Él no dijo nada.

– Así que necesitaré más ropa de la que llevo normalmente…-añadió Abbie.

– Vas a estar fuera seis semanas. O más… -Grey frunció el ceño-. Pensé que nos iríamos un par de semanas juntos en agosto.

– ¿Irnos? Me has dicho que la cabaña estaba ocupada -no podía mirarlo.

– No es el único lugar del mundo. Olvídate de los hombres del petróleo, y vayamos nuevamente a las Maldivas.

Cuando él le tocó los hombros ella casi saltó. Grey la miró a los ojos por el espejo.

– Aquello te encantó.

El lugar no le había importado. A ella le había encantado porque había estado con el. Porque él la había amado allí.

– Yo… No puedo -dijo ella.

– ¿No puedes? ¿O no quieres? -protestó el.

Ella se volvió hacia el y le dijo:

– ¿Vas a hacer de marido pesado, Grey? -tenía un nudo en la garganta, pero lo disimulaba-. Tú has sido quien ha dicho que si no estaba dispuesta no me convertirían en una estrella del periodismo -él le quitó las manos-. No pareció importarte en ese momento.

– Estaba cansado. No podía pensar claramente -dijo Grey, poco convencido.

Ella tendría que insistir.

– Venga, Grey. Un año mas, y podré elegir yo los trabajos. He trabajado mucho para llegar donde estoy. No ha sido fácil y no voy a tirar todo por la borda ahora.

– Lo sé mejor que nadie. Pero no quiero que te vayas de este modo, corriendo. Puedes alcanzar a tus hombres más tarde. Pienso que necesitamos compartir un poco de tiempo juntos antes de que te vayas. Tenemos que hablar.

¿Cómo se atrevía a ponérselo tan difícil cuando ella estaba intentando hacérselo fácil?

– ¿Tienes idea de lo que me estás pidiendo? Si no estoy allí con ellos… Si llego tarde, no habrá reportaje.

– ¿Y eso es tan importante?

– ¿Qué estás diciendo? -Abbie se rio forzadamente.

¿Por qué no aprovechaba él la oportunidad que le estaba brindando?

Después de todo lo que había vivido su hermano, no le resultaba extraño que temiera que ella pudiera causarle problemas, que intentara contentarla, incluso que le hiciera el amor aunque no lo sintiera verdaderamente. La llamada de Susan la había ayudado a comprender. Bueno, así Grey sabría que era libre, pero él lo estaba haciendo muy difícil.

Ella podría haberse ido sin decirle nada, y al regresar del trabajo él no la habría encontrado. Y no volverlo a ver. O podría haber discutido con él, y haberlo enfrentado con la realidad descubierta por ella. Pero él era un hombre que no dejaba las cosas a medias. Y la hubiera perseguido hasta el fin del mundo para aclarar las cosas probablemente.

– Por supuesto que es importante. No me volverían a dar otro trabajo. ¿Y entonces qué haría yo? -dijo ella.

– Puedes quedarte en casa. La semana pasada estabas desesperada por tener un bebé.

– Tú no estabas muy entusiasmado con la idea, por lo que recuerdo -dijo ella amargamente.

Darle la libertad era el último regalo de su amor hacia él. No estaba envuelto en papel de regalo, sino en palabras hirientes, para que tirasen abajo el castillo de naipes que había sido su matrimonio. Ella le estaba dando la libertad de irse sin culpa. La culpa no sería un buen comienzo para una nueva vida, una vida que él habría iniciado en un momento de pasión, o de amor, daba igual. Ella había puesto su profesión per delante de su matrimonio y en cierto modo, tenía parte de responsabilidad en lo que había pasado.

– Tenías razón. Siempre tienes razón. Fue una subida de hormonas simplemente -miró su reloj-. Supongo que no sirvo para ser madre, después de todo.

– No te creo -le dijo Grey, y le sujetó el brazo cuando ella pasó a su lado-. ¿Que ocurre, Abbie? -le preguntó enfadado.

– ¿Que qué está pasando? -Abbie fingió una risa despreocupada, pero no le salió bien-. ¡Grey! ¡Me estás haciendo daño! -protestó ella.

– Algo pasa. ¡Dímelo!

– ¡No! -gritó ella-. No -repitió-. Simplemente tengo prisa. Me temo que no tengo tiempo…

– ¡Para ya! ¡Por el amor de Dios, mírate al espejo!

– Grey le dio la vuelta de modo que los dos quedaron frente al espejo.

Tenía los ojos húmedos de ganas de llorar.

– Dime, Abbie -él la sacudió suavemente-. No te iras hasta que me digas lo que ocurre.

– ¿Y co… cómo vas a detenerme? -preguntó ella desafiante. Pero sus palabras sonaron huecas.

Él se rio.

– No te hace falta preguntar, Abbie. Lo sabes bien -Grey levantó la mano y le acarició la mejilla con el dorso.

Ella se estremeció.

– Toma un vuelo más tarde, Abbie. No sería la primera vez que lo haces, ¿no? -murmuró él, y le empezó a desabrochar la camisa-. ¿Te acuerdas?

¿Cómo se iba a olvidar?

Hacía diez días que se habían conocido. Él había llegado a su piso cuando ella se estaba preparando para viajar a París. Y ella lo habría hecho aún si él no se hubiera decidido a ayudarla a arreglarse. Apartó los turbadores recuerdos de su mente.

– Grey, no -le rogo ella, desesperada por pararlo cuando todavía ejercía control sobre sí misma-. Por favor, el taxi llegara en cualquier momento.

– El taxi puede esperar -le dijo él, deslizando una mano debajo del tirante del sujetador, acariciándole el pecho, y jugando con su pezón erecto.

La mente de Abbie, segura de lo que quería hacer, protestó en silencio. Pero su cuerpo rechazaba escuchar sus palabras, y se aferraba al cuerpo de Grey con naturalidad, mientras la insistente boca de él la hacía su esclava. Ella no podía responder de sus actos cuando estaba en sus brazos. Nunca había podido.

El timbre de la puerta los devolvió a la realidad.

– No quiero que te vayas, Abbie -le dijo él mirándola a los ojos.

Y le podría haber creído, de no ser porque de pronto vio una pequeña mancha de carmín en la solapa de su traje y recordó que unas horas antes otra cabeza se había apoyado allí, cuando el había abrazado brevemente a la madre de su hijo.

– Si alguna vez me has amado, Grey, déjame marchar. ¡Por favor!

– Si alguna vez… -él la miró como si ella le hubiera pegado.

Y la soltó tan repentinamente, que ella tuvo que apoyarse en la mesa de la entrada, tocando el ramo de rosas que había dejado anteriormente allí. Se lastimó con una espina. Luego manoteó los botones de su camisa para abrocharla, dejando una mancha mínima de sangre en la tela blanca.

Volvió a sonar el timbre. Abbie se alegró de la interrupción. Fue hacia la puerta.

– ¿Puede ayudarme con esta maleta? -le preguntó al taxista-. Yo llevaré la otra -recogió el bolso de lona y se dio la vuelta hacia Grey. Pero él no estaba en la entrada en ese momento. Ella sintió ganas de gritar desesperadamente la agonía que estaba viviendo, pero enseguida apareció Grey. Le tomó la mano y le puso una pequeña tirita en el pulgar herido. Y eso fue peor aún.

Grey se llevó la mano a la boca, y le dio un beso en la punta del pulgar.

– Cuídate, Abbie -le dijo-. Llámame para que sepa que has llegado bien.

Se inclinó para besarla, pero ella se apartó antes de que pudiera tocarla, así que decidió bajar las escaleras corriendo sin decir una palabra, para poder disimular el desgarro que sufría por dentro.


Abbie tenía calor. Había llegado a Atlanta con la esperanza de que sus sentidos se vieran asaltados por el perfume de las magnolias y por las hermosas mansiones del sur. Pero se había encontrado con los típicos rascacielos de una ciudad moderna, lo mismo que si hubiera ido a Nueva York.

Hacía mucho calor. Estaba escribiendo sus últimas impresiones acerca de la ciudad, y había decidido que no se permitiría una ducha fría hasta no haber terminado el trabajo.

Un golpe en la puerta distrajo su atención.

– ¿Quién es?

– Soy yo -dijo una voz profunda.

Sobresaltada, ella acudió a abrir.

– ¡Steve! ¿Qué estás haciendo aquí?

– El director de reportajes quiere demostrar que aún es capaz de jugar cinco sets al tenis -sonrió-. Alguien tiene que hacer su trabajo -se encogió de hombros Steve.

– ¡Qué noble eres! Además del sentido del deber, te ofreces voluntariamente. -dijo ella cínicamente-. ¿Y quién está en tu puesto?

– Estamos en una época de poco trabajo, Abbie. Me iba a ir de vacaciones.

– ¡Qué justo!

– Estoy aquí para trabajar -protestó Steve-. Pensé que te alegrarías de verme. ¿No vas a invitarme a pasar?

Consciente de que no llevaba más que una bata de seda, Abbie se encogió de hombros un poco incómoda, pero lo hizo pasar.

– ¿Quieres beber algo frío? -le ofreció.

– No, gracias. Pero no me importaría darme una ducha. Mi habitación no está lista hasta dentro de una hora y estoy a punto de derretirme.

Abbie miró el reloj.

– Tienes diez minutos -le dijo, indicándole dónde estaba el baño-. Después tendrás que buscar a otra persona para perder el tiempo. Tengo una cita.

– De acuerdo. Iré a buscar las cosas al coche -Steve no pareció desanimarse con la actitud poco entusiasta de Abbie.

Unos minutos mas tarde, mientras Steve se duchaba, Abbie terminó de hacer sus últimas anotaciones.

Entonces golpearon nuevamente a la puerta. Y volvieron a golpear con insistencia.

– ¡Un momento!

Pero cuando fue a abrir el cerrojo, la puerta se abrió y Abbie encontró la alta figura de Grey detrás de ella.

– ¡Grey! -dijo ella-. Yo… No esperaba que… ¿Cómo me has encontrado?

– ¿Te estabas escondiendo, Abbie? Me daba esa impresión.

– Yo… um…

No se estaba escondiendo exactamente. Le había dado la libertad a Grey y pensaba que él la iba a abrazar. Pero en cambio, estaba allí, en la habitación del motel, con una mirada tan excitante como terrorífica. Sus pechos se irguieron debajo de la seda fina de la bata. Tenía las mejillas encendidas. Le hubiera gustado apretarse la bata contra su cuerpo para protegerse, pero hubiera sido peor.

– No me llamaste por teléfono.

– Los pozos petroleros de Venezuela no tenían muchas comodidades como para hacer llamadas personales -empezó a decir ella, pero al parecer él no estaba interesado en las excusas.

– Al principio pensé que querías hacerme sufrir porque te había presionado para que te quedases conmigo. Quiero decir, ¿qué otra razón podía haber para que hicieras eso? Y pensé que si pasaba algo, el periódico se pondría en contacto con vosotros rápidamente. El amable Steve seguramente me hubiese llamado personalmente.

Steve. Ella intentó no mirar hacia el cuarto de baño. La ducha había dejado de sonar. Si oía la voz de Grey, ¿se quedaría en el baño Steve?

– Pero después de una semana, pensé que tu reacción era desmedida, así que llamé al periódico y le pregunté a la querida, y amable secretaria de Steve el número de teléfono para ponerme en contacto contigo. Me dijo que andabas de aquí para allá, que si quería te pasaría el mensaje. Entonces decidí que ya que habíamos cancelado nuestras vacaciones podríamos pasar quizás unos días juntos en el sur. Quería saber cual era el mejor momento para venir. Me dijo que te diría que me llamases.

Abbie abrió la boca asombrada. Grey estaba enfadado. Se le notaba que estaba furioso, aunque lo disimulase.

– Pensé que ella te habría dado el mensaje, pero tú no me llamaste. En lugar de una llamada de mi esposa, recibí esto -sacó una carta del bolsillo de su chaqueta y la dejó sobre la mesa al lado de ellos-. Creí que después de tres años de matrimonio, por lo menos merecía una explicación. No la carta de una extraña que me informaba que mi mujer había pedido el divorcio por haberse roto nuestro matrimonio. ¿Me quieres decir cuándo se ha roto nuestro matrimonio? Porque yo no me he enterado.

Ella negó con la cabeza, incapaz de hablar.

– ¡Háblame, Abbie! -le dijo con voz cortante-. ¡Por el amor de Dios! No voy a… Háblame, Abbie, simplemente. Yo no soy tan irracional, ¿no? Nosotros jamás hemos escapado de nuestros problemas -él dio un paso hacia Abbie. Al ver que ella también se iba alejando, se detuvo, y se paso la mano por el pelo.

– Si se trata del tema de tener un hijo… -se interrumpió al ver en la expresión de Abbie que había tocado un punto especialmente sensible-. O sea que se trata de eso -Grey pareció aliviado momentáneamente-. Lo siento, Abbie. De verdad. No tuve la sensibilidad necesaria para escucharte. Pero si es importante para ti, podemos solucionarlo.

– ¿Solucionar algo? -preguntó ella como pensando en voz alta.

¿Quería que ella volviera con él? ¿Estaba dispuesto a seguir con su doble vida y animarla a tener un hijo?

– Los últimos meses han sido muy difíciles -continuó Grey-. Has estado fuera mucho tiempo, y he tenido muchos problemas…

Grey se acercó a ella y le rodeó la cintura, luego le acarició la mejilla.

– Dímelo, Abbie -murmuró-. No me dejes así.

Era insoportable. Porque aunque habían estado separados más tiempo, siempre había estado la promesa de volver a estar juntos. Y ahora verlo así, con esos ojos, y esas manos sobre su piel.