se había cerrado toda posibilidad de escapatoria.

Uno de los socios de Grey había sido obligado a renunciar a su puesto por haber tenido un lío con una de sus clientes.

Miró la mano de la mujer que tocaba los deditos del bebé. Tenía una marca. Como si alguna vez hubiera usado una alianza. ¿Habría conocido así a Grey? ¿Llorando la separación de su marido en su oficina?

¡Imposible no ofrecer a una criatura hermosa como aquélla un hombro donde llorar! ¡Qué fácil le había sido involucrarse emocionalmente con alguien cuando su mujer estaba de viaje!

– No me importa, realmente. Yo sabía desde el principio que él no la dejaría nunca, y lo acepté. Por lo menos tengo a Matthew.

– Tal vez se solucione -dijo Abbie, débilmente-. No debe perder las esperanzas. Las cosas pueden cambiar.

– ¿Le parece? A veces sueño con ello -Emma sonrió suavemente-. A veces podemos estar juntos un rato y fingir que somos una pareja como todas. Él tiene una cabaña en el campo, que comparte con su hermano. Están muy unidos. Su hermano nos ha apoyado siempre y nos deja que la usemos…

Emma miró el reloj y se puso de pie.

– ¡Es tarde! Tengo que irme. Pronto será la hora de comer de Matthew -Emma quitó el freno del cochecito, luego se detuvo a mirar a Abbie. Y le preguntó, preocupada al ver su cara-: ¿Se encuentra bien? Está muy pálida-. ¿Quiere tomar algo? Tengo un bote…

– ¡No! -ella hizo el esfuerzo de recomponerse-. De verdad, estoy bien. Gracias.

Un comportamiento muy civilizado. Ella debería haberle arrancado los ojos a la mujer. Pero, ¿qué ganaría con eso?

Emma sonrió dudando.

– ¿Está segura de que se encuentra bien?

– No haga esperar a Matthew -dijo Abbie, forzando una sonrisa.

Durante breves instantes, Abbie permaneció en el mismo sitio mirando a Emma alejarse con el cochecito bordeando los canteros de flores. Luego ella también se puso de pie y se fue, dejándose olvidadas las bolsas de las compras en el banco.


Llegó a casa algo más tarde de las tres. Tenía tiempo suficiente para asegurarse de que no había dudas.

No es que le hiciera falta salir de dudas, pero necesitaba más pruebas en papeles.

Miró las tarjetas de crédito, y comprobó cada uno de los movimientos. Abril. Había una factura de gasolina justo en la frontera con Gales al día siguiente de viajar ella a África. También una factura de un supermercado en Carmarthen. Ella y Grey habían comprado allí la última vez que habían estado en la cabaña.

Mayo. ¿Dónde había estado ella en mayo? Dos días en el Mar del Norte. Más gasolina. Otro pago de supermercado. ¿Qué habría encabezado la lista del supermercado? ¿Pañales?

Junio. Otro viaje a Gales. Cada papel era como una cuchillada para ella.

La cuenta de julio no había llegado todavía. Pero había papeles que probaban su mentira. El día que le había dicho a ella que había estado en Manchester por motivos de trabajo, había llenado el tanque de gasolina cerca de Cardiff. Recordó que él había estado usando vaqueros el día que ella había llegado de Karachi; recordó también el olor a madera quemada en la ropa. La cabaña. Sintió que la tristeza iba a poder con ella. Y se aferró al escritorio. Entonces respiró hondo, y se esforzó por continuar. No había tiempo para la tristeza. De momento. Puso el archivador nuevamente en el estante y sacó uno que tenía los movimientos de la cuenta personal de Grey.

No se había molestado ni en disimular sus transacciones. Había pagos de una misma cifra durante los últimos tres meses. Y al recordar el sobre que Grey le había entregado a Emma en el parque, presumiblemente ella habría sido testigo de la entrega de otro pago de aquéllos ese día en el parque. También había una carta del banco de hacía dos días, en la que le confirmaban que habían abierto una cuenta a nombre de Matthew Harper, con el dinero obtenido con la venta del Degas.

Ella le había preguntado qué había pasado con el cuadro. Él le había dicho que lo había vendido para ayudar a salir a Robert de una difícil situación económica. Y ella le había creído.

Capítulo 3

Abbie se quedó sentada durante un rato largo, pensando en la posibilidad de venganza. ¿Por qué no?

Ella podía arruinar la carrera de Grey, y también la de su hermano. Podía manchar el nombre de su familia. Una sola llamada a Steve y todo el engaño y las mentiras aparecerán en la primera página del periódico. No porque a la gente le importase la vida de Grey o la suya, sino porque le importaba la de Robert.

Y hacer daño a Robert sería hacerle daño a Grey. Y ella quería hacerle daño. Quería que supiera lo que era sentirse traicionada.

Ella sabía perfectamente a quién llamar para hacer el mayor daño posible. Y tenía todo el derecho del mundo a hacerlo.

El timbre del teléfono interrumpió sus pensamientos. ¿Sería Grey? ¿Cómo se comportaría al hablar con él? ¿Civilizadamente?

Saltó el contestador automático. Al escuchar la grabación de Grey, con su cálida voz pidiendo que dejasen el mensaje, una lágrima se resbaló por su rostro.

Después del pitido se escuchó:

– ¿Grey? ¿Me escuchas? -era la voz petulante de Susan Lockwood-. ¡Más vale que me estés escuchando!-Susan suspiró profundamente para echar el veneno-. Será mejor que le digas a tu hermano que no puede evitarme por tiempo indefinido. Si no está en casa este fin de semana, llamaré a los periódicos. Les diré que…

Abbie se tapó los oídos para no escuchar las amenazas de su cuñada. Era horrible, una pesadilla. ¡Y pensar que hacía cinco minutos ella había sentido lo mismo que Susan! Había tenido ganas de herir a todos, porque a ella la habían herido.

Cuando Susan terminó con las protestas e insultos, Abbie hundió la cabeza entre sus brazos. Nunca jamás, se prometió, se transformaría en una mujer amargada, a quien no le importase arruinar su vida y la de todos los que la rodeaban con tal de conseguir que su marido permaneciera a su lado, aunque él no pudiera aguantar siquiera estar en la misma habitación con ella.

Ella amaba a Grey. Ser su esposa había sido lo más hermoso que le había ocurrido en su vida. La había engañado, pero los tres años que habían compartido estaban llenos de maravillosos recuerdos. Era lo único que le había quedado de él. Y los necesitaría para darse fuerzas en los tristes días que iba a vivir.

De haber sido una lucha directa entre ellos dos, habría sido más fácil. Habría luchado con todas sus fuerzas para no perder al hombre que amaba más que a nada en el mundo.

Pero la imagen de una mujer morena, la quintaesencia de la femineidad, inclinada tiernamente sobre su bebé, se cernía sobre ella.

Le dolía en el alma, pero ese niño necesitaba a su padre más de lo que ella necesitaba un marido. Y había más de una manera de amar a alguien. A veces amor significaba ser capaz de renunciar.

Abbie descolgó el teléfono y marcó un número.

– ¿Steve? Soy Abbie. En relación con aquel trabajo que me ofreciste en América. ¿Sigue en pie la oferta?


Grey llegó a casa con las rosas que ella lo había visto comprar en el puesto. Ella nunca se había imaginado que podía ser tan cruel. Pero tampoco se le había ocurrido que podía mentirle con tanto descaro. Y él no sabía que ella lo había visto tocando a su hijo, y luego cruzar la calle para comprarle flores a su esposa. En ese momento había estado a punto de dejar escapar las lágrimas.

– ¡No! -exclamó ella, apartándose cuando él fue a abrazarla.

Si él la tocaba sería incapaz de ocultar el dolor.

– Tengo las uñas recién pintadas.

– Puedes volver a pintártelas -le dijo él con una sonrisa que ella conocía bien. La que solía usar para invitarla al amor. Y en circunstancias normales las uñas pintadas no le habrían hecho rechazar su incitación.

– No tengo tiempo -dijo ella, moviéndose para evitarlo. Abbie le hizo señas con la cabeza hacia su bolso preparado en la entrada-. Steve me llamó hace una hora. Viajo a Houston en un vuelo esta noche. Ha habido un incendio causado por un pozo de petróleo en Venezuela. Voy a cubrir la noticia con todo el equipo.

Grey tensó el rostro y dejó las flores encima de la mesa de la entrada.

– ¿Me has avisado con poco tiempo, no crees? Y llevas más equipaje de lo habitual -dijo él al ver la maleta preparada al lado de su bolso de viaje.

Ella no había pensado que su viaje suscitaría una discusión. Pensaba que él se alegraría de que ella se fuera.

– No me van a esperar para que yo me ocupe de mi vida privada -dijo ella, mirándose en el espejo, y acomodándose un mechón de pelo que se le había soltado. Luego se arregló el cuello de la camisa. Se estaba dando tiempo para recomponerse internamente-. Y el trabajo encaja justamente con la oferta de Estados Unidos. Me quedaré allí, y haré el otro trabajo a continuación.