Ella había pensado que una vez que se hubiera marchado al otro lado del Atlántico, él empezaría una nueva vida con Emma, pero no había sospechado que podría ir a pedirle explicaciones.

Abbie se puso rígida.

– No debí irme de ese modo. Lo siento, Grey. Pero tienes razón. He estado fuera mucho tiempo. La última vez que volví de viaje las cosas no funcionaron muy bien entre nosotros. Supongo que nos hemos ido distanciando. Y pensé que sería más fácil así…

– ¿Más fácil? -repitió Grey. ¿Salir huyendo?

Él le sujetó los hombros, como si fuera a sacudirla. Pero se reprimió.

– No te creo, Abbie. Tú no eres así de cobarde. Si has pensado que sería más fácil para mí, te diré que te has equivocado.

Había sido tan duro levantarse después del golpe, empezar a trabajar cuando lo único que había tenido ganas de hacer era morirse. Pero no estaba hecha de esa naturaleza. Él la había acusado de quererlo todo. Bien, había descubierto de una forma muy dura que no se podía tener todo.

Pero todos los días se había levantado. Todos los días se había puesto maquillaje, y las mejores ropas, y había hecho frente a la vida. El trabajo era su vida. Y esa historia le valdría para resguardase.

– Quería una separación limpia, Grey. Estoy en América. Tenías razón. No puedo tener una profesión, esta profesión, y tener un matrimonio. Tú necesitas más de lo que yo puedo ofrecerte.

– ¿Has decidido eso? ¿Tú sola? Tal vez tenga que recordarte los años que hemos pasado juntos -le dijo él con sus ojos marrones llenos de rabia.

Al moverse Grey, rozó el cinturón de la bata de seda, y ésta se abrió traicioneramente, dejándola indefensa delante de los ojos de Grey. El extendió sus manos hacia ella, y la rodeó por la cintura estrechándola.

La miró a los ojos y le dijo:

– ¿Qué dices, Abbie?

– ¡Oh, venga, Grey! Nos lo hemos pasado bien, pero cada vez pasaba más tiempo fuera de casa. Necesitas más que eso. Te mereces más…

Terminó de hablar con un hilo de voz. Y supo que estaba a punto de traicionarse a sí misma. No quería que él se sintiera culpable. Quería que se fuera de su lado sin cargo de conciencia. Era el último regalo que le haría. Un regalo de amor.

– Yo… Lo siento, Grey. Simplemente no te amo ya.

– Mientes, Abbie -la miró fríamente.

– ¿Que miento? ¿Por qué? ¿Es que tu ego no puede soportarlo? Quería que las cosas fueran lo mas suaves posibles, pero si quieres que te diga la verdad…

No le salía la mentira.

– La verdad es que los periodistas somos como un clan. Usamos los mismos hoteles. Te encuentras con viejos amigos, tomas una copa con alguien… Bueno y a veces algo más que una copa. Y… simplemente, ocurren cosas.

– ¿Sí? ¿Y luego vas corriendo a casa y le dices a tu marido que quieres tener un niño, no?

Grey no le creía. Le había insinuado que a veces tenía aventuras en hoteles con cualquiera que andaba por allí. Pero no le había creído. Él estaba furioso con ella. Tenía ganas de matarla. Pero no le creía. Ella se alegraba por un lado, pero necesitaba que creyese sus mentiras.

– Pensé que si tenía un niño, si no tenía que irme fuera nuevamente, las cosas se arreglarían.

Hubo un silencio cortante.

Ella se atrevió entonces a mirarlo. En el rostro de Grey había una expresión de horror. Pero no había vuelta atrás.

– Luego cuando volví a la oficina…

Él la miró de una forma extraña y se apartó. Y ella comprendió que estaba a punto de lograr su objetivo. A punto de que él la odiase. Sería fácil a partir de ese momento.

Se acercó a él. Y le rodeó el cuello con sus brazos, y se apretó contra él.

– Pero el sexo contigo ha sido estupendo, Grey -murmuró, sintiendo pena en su interior-. Si quieres una última oportunidad, por los viejos tiempos…

Grey la apartó. En ese momento se oyó el clic del cerrojo de la puerta del cuarto de baño. Grey alzó la cabeza con curiosidad.

Ella se dio la vuelta y descubrió a Steve, que salía del baño con el pelo rubio mojado por la ducha, envuelto sólo en una toalla.

Grey la miró.

– Ya veo. Por lo visto he sido un estúpido -Grey le cerró la bata, y le ajustó el cinturón antes de apartarse de ella. Luego se acercó al hombre que acababa de salir del cuarto de baño.

– Abbie estaba intentando protegerte desesperadamente, ocultándose entre un montón de supuestos amantes, y haciendo lo imposible por librarse de mí. Si hubieras tardado dos segundos más, lo habría logrado.

Ella se horrorizó ante la idea, pero no dijo nada.

Steve no se movió.

– Venga, pégame -lo invitó Steve-. Ya me imagino los titulares: El hermano del ministro en el Motel Brown.

En ese momento Steve recibió un puñetazo en la barbilla que lo mandó nuevamente al cuarto de baño.

Entonces Grey le dijo:

– Que tengas un buen día.

Y se fue sin mirar a Abbie.

Ella se quedó inmóvil un momento, incapaz de decir o hacer nada.

El dolor de la pérdida era insoportable. Aunque ella hubiera hecho lo posible para que Grey se fuera. Pero el desgarro en su corazón era más terrible que cualquier dolor físico.

Sintió un zumbido, el latido de su sangre en los oídos, cada vez más fuerte, galopando cada vez más deprisa.

Entonces se desmayó.


Cuando abrió los ojos estaba mirando el techo. No sabía dónde estaba. Sintió un paño húmedo y frío en la frente, y entonces descubrió a Steve a su lado, mirándola.

– Te has desmayado, Abbie. Quédate quieta un momento.

De pronto comprendió.

– Por favor, no publiques esto en el periódico.

Steve no contestó.

– ¿Steve, lo harás por mí?

– ¿Por qué no? -luego dijo más calmado-. Después de lo que te ha hecho pensé que te darías el gusto de verlo…

– ¡Por favor! No podría soportarlo.

– Cualquier mujer en tu lugar habría aprovechado la más mínima posibilidad de vengarse del hombre que la traicionó. Y como guinda del pastel, metería al gobierno entero en un brete.

Ella negó con la cabeza.

– ¿No? ¿Por qué eres tan noble?

– Yo… No espero que me comprendas.

Steve se encogió de hombros.

– Tal vez comprenda más de lo que crees -se rascó la barbilla. Y luego se sentó al borde de la cama-. Debe haber sido una buena sorpresa encontrarme en tu habitación después de haber hecho semejante viaje para estar contigo. Es un poco raro, ¿no? Si tiene una esposa suplente…

Steve no iba a tranquilizarla. Ella podía imaginarse los motivos que habían llevado a Grey. Grey se estaría cubriendo. Era un modo de decir ante el juez, a la hora del divorcio, que había hecho todo lo posible para salvar su matrimonio. O tal vez realmente quisiera seguir como estaba antes, con dos mujeres. Pero no era posible.

– Será mejor que te cure esa herida -le dijo Abbie a Steve, poniéndose de pie abruptamente-. Siento haberte mezclado en esto -ella se sentó a su lado y le puso hielo en la herida.

– Sí. Bueno. Me está bien empleado por meterme en el cuarto de baño de otros, supongo. Los nudillos de Grey deben dolerle como a mí el mentón. Pero al menos te tengo a ti para los primeros auxilios. Puedes contar conmigo -Steve le puso el brazo alrededor de los hombros-. ¿Lo sabes, Abbie, no?

Abbie se quedó sorprendida. Luego se dio cuenta de que el tono de Steve parecía ofrecerle algo más que un hombro sobre el que llorar. Y no podía culparlo.

Era un hombre atractivo, y la mayoría de las mujeres habrían aceptado gustosamente el consuelo de sus brazos. Pero había habido un solo hombre en su vida.

Abbie se apartó del abrazo de Steve y se quedó de pie a una distancia segura de él. Luego lo miró.

– Lo siento, Steve. Pero me temo que es hora de que te vayas a tu habitación.

Steve se puso de pie y se encogió de hombros.

– Por supuesto. Tú has dicho que tenías una cita. Si no te encuentras bien, puedo reemplazarte si quieres.

– No, gracias. Será mejor que te quedes en tu habitación, con el hielo en la barbilla.

Capítulo 4

Polly abrió la puerta impetuosamente, tiró la mochila del colegio y preguntó:

– ¿Abbie?

– ¿Han llegado tus cosas?

– ¡Sí! -contestó.

Al ver las cajas de cartón en el estudio, Polly dijo:

– ¿Puedo ayudarte a deshacer las cajas?

Abbie miró lo que quedaba de su matrimonio.

– No merece la pena. Tendría que volver a hacerlas cuando encuentre un piso -dijo Abbie con poco entusiasmo.

– Pero eso puede llevarte meses -contestó Polly.

Polly era una chica de diecisiete años y decía las cosas muy directamente, tanto, que no era fácil aceptarlas, aunque tuviera razón.

– Espero que no. Yo… Bueno, estaré aquí mientras tus padres estén fuera.

Pero el término que había empleado la madre de Polly para referirse a Abbie había sido el de «canguro».

– Tu madre es una amiga muy querida, pero no me quedaré aquí de visita permanentemente.

– Bueno. Necesitarás tu ordenador -le señaló Polly-. Es lo que has dicho.

– ¿Sí?

La verdad era que no tenía ninguna gana de revolver entre las cosas que Grey le había enviado, y de las que él había hecho un minucioso inventario que le había hecho llegar por medio de su abogado.

Abbie suspiró. Hacía seis meses que lo había abandonado. ¿Sería tiempo suficiente para curar las heridas de su corazón?

Ella se había inmerso en su trabajo, que le había llovido después del reportaje de Karachi. El trabajo la había ayudado a ir suavizando el dolor. Pero unas cajas habían bastado para que la herida se volviera a abrir profundamente.

Sintió ganas de llorar.

– ¿Abbie? -la voz de Polly parecía haber perdido su seguridad-. ¿Estás bien? No he querido molestarte…

– ¿Molestarme? -Abbie hizo un esfuerzo por tragarse las lágrimas. Y recogió la lista del contenido de las cajas, escrita con la letra de Grey. Sus libros, sus carpetas, su ropa; las figuritas chinas que habían sido regalo de cumpleaños, aniversarios, lunes aburridos, miércoles felices; cualquier excusa era buena para que Grey le comprase algo que sabía que a ella le gustaba. Cosas que ella amaba, cosas a las que temía enfrentarse. Todas cuidadosamente apuntadas.

– No, por supuesto que no me has molestado. Y tienes razón. Necesito el ordenador, y más ropa de invierno.

La decisión estaba tomada. Tenía que ser fácil. Su ordenador era una herramienta de trabajo. No debía mezclarla con lo emotivo. Pero cuando había empezado a trabajar con ordenador muchas veces había acudido a Grey para que la ayudase. Él se había inclinado sobre el aparato y había presionado alguna tecla mágica y todo había vuelto a su sitio. Él siempre había sabido cuales eran los botones mágicos. Le parecía incluso oírle reír…

– «Imprimir», está ahí, ¿ves? Es fácil -le decía en aquellos momentos.

Abbie tragó saliva. Tenía un nudo en la garganta.

– ¿Cuál es la caja de la ropa? -preguntó Polly mirando alrededor.

– Ésa.

Se alegraba de que Grey hubiera hecho una detallada lista de los contenidos. Así evitaría encontrarse con la sorpresa de algún recuerdo inesperado, que rompiera la coraza que se había construido alrededor.

Pero la vida no era así de previsible.

Polly levantó la tapa de una de las cajas y pudo entrever un álbum de fotos. ¿Lo había hecho a propósito? ¿Lo habría encontrado Emma y lo habría metido allí sin decírselo? Daba igual. El shock fue el mismo.

– Me encanta ver fotos de otra gente -dijo Polly, hojeándolo-. ¡Oh! ¡Estás fantástica en bikini, Abbie! ¿Dónde estás aquí?

– En las Maldivas -no necesitaba mirarla. Conocía muy bien el álbum. Se habían sacado fotos tontas el uno al otro con expresión de tontos porque eran tan felices…

– ¿Es éste tu marido? -preguntó Polly-. Se parece al padre de Jon.

– ¿Jon?

– Un chico que conozco. Su padre es un político. Debes conocerlo. Está siempre en la tele… -Polly se interrumpió al mirar a Abbie y descubrir sus lágrimas-. ¡Oh, Dios mío! -cerró el álbum-. No debí decir nada. ¿Quieres una taza de té? ¿O una copa? ¿Coñac? Mamá suele ofrecer eso cuando alguien está en estado de shock.

– Estoy bien, Polly -Abbie se secó las lagrimas con la palma de la mano-. Es que me tomó por sorpresa, simplemente.

Abbie se dirigió a la caja, y abrió deliberadamente el álbum.

– ¿Has dicho que tu amigo se llama Jon?

Abbie miró la foto de Grey entre palmeras y flores, en playas de arena blanca. Su poderoso cuerpo se veía en el agua transparente.

– Bueno, se llama Jonathan en realidad -contestó Polly-. ¡Jonathan Lockwood! ¡Dios mío! -se tapó la boca dramáticamente-. ¡Ése es tu apellido de casada!

El piso de Robert no estaba lejos de la casa de Polly. No era de extrañar que Polly y Jonathan fueran al mismo colegio.