No contestó a la pregunta y corrió a la parte trasera. El ala oeste de la casa solariega había quedado reducida a un esqueleto de vigas ennegrecidas. El sheriff había ordenado que acordonaran la zona con una cinta de seguridad para prohibir el paso. A Sheila se le encogió el corazón al ver el cartel que rezaba Área con indicios de delito. Aquel cartel, que ponía en entredicho la honradez de su padre, la reafirmó en su decisión. Nadie, ni siquiera Noah Wilder, le arrebataría el sueño de su padre; no si ella podía evitarlo.
Al pensar en Noah se sintió repentinamente vacía. Por absurdo que pareciera, sentía que había dejado un pedazo de su alma en la biblioteca de la mansión con vistas al lago Washington. Se resistía a pensar que pudiera haberse enamorado de él. Lo que sentía no era más que pura atracción sexual. Era demasiado realista para creer en el amor a primera vista; el cuento de la Cenicienta era una fábula. Su experiencia amorosa había sido nefasta, y su matrimonio se había convertido en una farsa humillante. Había tardado meses en convencerse de que estaba enamorada de Jeff, pero, afortunadamente, no había necesitado tanto tiempo para darse cuenta de su error.
Dio una patada a una piedra del camino y se dijo que de ninguna manera podía estar enamorada de Noah. Era una idea ridícula. Lo había conocido pocas horas antes en un ambiente particularmente seductor. No sabía nada de él, excepto que tal vez fuera el hombre más atractivo que había visto en su vida. Aunque no podía negar que era muy misterioso y sensual, le parecía infantil confundir la atracción sexual con el amor. Muchas mujeres caían en aquella trampa, pero Sheila se conocía lo suficiente para saber que considerar que lo que había pasado en la mansión de Wilder había sido un acto de amor era una fantasía y una mera excusa para justificar su comportamiento improcedente.
Suspiró y cerró la puerta del jardín. El problema era que no podía evitar a Noah y sus enigmáticos ojos azules, y no se le ocurría cómo iba a reabrir la bodega sin su ayuda. A menos que Ben regresara a Seattle para tomar las riendas de Wilder Investments, estaba condenada a lidiar con Noah. Se le aceleraba el corazón sólo con pensar en volver a verlo. Trató de imaginar una solución alternativa a su problema, pero llegó a la conclusión inevitable de que nadie le prestaría el dinero necesario para comprar la participación de Ben en Cascade Valley.
Antes de abrir la puerta trasera de la parte de la casa que había quedado intacta echó un último vistazo al ala oeste.
– Tiene que haber una manera de salvarla-murmuró.
Acto seguido, entró corriendo y dejó que la mosquitera se cerrara de golpe.
Seis
El martes por la tarde, Sheila decidió volver a evaluar los daños del ala oeste de la casa, para buscar una solución provisional. Se había pasado todo el fin de semana y las dos últimas noches limpiando los escombros del sector que quedaba fuera del cordón policial, pero, a pesar de sus esfuerzos, el ala oeste estaba en ruinas.
Miró el edificio y se preguntó cuánto costaría salvarlo. Aunque las molduras y el papel pintado estaban ennegrecidos y había muchos cristales rotos, no se había perdido la elegancia de la arquitectura original.
Notó que estaba anocheciendo y suspiró. Tenía que corregir exámenes y conseguir que Emily se fuera a dormir; no podía seguir trabajando.
– Emily -gritó en dirección al estanque-, ven a prepararte para ir a la cama.
La niña salió de entre unos árboles cercanos y obedeció a su madre de mala gana.
– ¿Ya me tengo que acostar? -protestó-. No son ni las nueve.
– No he dicho que tengas que acostarte; sólo te he pedido que te prepares.
– ¿Puedo quedarme levantada?
– Un ratito. ¿Por qué no te duchas mientras preparo palomitas?
– Podríamos ver una película.
– Hoy no. Mañana tienes clase.
– Pero la semana que viene, cuando ya no tenga que ir al colegio, ¿puedo quedarme despierta hasta tarde y ver películas?
– ¿Por qué no?
– ¡Bien!
Emily subió las escaleras y entró corriendo en la casa. A Sheila le habría gustado tener la mitad de la energía de su hija de ocho años. Le dolía todo el cuerpo por la limpieza que había estado haciendo los últimos días. Hasta entonces no se había dado cuenta de lo relajado que era el trabajo que tenía en el instituto.
Cuando entró en la casa, oyó el sonido de la ducha. Emily y ella habían acampado temporalmente en la planta baja; era la que estaba menos dañada. Sheila se preguntaba cuánto tiempo seguirían en aquellas condiciones. Había invertido parte de sus escasos ahorros en arreglar la fontanería y la instalación eléctrica, pero seguía esperando la indemnización de la compañía de seguros. Después de pagar el entierro de Oliver, sólo le habían quedado mil dólares en el banco, y esperaba hacerlos durar lo máximo posible, porque no tendría ingresos hasta que empezaran las clases en otoño.
Mientras avanzaba hacia la cocina intentó no fijarse en el estado lastimoso en que había quedado el salón. La cocina no había sufrido tantos daños. Ella se había encargado de frotar las paredes con desinfectante antes de pintarlas, y hasta había reparado la encimera.
Emily entró corriendo en la cocina cuando las palomitas empezaban estallar. Aún estaba mojada y tenía problemas para ponerse el pijama, porque la tela se le pegaba a los brazos húmedos.
– Si te secas antes, es más fácil -le recordó Sheila.
La niña asomó la cabeza por el cuello del pijama, sonrió y corrió a ver las palomitas. Tenía la cara sonrosada por el calor de la ducha.
– Ya están hechas, ¿no? -dijo.
– En un minuto. ¿Qué estabas haciendo en el estanque a estas horas?
– Charlar. Oh, creo que ya están hechas.
– ¿Con quién estabas charlando? ¿Con Joey?
– No, Joey no ha podido venir; tenía muchas cosas que hacer. Anda, saca las palomitas.
Sheila frunció el ceño.
– Si no era Joey -dijo-, ¿con quién hablabas?
– Con un hombre.
– ¿Qué hombre? ¿El padre de Joey?
– Si hubiera sido el padre de Joey, te lo habría dicho. Era un señor.
Sheila se puso pálida.
– ¿Qué señor? -insistió.
– No sé cómo se llama.
– Pero lo conoces, ¿verdad? Tal vez lo hayas visto en el pueblo.
– No.
Emily empezó a comerse las palomitas sin dar importancia al asunto. Sheila no quería asustarla, pero la niña se había criado en un pueblo pequeño donde todo el mundo se conocía, y tenía miedo de que su talante confiado la pusiera en peligro.
– ¿De qué charlabas con ese hombre? -preguntó.
– Preguntaba por el incendio, como todo el mundo.
– Ah. Debía de ser un ayudante del sheriff. Sin embargo, tendría que haber pasado antes por la casa.
– No era policía ni nadie de la oficina del sheriff.
Sheila estaba cada vez más nerviosa. Se dio la vuelta y se sentó enfrente de su hija.
– Era un desconocido, ¿verdad?
– Sí.
– ¿Y no era policía?
– ¡Ya te he dicho que no!
– Pero podía ser inspector. Los inspectores no van de uniforme.
Emily suspiró y la miró preocupada.
– ¿Ocurre algo? -preguntó.
– No, pero no me gusta que hables con desconocidos. A partir de ahora, quédate más cerca de la casa.
– No creo que quisiera hacerme daño, si es lo que te preocupa.
– No lo sabes.
– Pero me gusta ir al estanque de los patos.
– Lo sé, cariño, pero no quiero que vuelvas a ir sola. Yo te acompañaré.
– ¿De qué tienes miedo?
– De nada. Es sólo que a veces es mejor no hablar con desconocidos: Lo sabes, ¿verdad? Quiero que me avises si ves merodeando a alguien que no conoces. Nadie debería entrar en la propiedad mientras la bodega esté cerrada, así que si viene alguien, quiero saberlo de inmediato. ¿De acuerdo?
– Sí.
– ¿Entiendes por qué no quiero que te alejes demasiado de la casa cuando estás sola?
Emily asintió.
– Bien -dijo Sheila, tratando de mostrar un entusiasmo que no sentía-. Mañana iremos a dar de comer a los patos. Será divertido.
Emily siguió comiendo palomitas mientras hacía los deberes de matemáticas. Sheila se levantó a lavar los platos y encendió la radio para llenar el repentino silencio. Había anochecido, y la oscuridad exterior la ponía nerviosa. Siempre le habían encantado las noches de verano al pie de las Cascade, pero aquella noche era diferente; se sentía sola e indefensa. La casa más cercana estaba a más de un kilómetro de distancia y, por primera vez en su vida, lamentaba que la bodega estuviese tan apartada. Un desconocido había estado merodeando por la finca y hablando con su hija. Se preguntaba quién sería y qué querría de Emily; no creía que sólo sintiera curiosidad por el incendio.
Miró por la ventana y observó el paisaje en penumbra. Deseaba pensar que el hombre era un turista que quería saber por qué se habían suspendido las visitas diarias a la bodega. Sin embargo, sabía que en ese caso habría ido al edificio principal y no al estanque. Todo aquello le ponía los nervios de punta.
Por la noche, antes de ir a su habitación, comprobó que todas las puertas y ventanas de la casa estuvieran bien cerradas. Aunque estaba agotada, cuando se metió en la cama no consiguió conciliar el sueño. Se quedó mirando el reloj y escuchando los ruidos de la noche. Todo sonaba como siempre, pero no conseguía relajarse.
La falta de descanso de la noche anterior hizo que el miércoles resultase tedioso. Las horas de clase y el viaje de cuarenta y cinco minutos desde el instituto le parecieron más pesados que de costumbre. Afortunadamente, sólo faltaban unos días para que terminara el curso. Después de los exámenes finales de la semana siguiente, Sheila podría concentrarse en la reapertura de la bodega y tratar de que todo quedara dispuesto para la vendimia de otoño.
Emily se había ido con un amigo al salir del colegio. Desde la muerte de Oliver, Sheila no quería que su hija se quedara sola en la casa y, a la luz de los acontecimientos del día anterior, se alegraba más que nunca de poder dejar a la niña con Carol Dunbar, la madre de Joey. Pasó a buscar a Emily y, después de comprar algo en el supermercado, madre e hija se dirigieron a casa.
Sheila había pensando en la posibilidad de avisar a la policía que había habido un intruso, pero al final desestimó la idea. No se habían producido daños ni se había vuelto a ver a nadie merodeando. Si aquel hombre volvía a aparecer, haría la denuncia, pero en ese momento, con una investigación en marcha y la sospecha de que su padre había provocado el incendio, lo que menos le apetecía era hablar con alguien de la oficina del sheriff.
Cuando llegaron a la casa había un coche desconocido en la entrada. Sheila volvió a pensar en el intruso y sintió que se le aceleraba el corazón. Se detuvo cerca del garaje y trató de aparentar una tranquilidad que no sentía en absoluto.
– Ese es el señor con el que hablé ayer, mamá -dijo Emily.
El hombre estaba esperando en un Chevrolet viejo. Al oír que se acercaba un vehículo se giró a mirar, apagó el cigarrillo y se apeó del coche.
– Espera aquí -ordenó Sheila a su hija.
– ¿Por qué?
– Hazme caso y quédate en el coche. Sólo será un minuto.
Acto seguido, tomó el bolso y se apresuró a salir del coche para tratar de hablar con aquel hombre sin que la niña oyera la conversación.
– ¿Sheila Lindstrom? -preguntó él.
– Sí.
– Encantado. Soy Anthony Simmons.
– ¿Puedo hacer algo por usted?
– Eso espero. Trabajo para Noah Wilder.
Ella no pudo evitar que se le acelerara el corazón al oír aquel nombre.
– ¿Lo ha enviado él?
– Así es. Quiere que eche un vistazo edificio que se incendió.
Al ver la mirada escéptica de Sheila, el detective sacó una tarjeta de la cartera y se la dio. Junto a su nombre estaba el famoso logotipo de Wilder Investments.
Ella se quedó con la tarjeta y empezó a recuperar la calma.
– ¿Qué es exactamente lo que ha venido a hacer? -preguntó.
– El señor Wilder espera que pueda agilizar la investigación y aclarar todo el asunto para poder cobrar la indemnización de la aseguradora. ¿No le dijo que vendría?
– Comentó que podía venir alguien, pero no me dio detalles.
Anthony Simmons no era lo que ella había esperado.
– En ese caso -dijo él-, me gustaría inspeccionar el ala de la bodega que se incendió. El fuego empezó en la sala de fermentación, ¿verdad?
– Es lo que han dicho los bomberos.
– Bien. Después echaré un vistazo al edificio quemado…
– No sé si debería entrar allí. Hay una orden del sheriff que prohíbe el paso a toda persona ajena a la investigación policial.
– Ya me he ocupado de eso.
Sheila lo miró con desconfianza.
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