– Estoy segura -afirmó.

Con un gruñido de satisfacción, él le separó las piernas con las rodillas y se introdujo en ella. Jamás había sentido una necesidad tan desesperada como la que sentía por aquella mujer de ojos grises y misteriosos, boca carnosa y curvas de ensueño. Mientras se movían acompasadamente se dio cuenta de que cada vez estaba más cautivado por su embrujo. No entendía qué le estaba pasando.

Al oírla gemir sintió que ya no podía contener la tensión acumulada. Empujó con fuerza contra ella y avivó definitivamente la llama que los consumía. Cuando Sheila se retorció de placer, Noah supo que también había alcanzado el clímax.

Se quedó encima de ella y le besó las mejillas mientras le pasaba una mano por el pelo. Sheila lo miró con ojos brillantes.

– Ay, Noah -suspiró.

El le puso un dedo en los labios para hacerla callar, tomó una manta que había en el sofá y la estiró sobre sus cuerpos desnudos.

– No digas nada -susurró.

Sheila quería quedarse con él; se sentía protegida entre sus brazos. Sin embargo, la realidad de lo que había hecho la golpeó despiadadamente, y se horrorizó al darse cuenta de que estaba tumbada desnuda con un hombre al que había conocido pocas horas antes. Se preguntaba dónde había quedado su sentido común. No podía negar que la virilidad y la sensualidad de los ojos azules de Noah la habían tomado por sorpresa, pero no era una excusa válida para hacer el amor con él. Lo peor del caso era que lo había disfrutado enormemente. Había desatado una pasión salvaje en ella, y ni siquiera en aquel momento era capaz de controlar el deseo que avivaba la cercanía de aquel hombre enigmático. Trató de zafarse del abrazo.

– ¿Qué haces? -preguntó él.

– Creo que será mejor que me vaya.

– ¿Por qué?

– Esto está mal.

– Esto no podría estar mal nunca -replicó él, besándole un seno.

Sheila se estremeció ante el contacto.

– Por favor, no… -suplicó.

– ¿Por qué no?

– Me tengo que ir.

– No te vayas.

Ella le puso las manos en el pecho para apartarlo.

– Noah… Por favor…

– Por favor, ¿qué?

– Por favor, suéltame.

– Después.

– ¡Ahora!

– Tenemos toda la noche por delante.

– No es verdad.

– ¿Ahora te ha dado por ponerte moralista?

– Por supuesto que no.

– Entonces no lo entiendo.

– A decir verdad, yo tampoco.

Noah la tomó de la barbilla y la obligó a mirarlo a los ojos.

– Estamos en el siglo XX, Sheila.

– Lo sé.

– Pero…

– Necesito tiempo. Eso es todo.

Sheila no sabía cómo explicar su confusión emocional. Lo único que sabía era que bastaba con un roce para reavivar el deseo. Se estremeció y se estiró para buscar su ropa.

– ¿Cuánto tiempo? -preguntó él.

– No lo sé. No entiendo nada.

– No lo intentes.

Ella cerró los ojos y respiró profundamente con la esperanza de aclararse las ideas.

– Mira, Noah -dijo-, no te conozco y no estoy muy segura de querer llegar a conocerte tan a fondo.

– ¿Por qué no?

– Nos guste o no, somos socios.

– No me salgas ahora con la tontería de que no hay que mezclar el placer con los negocios.

– Yo no pienso en el sexo sólo en términos de placer.

– No me dirás que no lo has disfrutado.

– Sabes que sí. Me refería a que no tengo relaciones sexuales ocasionales.

– ¿Y crees que yo sí?

– No lo sé.

– Sí que lo sabes. Estoy seguro de que sabes de mí más de lo que reconoces.

– Eso no es excusa para que me acueste contigo nada más conocerte.

– No necesitas ninguna excusa, Sheila. Quédate conmigo esta noche. Hazlo porque quieres.

– No puedo.

Sheila terminó de vestirse y se puso en pie. Noah no se movió; se quedó junto a la chimenea, con la barbilla apoyada en las rodillas, pero sin dejar de mirarla.

– Haz lo que creas que debes hacer -murmuró.

Con un nudo en la garganta, ella se puso la gabardina y se preguntó si no estaría cometiendo el mayor error de su vida.

– Hasta luego, Noah -dijo-. Ya te llamaré. Acto seguido, salió de la casa antes de que él pudiera contestar y ella cambiara de opinión.

Noah esperó y la escuchó cerrar la puerta y alejarse en el coche. Cuando se dio cuenta de que no iba a volver, se levantó y se puso los pantalones. Estaba más perturbado por su propia reacción que por otra cosa. No entendía cómo Sheila lo había conquistado con tanta facilidad. Y, en especial, no entendía por qué había sido tan sensible a sus caricias, ni qué quería de él. Creía que estaba impaciente por deshacer la sociedad con Wilder Investments, pero cuando le había sugerido que vendiera su parte de la bodega, se había mostrado indignada, como si hubiera previsto la oferta y estuviera decidida a rechazarla antes de oír el precio.

Una sospecha le ensombreció la mirada.

Sin pensar, se sirvió otra copa de brandy y se bebió la mitad de un trago. Necesitaba descubrir a qué estaba jugando Sheila Lindstrom.

Aunque eran más de las dos de la madrugada, se acercó a la mesa y tomó el teléfono. Buscó un número en su agenda y marcó sin vacilar.

– ¿Dígame? -contestó una voz adormilada, después del noveno timbrazo.

– ¿Simmons? Soy Noah Wilder.

– Ah. ¿Te puedo ayudar en algo?

El detective se puso alerta. No había trabajado mucho con el hijo de Ben, pero imaginaba que si lo llamaba de madrugada, sería porque pasaba algo.

– Quiero el informe del incendio de Cascade Valley -contestó Noah.

– Estoy en ello.

– ¿Aún no está terminado?

– No.

– ¿Por qué no?

– Me está llevando más trabajo del que suponía.

– Lo necesito ya.

– Puedo entregarte un informe preliminar mañana a mediodía.

– ¿Y el definitivo?

– Dentro de una o dos semanas.

– ¡No puedo esperar tanto! ¿Qué te falta?

– Me gustaría inspeccionar la bodega personalmente. Ya sabes, para buscar los trapos sucios y esas cosas.

Noah tenía un dilema. No le gustaba la idea de que Anthony Simmons se acercara tanto a Sheila; no se fiaba de él. Sin embargo, necesitaba información y no tenía otro recurso.

– De acuerdo -dijo-. Ve a la bodega y a ver qué puedes encontrar. Habla con Sheila Lindstrom, la gerente actual, y dile que trabajas para Wilder Investments y estás tratando de agilizar la investigación sobre la supuesta intencionalidad del incendio para poder cobrar el dinero del seguro.

Simmons apuntó el nombre en una libreta que tenía en la mesilla. Estaba encantado con la idea de que Wilder Investments le pagara una abultada factura por servicios especiales.

– ¿Quieres algo en particular de esa tal Lindstrom? -preguntó con naturalidad.

El titubeo de Noah le llamó la atención. A Simmons se le daba bien interpretar a la gente, y aquel momento de vacilación le resultó muy sospechoso. Esa investigación significaba mucho más de lo que parecía a simple vista.

– Sí, por supuesto -contestó Noah, con más determinación de la que sentía-. Todo lo que descubras sobre Sheila o sus empleados podría ser útil.

– De acuerdo.

– Espero el informe definitivo dentro de una semana.

– Lo tendrás.

Con aquellas palabras, Anthony Simmons cortó la comunicación y sonrió maliciosamente. Por primera vez en un par de años podía oler grandes sumas de dinero.

Cuando Noah colgó el teléfono tenía una sensación desagradable en el estómago. El detective había sido demasiado complaciente y mucho más sumiso que el Anthony Simmons con el que había lidiado en el pasado. Por un momento pensó en la posibilidad de volver a llamarlo para retirarlo del caso; tenía la sensación de que la última instrucción que le había dado era peligrosa.

Sacudió la cabeza, se alejó de la mesa y apuró el brandy. Estaba empezando a ponerse paranoico. Desde que había visto a Sheila, estaba actuando de manera irracional. No sabía si ella se lo había propuesto o no, pero lo cierto era que lo estaba desequilibrando.

Frunció los labios, salió de la biblioteca y empezó a subir las escaleras. Faltaba poco para que amaneciera, pero tenía que tratar de descansar; al día siguiente le esperaba otra batalla con su hijo. Además, Simmons se había comprometido a entregarle un informe preliminar sobre el incendio. Por algún motivo que no podía precisar, aquello le daba pánico.

Sheila condujo como si estuviera poseída. No tenía muy claro por qué, pero había dejado la habitación del hotel de Seattle. Lo único que sabía era que tenía que alejarse de aquella ciudad; la ciudad donde vivía Noah Wilder. Las sensaciones que le había provocado habían florecido al calor de su abrazo. No obstante, en aquel momento, mientras conducía bajo la lluvia, lo que sentía era una cruda desesperación. No entendía por qué se había rendido tan fácilmente al encanto de Noah. Inconscientemente, se pasó la lengua por los labios; casi podía sentir el poder de los besos apasionados.

Absorta con sus pensamientos, tomó una curva a toda velocidad, perdió el control del coche y se metió en el carril contrario. Vio los faros de los vehículos que avanzaban hacia ella y maniobró bruscamente para esquivarlos. Cuando consiguió volver a su carril, sentía que el corazón le martilleaba los oídos. Siempre había sido una conductora prudente, pero esa noche no se podía concentrar en el camino. Se aferró con fuerza al volante y notó que le sudaban las manos. No sabía si era porque había estado a punto de tener un accidente o si era culpa del hombre que le había trastornado los sentidos.

– Dios mío -murmuró.

Se preguntaba por qué sentía que había traspasado los límites con Noah. Era peligroso intimar con cualquiera que trabajara en Wilder Investments. Los paternales consejos de Jonas Fielding resonaron en su mente.

“No me fiaría de Ben en absoluto. Y tú tampoco deberías -le había aconsejado el abogado-. No me gustaría que Ben Wilder o su hijo te desplumaran.”

A Sheila le parecía impensable que Noah quisiera engañarla, pero no podía pasar por alto el hecho de que le había ofrecido comprarle su parte de la bodega, tal como Jonas le había advertido.

Le dolía la cabeza. Trató de concentrarse en la carretera y redujo la velocidad. Había sido un día muy largo, y cuando cruzó las Cascade estaba agotada.

Las primeras luces del alba teñían el valle mientras Sheila atravesaba las últimas colinas que rodeaban el pequeño pueblo de Devin. Situado al oeste de Yakima, era poco más que un desvío en el camino y se llamaba Devin en honor a los dueños del almacén en torno al cual se había desarrollado el pueblo. No era un lugar particularmente bonito, pero era un buen sitio para vivir y un entorno amigable para los ojos cansados de Sheila. Aunque se había marchado el día anterior, tenía la impresión de que llevaba fuera toda una vida.

Bajó la ventanilla y dejó que la brisa fresca la reanimara. A pesar del cansancio, no pudo evitar sonreír al sentir el viento en el pelo. Sus problemas parecieron desaparecer con el sol del amanecer.

Tomó la última curva antes de empezar a subir la colina hasta la bodega. Desde la puerta, el lugar parecía tan acogedor como siempre. El edificio principal era de dos plantas, con diseño francés. Con las cumbres nevadas de las Cascade como telón de fondo, los jardines de la bodega producían una relajante sensación de bienestar.

Mientras abría el maletero y sacaba su equipaje, Sheila pensó que era una suerte que desde la carretera no se viera la parte que había destruido el incendio. Dejó la maleta en el porche y paseó por la rosaleda que había detrás de los edificios principales. Cortó un capullo de color melocotón y se lo acercó a la nariz. No recordaba cuántos años habían pasado desde que su padre había plantado aquel rosal. Cada primavera, Oliver plantaba un rosal de una variedad nueva para añadir exuberancia al jardín.

Sheila miró a su alrededor y recordó el esfuerzo y la dedicación con que su padre había montado aquella bodega, y cuánto había hecho para que la marca Cascade Valley fuera famosa en todo el país. Se llevó una mano a la frente y se encorvó, apesadumbrada. Se sentía culpable, y se prometió que encontraría la manera de que Cascade Valley volviera a producir los mejores vinos del noroeste. La idea de que su padre se hubiera endeudado con Ben Wilder por su culpa le partía el corazón. Si no hubiera necesitado dinero después del divorcio, tal vez Oliver no habría pedido un préstamo, no se habría sentido tan acorralado, y tal vez aún estaría vivo.

Se reprendió por pensar de aquella forma, volvió a oler la flor y trató de concentrarse en encontrar una solución viable a su problema. Le fue imposible; sus pensamientos eran demasiado sombríos, y no pudo evitar preguntarse cuánto habría de cierto en los rumores que decían que su padre había provocado el incendio.