– Éste es mi marido… El sobrino de Grey…

– ¿Grey? ¿Quieres decir que Grey es tu marido? Jon habla de él todo el rato. Hubo una discusión terrible cuando él se escapó del colegio en que estaba interno a principios de las Navidades, y Grey le dijo a su padre que ya era hora de que se ocupase de su familia antes que de su trabajo.

– ¿Sí? Bueno, tenía razón. Aunque demasiado tarde -Abbie la miró. ¿Y su madre?

– Viene a Londres a veces. Creo… ¿Cómo es?

– ¿Susan? -era una mujer que usaba el amor y la lealtad como armas de fuego-. No la he visto apenas -contestó, volviendo la página del álbum.

Grey le sonreía desde la foto otra vez.

Abbie acarició las cejas que tanto había amado. La boca que se curvaba en una sonrisa… El amarlo era un sentimiento tan intenso…

Pero todos los días debía enfrentarse a la verdad.

Cada día era más difícil de aguantar.

La imagen se empezaba a hacer borrosa.

Polly le puso una copa en la mano.

– Siéntate. Bébetelo lentamente -le dijo.

– Se supone que soy yo quien debe cuidarte, Polly -protestó Abbie mientras se sentaba en la silla.

– No hace falta que me cuiden. Mamá cree que soy un bebé, pero no es así.

– No -Abbie bebió un sorbo de coñac-. Pero si yo estoy aquí para echaros un ojo a ti y a la casa. Así tu madre puede ir a visitar a su nieto sin tener que preocuparse -miró a la hermosa adolescente, y trató de recordar cómo era estar a punto de ser una mujer.

Abbie recordó aquellos sentimientos intensos de la adolescencia, que unas veces te hacían sentir en el paraíso y otras en la desesperación más absoluta. Era una edad maravillosa, pero también muy peligrosa. Tal vez debiera tomarse más en serio su papel de niñera.

– ¿Sois Jon y tú… amigos íntimos? -le preguntó Abbie.

– No lo traería aquí si te molestara…

– Está bien, Polly. Pero no quisiera incomodarte. Adviértemelo, y me iré arriba.

– ¿Todavía lo amas, no? -Polly hizo un gesto hacia el álbum-. Me refiero a Grey. ¿Por qué os habéis separado?

Su madre no se lo había preguntado nunca. Margaret simplemente le había abierto los brazos y la puerta.

Pero los adolecentes eran distintos. Estaban ávidos de indagar en la vida sin miedo. No sabían que la vida podía depararles sorpresas desagradables. Pero sería mejor decirle la verdad a la chica.

– Tenía un lío, Polly. Pasa muy a menudo.

– ¿Un lío? Pero…

– Venga -la interrumpió Abbie-. Pensé que me ibas a ayudar a deshacer los bultos.

Sacó rápidamente uno de los paquetes de la caja y al hacerlo le llegó el olor a hojas secas y fogatas, y a partir de esa fragancia surgió el recuerdo de Grey y otros recuerdos del primer domingo que habían pasado juntos.

Ella había estado en una fiesta el sábado por la noche, pero se había marchado a casa temprano, con la excusa de un dolor de cabeza. No había podido dormir en toda la noche pensando en el hombre que la había mirado una sola vez, y que la había hecho prisionera de sus ojos marrones. Sólo un segundo, nada más. Y ella había sucumbido.

No la había vuelto a mirar. ¿Por qué lo habría hecho? Había llegado con una chica guapa, morena, que apenas le llegaba al hombro, el tipo de chica que le daba envidia a Abbie. Habían estado de paso en la fiesta, rumbo a no sé qué otro sitio. Pero aquel encuentro le había resultado muy turbador. De manera que había tenido que inventarse una excusa para irse a casa.

Después de aquella noche de insomnio, había oído el timbre de su puerta cuando apenas empezaba a salir el sol de otoño.

Se había levantado de mala gana de la cama, se había puesto la bata y había ido a abrir, esperando encontrar a algún vecino desesperado en busca de leche. Pero no era un vecino. Era él.

Se había quedado estupefacta.

– ¡Eres tan alta como pensaba!-dijo él, como si no pudiera creerlo.

– Uno setenta -dijo Abbie, quitándose algunos centímetros. No era el tipo de hombre a quien se pudiera engañar. Luego se retractó y dijo-: Uno setenta y tres…

– ¿Sólo tres? ¿No serán tres y medio? -le pregunto él, como si le hubiera leído el pensamiento. Y se rio.

Ella no lo contradijo. Tampoco se apartó cuando él le tocó la mejilla con la punta de los dedos.

– Mi nombre es Grey Lockwood. Soy abogado. Tengo treinta años, y jamás estuve casado. Hasta anoche no me había tentado la idea del matrimonio -entonces la miró detenidamente-. Pero me he pasado la noche entera pensando en besar cada milímetro de tu piel, Abigail Cartwright -dijo muy serio-. Y no podía esperar más.

Ella sabía que debía indignarse. Pero no estaba indignada. No le preguntó cómo sabía su nombre, ni cómo la había encontrado. En cambio le había dicho, con la misma ansiedad:

– Yo también.

– Eso está bien -le sonrió él seductoramente.

Luego le había tomado la cara entre sus manos y le había acariciado el pelo.

– ¿Qué te parece si empiezo yo? -él la miró como si la conociera desde siempre.

Y había sido estupendo.

A partir de entonces se internó en un romance trepidante, como un torbellino.

Sus amigos le habían predicho un desastre. Iba muy rápido, se lo advertían. No tenía la experiencia suficiente como para manejar a un hombre como Grey.

Pero por una vez, en su vida organizada y razonable, no había escuchado la voz de la razón. Había sido muy loco. Lo sabía. Loco y hermoso. Casi perfecto.

Había habido paseos por el Parque de Saint James con aroma de fogatas en el aire, y visitas al Ritz para tomar el té. También picnics en playas desiertas en el mes de octubre. Una tarde de miércoles robada al trabajo para ir al museo de Victoria y Albert. Y rosas. Le había regalado muchas rosas.

Habían deseado que durase toda la vida, y entonces, se habían casado a las seis semanas.

No había habido nadie de la familia de ella. No había querido una iglesia grande. Había sido una boda muy íntima, con el padre de Grey y con su hermano, y unos pocos amigos íntimos como testigos de las promesas que se hicieron.

Había sido como un cuento de hadas.

¿Qué le habría pasado a aquella mujer morena de la fiesta? Era la hija de un cliente rico sudamericano. Y Grey la había acompañado a ver un ballet.

Al parecer le había dejado una honda huella…

– Creo que debería limpiar estas cosas antes de nada -le dijo a Polly.

– Deberías terminar tu coñac. Te vendrá bien -dijo la chica, mirándola con pena.

– Puede ser.

Luego, al ver su copa casi vacía le dijo a Polly:

– ¿Pero serás capaz luego de llevarme a la cama?


Abbie estaba sentada en el sofá de la sala.

– No pensé que habría tantos pisos horribles en el mundo.

– Supongo que, inconscientemente, estás buscando algo tan bonito como tu casa -dijo Polly.

– No es cierto. Mi inconsciente sabe que no podría pagarlo -miró a Polly y le dijo-: ¿Cómo sabes que mi casa era bonita?

– Jon me llevó allí -dijo Polly, sonrojándose.

– ¿Le pediste a Jon que te llevara allí para conocer a Grey?

Abbie estaba horrorizada. ¿Qué le habría dicho Polly a Grey?

Su marido creía que ella estaba recorriendo el mundo con una sola cosa en su mente: su profesión. Si sabía que estaba en Londres con una chica de diecisiete años mientras su madre estaba en Australia, tal vez empezaría a preguntarse cosas… Y no quería que se preguntase nada.

– Es tan hermosa… El dormitorio… -siguió Polly.

– ¡Polly, es suficiente!

– Te traeré una taza de té, ¿quieres? -suavizó Polly.

Abbie rechazó su oferta.

– ¡No quiero una taza de té! -dijo contundentemente.

Pero no era culpa de Polly. El ver otros pisos le había hecho recordar el suyo, irremediablemente, y compararlos.

Ella había estado tan segura de su amor, que no se había dado cuenta del peligro hasta tarde. Había perdido su hogar, y la presencia de Grey, los placeres compartidos con Grey en la cama. Sufría tanto la pérdida física de Grey como su compañía como amigo.

Abbie intentó dejar los recuerdos del pasado. Sería peor si no.

– ¿Qué estoy diciendo? ¡Claro que quiero una taza de té! Pero lo haré yo. Tú seguramente tendrás cosas que hacer.

– ¿Puedo usar el ordenador? -preguntó Polly.

Abbie se sonrió. Era increíble como la adolescente aprovechaba cualquier signo de debilidad para conseguir lo que quería.

Cuando estaba yendo hacia la cocina se le ocurrió una cosa: Si Polly había estado en el piso, ¿por qué no le había comentado nada sobre Emma y el niño? ¿Había sido tacto por su parte? No parecía muy propio de Polly.

– He comprado unas pastas ayer. Tal vez te apetezca comer alguna antes de empezar a trabajar -ofreció Abbie.

– ¡Oh! Fantástico! Las prepararé mientras haces el té.

– Dime, ¿conociste a Grey? ¿Qué te pareció? -le preguntó.

– ¡Oh! En realidad no lo conocí. Él estuvo fuera toda la semana pasada.

– ¿Sí? Pero si Grey estaba fuera, ¿por qué te llevó Jon allí?

– ¡Oh! Me contó lo del Degas, y como su padre tiene una llave de la casa…

– ¿El Degas?

– El de la chica que se está bañando. Yo estoy estudiando Historia del Arte para entrar en Humanidades.

– No pensé que Degas figurase en el programa, Polly -dijo Abbie, y se acordó de Jon, alto y guapo como su padre. Como su tío-. Además, se vendió hace unos meses -se volvió hacia la chica-. ¿Así que cual era la verdadera razón para llevarte al piso?

– Pero el cuadro estaba allí. Yo lo vi -declaró la chica.

– ¿Sí? ¿No era una copia que Jon usó para tentarte?

– Por supuesto que no era una copia. Además a mi no me hace falta tentarme. Yo quería… -entonces Polly se dio cuenta de que Abbie podría pensar mal de ella y le dijo-: No fui a hacer nada en el piso mientras Grey estaba fuera. Tendría que ser algo bastante más especial.

– Rara vez es especial -le advirtió Abbie.

Con Grey había sido especial la primera vez. Siempre era especial.

– Asegúrate de no encontrar a nadie especial hasta que regrese tu madre -le dijo a Polly.

– Bueno, en realidad, Jon me pidió que nos marchásemos juntos la semana pasada -dijo Polly.

– ¿De verdad? -Abbie trató de no alarmarse. Así que le preguntó, sin darle mucha importancia-: ¿Qué sitio tenía en mente? París es romántico siempre… Pero muy frío en febrero. ¿Roma, tal vez? ¿O un lugar más cálido? Es más práctico si sólo tienes una semana. No pierdes el tiempo quitándote la ropa.

Polly se sonrojó.

– ¿Qué harías si te digo que habría aceptado?

– ¿Llamar a tu madre para ver si le parecía bien? ¿Estás de acuerdo?

– En ese caso, no te molestes en preguntarle.

– Si creías que podrías irte sin pedir permiso, Polly, te advierto que me hubiera visto obligada a llamar al padre de Jon y haceros volver con la policía. A los periódicos les habría gustado el espectáculo. No sé si te hubiera gustado ver tu fotografía en las primeras páginas de los periódicos. A Jon lo habrían llevado al internado inmediatamente. La reacción de tu madre la dejo para tu imaginación.

– El padre de Jon está fuera la semana próxima -le informó Polly con irritante inocencia.

– ¿Están listas las pastas? -se oyó el ruido de tazas y Abbie sacó una bandeja.

– Así que tendrías que llamar a Grey en su lugar.

Abbie levantó la vista y miró a Polly.

– Una palabra más sobre este asunto, Polly, y te prometo que te pasarás lo que te queda de curso encadenada a mi muñeca.


El problema había sido, pensó Abbie mientras luchaba con el Mini de Margaret conduciendo bajo la lluvia, que Polly tenía unido a su romanticismo un sólido sentido común. Y eso le había hecho creer que jamás haría algo tan irresponsable, tan descabellado, y estúpido como aceptar la oferta de Jon.

Si Polly no hubiera nombrado a Grey, ella habría indagado más y hubiera convencido a la adolescente de refrenar su pasión hasta que estuviera en la universidad. Pero ella no había querido volver a oír el nombre de Grey.

Había sido una suerte al memos imaginarse donde podían estar los dos. Romeo no había llevado a Julieta a un lugar exótico. Iban a necesitar algo más que amor para resguardarse y mantenerse calentitos. Pero era algo especial. Lo sabía porque ella había estado allí bastantes veces. Con Grey.

El día había empezado bien. Había ido a correos. Le habían mandado información sobre un piso perfecto. Y una nota de Steve Morley también, en la que le pedía que llamase a la oficina para hablar acerca de un trabajo.

Polly se había dispuesto a estudiar en el sofá. Se había negado a salir siquiera para ir a almorzar, y apenas había levantado la cabeza de su libro de Thomas Hardy para desearle suerte con el piso.

El piso había sido la primera desilusión. Necesitaba mucho arreglo, y ella no tenía dinero suficiente. Si bien Steve estaba haciendo todo lo posible por solucionar este tema.