– ¿De verdad?
– Sí, no se preocupe por eso. Cuando haya terminado con el edificio, me gustaría echar una ojeada a la contabilidad de su padre.
– Wilder Investments tiene copia de los registros contables de la bodega. ¿No se los dado Noah?
– Sí, pero no me refiero a los libros de Cascade Valley. Necesito ver los libros personales de su padre.
– ¿Para qué?
Simmons exhaló con fuerza, exasperado; no esperaba que Sheila tuviera reparos en colaborar con él. Normalmente le bastaba con enseñar la tarjeta que indicaba que trabajaba para Wilder Investments para que le abrieran todas las puertas, pero esa mujer era diferente y exigía otra estrategia.
– Me trae sin cuidado que me enseñe los libros o no -contestó-; sólo he pensado que podía servir para agilizar la investigación, además de contribuir a limpiar el nombre de su padre.
– Pero la policía ya lo ha revisado todo.
– Se le puede haber pasado algo por alto. Mi trabajo consiste en encontrar lo que no han visto la policía ni la compañía de seguros.
– No sé…
A pesar de la vacilación de Sheila, el detective supo que conseguiría lo que quería. Había tocado su punto débil al mencionar la reputación de su padre.
– Usted decide -dijo antes de encaminarse al ala oeste.
Sheila volvió corriendo al coche y encontró a una niña impaciente refunfuñando en el asiento trasero.
– ¿Y bien? -preguntó Emily.
– Es un detective que ha enviado el socio del abuelo.
– Entonces ¿no hay problema en que hable con él?
Sheila vaciló. Había algo en Anthony Simmons que no le gustaba.
– Supongo que no, pero intenta no cruzarte en su camino.
– ¿Por qué?
– Porque está ocupado, cariño. Podrías entorpecerle el trabajo. Estoy segura de que si vuelve a querer hablar contigo, irá a la casa.
Emily se apeó del coche.
– ¿Ya puedo volver a jugar en el estanque? -preguntó.
– Por supuesto, pero no ahora. Te prometo que iremos después de cenar.
Durante los días siguientes, Sheila tuvo la impresión de que Anthony Simmons era una especie de moscardón. Se lo encontraba todo el tiempo, y tenía que responder a preguntas que no parecían tener mucho que ver con la investigación del incendio. Trató de convencerse de que sólo estaba haciendo su trabajo y debería estar agradecida por ello, pero no podía dejar de sentir que había algo sospechoso. Le parecía que estaba más interesado en encontrar un chivo expiatorio que en descubrir la verdad. Y el hecho de que lo hubiera enviado Noah la molestaba más aún que la falta de profesionalidad del detective.
Respiró aliviada cuando lo vio marcharse antes del fin de semana. Se había ido sin explicarle qué había averiguado, pero ella tampoco le había preguntado. Prefería que se lo dijeran Noah o Ben; no quería tener nada más que ver con una cucaracha como Simmons.
Estaba decepcionada porque no había vuelto a tener noticias de Noah. Había pasado una semana, y el curso había terminado. Tanto Emily como ella estaban de vacaciones y podían estar juntas hasta que la niña se fuera a pasar un mes con el padre. Habían acordado compartir la custodia, y Jeff tenía derecho a ver a su hija cuando quisiera, pero la niña no podía soportar las cuatro semanas que pasaba con él durante el verano. Jeff Coleridge no había nacido para ser padre. Ni esposo.
Todos los veranos, Sheila se veía obligada a pensar en su ex marido y en los cuatro años de matrimonio. Afortunadamente, con el tiempo había logrado superar el trauma de su vida con él y tenía otros asuntos más importantes en mente. Ese año, su mayor preocupación era la reapertura de Cascade Valley.
Su impaciencia aumentaba con el paso de los días. Estaba segura de que Noah tenía el informe de Simmons y había llegado a algún acuerdo con la compañía de seguros, pero nadie le había notificado nada. Necesitaba saber cuál era su situación con Wilder Investments y la Pac-West Insurance para poder empezar a planear la vendimia. Noah tenía el destino de la bodega en sus manos y, aunque sabía que estaba desesperada, ni siquiera había tenido la deferencia de llamarla para ponerla al tanto de las novedades.
Había telefoneado a Jonas Fielding con la esperanza de que pudiera hacer algo, pero la compañía de seguros y Wilder Investments continuaban con evasivas. No entendía por qué, y se preguntaba qué habría descubierto Anthony Simmons.
Empezaba a asumir que la vendimia de aquel año no se podría comercializar con la marca de la bodega. Parecía que no había más remedio que vender las uvas a algún competidor. Por primera vez en casi veinte años, Cascade Valley no podría fermentar ni embotellar vino; una situación que, además de dañar irremediablemente la fama de la marca, suponía una notable reducción de los ingresos potenciales. Al parecer, tendría que renovar su contrato en el instituto por otro año como mínimo.
Mientras volvía a poner los papeles personales de su padre en la mesa del despacho, pensó que quizá Noah tuviera razón al decir que no podría dirigir la bodega sola. O tal vez, sólo estuviera ganando tiempo para añadirle presión hasta que ella reconociera que no podía salvar el negocio sin su ayuda.
Cerró el cajón de golpe y sacudió la cabeza para librarse de aquella idea tan desagradable. No quería pensar que Noah pudiera estar utilizándola.
Fue a la cocina y trató de borrar sus sospechas. Jonas le había hablado de la fama que tenía la compañía de Ben Wilder para forzar la quiebra de las empresas, comprar las acciones de sus socios a precios ridículos y quedarse con la totalidad del negocio y de los beneficios.
Sin pensarlo, descolgó teléfono y marcó el número de Wilder Investments. Aunque eran casi las cinco de la tarde, con suerte encontraría a Noah en el despacho. El orgullo que le había impedido llamarlo parecía insignificante en comparación con la indignación que le causaba la idea de que quisiera arrebatarle la bodega.
– Wilder Investments -contestó una voz cansina.
– ¿Puedo hablar con Noah Wilder, por favor?
– Lo siento, pero el señor Wilder estará fuera todo el día.
– ¿Sabe dónde lo puedo localizar? Es muy importante.
– Según tengo entendido, se ha ido a pasar el fin de semana fuera de la ciudad y estará ilocalizable hasta el lunes. Si me deja su nombre y su teléfono, le dejaré una nota.
– No, gracias. Volveré a intentarlo la semana que viene.
Sheila cortó la comunicación y trató de pensar con claridad. No entendía por qué no la había llamado. Todas las preguntas y el interés de Noah por la bodega parecían haber desaparecido después de la noche que habían compartido. Se sonrojó al pensar en la posibilidad de que el interés que había mostrado por la situación de la bodega sólo fuera parte de su estrategia de seducción; una seducción que la había cautivado totalmente. Todo parecía indicar que el viaje a Seattle había sido una pérdida de tiempo. Además de no conseguir nada para salvar la bodega, le habían tomado el pelo. No se podía creer que hubiera pensado en abrir su corazón a un hombre para el que no era más que un pasatiempo.
Emily entró en la cocina y sacó una galleta del frasco.
– ¿Qué hay de cena? -preguntó.
– Filetes rusos.
– ¿Nada más?
– Estoy preparando una ensalada de espinacas y, si no te la terminas antes de la cena, tenemos galletas de postre.
Emily se apresuró a dejar la galleta en su sitio.
– La cena estará lista dentro de media hora -dijo Sheila-. Te llamaré cuando la tenga.
Al ver que la niña vacilaba, añadió:
– ¿Te pasa algo?
– No quiero ir a casa de papá.
– ¿Qué dices? Pero si te encanta estar con tu padre…
– No es verdad. Y estoy segura de que él tampoco quiere que vaya yo. No se lo pasa bien conmigo.
– Eso es ridículo. Tu padre te quiere mucho.
– ¿Me acompañarás?
– Si quieres, te llevo a Spokane, pero sabes que a tu padre le gusta venir a buscarte.
– ¿Quieres decir que no te vas a quedar conmigo en su casa?
– Ya sabes que no puedo, cariño.
– Pero a lo mejor si lo llamas y le dices que no quiero ir, lo entiende.
– ¿A qué viene todo esto, Emily?
La niña se encogió de hombros.
– Es que no quiero ir.
– ¿Por qué no te lo piensas un poco mejor? Aún te quedan dos semanas aquí, y podemos volver a hablar de esto.
Emily levantó la vista para mirar por la ventana.
– Creo que viene alguien -dijo.
Sheila miró afuera y se quedó sin respiración al ver que se acercaba el coche de Noah. Estaba emocionada y muerta de miedo. Imaginaba que había ido a darle una respuesta sobre la situación de la bodega.
A Sheila se le hizo un nudo en la garganta cuando vio el Volvo de Noah en la entrada.
– ¿Quién es? -preguntó Emily.
Noah aparcó y se bajó del coche. Parecía cansado y sofocado. Llevaba la camisa arremangada, y estaba despeinado y sin afeitar. A Sheila se le aceleró el corazón con sólo mirarlo. Ningún otro hombre la había perturbado tanto.
– Mamá -insistió Emily-, ¿lo conoces?
– Sí; se llama Noah Wilder y dirige la empresa que posee la mayor parte de la bodega.
– Vaya, un jefazo.
Sheila se echó a reír.
– Es el director provisional o algo así. No lo llames jefazo.
– Lo que tú digas.
– Sólo ten en mente que es importante. Su decisión sobre la bodega es fundamental; después te lo explico. Ahora vamos a abrirle la puerta.
Sheila tomó a su hija de la mano y corrió a la entrada, con la esperanza de que la niña dejara de hacerle preguntas sobre Noah.
Cuando abrió la puerta descubrió que Noah no estaba solo: había un chico con él. Dio por sentado que era su hijo; el parecido era innegable. Aunque Sean era rubio, tenía la piel bronceada y los ojos azules como su padre. Unos ojos azules que la miraban con hostilidad manifiesta.
– He llamado, pero no suena el timbre -dijo Noah.
– No funciona desde el incendio.
– Me habías invitado a pasar un fin de semana para que viera la bodega con mis propios ojos. ¿La oferta sigue en pie?
– ¿Este fin de semana?
– Si no es molestia, claro.
Sheila estaba dominada por la calidez y el poder de la mirada de Noah. Se obligó a sonreír y trató de mantener un tono sereno y profesional.
– En absoluto. Me alegro de que hayas venido. Estoy segura de que cuando veas la magnitud del desastre entenderás por qué tenemos que empezar a reconstruir cuanto antes.
– Seguramente -dijo él, eludiendo el asunto-. Te presento a mi hijo.
Sheila dirigió su atención al chico y amplió la sonrisa. Tenía un talento especial para los adolescentes.
– Hola, Sean, ¿cómo te va?
– Bien -contestó el chico, lacónico.
Ella no insistió y le puso una mano en el hombro a su hija.
– Esta es Emily.
Noah se agachó para quedar a la altura de la niña.
– Encantado de conocerte, Emily -dijo, tendiéndole la mano-. Estoy seguro de que ayudas mucho a tu madre.
La pequeña asintió y dio un paso atrás para alejarse un poco de él.
– Estábamos a punto de cenar -comentó Sheila cuando Noah se puso de pie-. ¿Os apetece comer con nosotras?
Sean puso mala cara y miró hacia otro lado. Su padre contestó por los dos.
– Si no es mucha molestia, nos encantaría. Tendría que haberte llamado para avisarte de que vendría, pero se estaba haciendo tarde y quería salir de la ciudad cuanto antes.
Noah se sorprendió de la facilidad con la que había mentido.
– No pasa nada -dijo ella-. Siempre cocino para un batallón. Entrad; aún tengo que hacer unas cuantas cosas antes de servir la cena. O, si lo preferís, podéis echar un vistazo a los alrededores. Más tarde os haré una visita guiada.
– Esperaré. Creo que prefiero una visita personalizada.
Sheila se ruborizó, pero se las ingenió para mantener la calma.
– ¿Y tú, Sean? La cena no estará lista hasta dentro de media hora. Si quieres entrar, tengo libros y revistas que te podrían interesar. O puedes quedarte fuera y hacer lo que quieras.
– No me gusta leer. Me quedo aquí.
Emily siguió a los adultos a la cocina y se mantuvo pegada a su madre. Mientras Sheila terminaba de preparar la cena, Noah se apoyó en la encimera y la observó trabajar.
– ¿Estás de vacaciones, Emily? -preguntó.
– Sí.
Sheila notó la vergüenza de su hija. Después del divorcio de sus padres, la pequeña se había vuelto particularmente tímida con los hombres, en especial, con los que demostraban interés por su madre.
– Voy a tardar más de lo que pensaba en preparar la cena -dijo, tratando de evitarle la incomodidad de la situación-. ¿Por qué no sales y te llevas unas galletas y unos refrescos para Sean y para ti?
A Emily se le iluminó la mirada.
– ¿En serio? ¿Antes de cenar?
– ¿Por qué no? Esta noche es especial.
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