Lagrimas de Orgullo

Lagrimas de Orgullo (2007)

Título Original: Tears of pride (1984)

Uno

Estaba solo, ojeando el horizonte con sus vibrantes ojos azules como si buscara algo o a alguien. La fría niebla matinal en las aguas grises de la bahía Elliot dificultaba la visión, pero el hombre solitario de hombros anchos no parecía notarlo. Unos surcos le hendían la frente, y la brisa del Pacífico le agitaba un mechón de pelo; a Noah Wilder no le importaba. Aunque sólo tenía puesto un traje de chaqueta, el viento helado que soplaba en Puget Sound no bastaba para enfriar la ira y la frustración que lo consumían.

Al darse cuenta de que había pasado demasiado tiempo mirando el agua empezó a caminar por el muelle, de regreso a un trabajo que casi no podía soportar. Mientras seguía hacia el sur apretó los dientes con determinación, y trató de aplacar la rabia y el miedo que lo desgarraban. Media hora antes lo habían avisado de que su hijo había desaparecido del colegio. No era la primera vez que pasaba. Noah se negaba a pensar en lo peor; ya se había acostumbrado a que su hijo odiaba el colegio, sobre todo aquel al que lo habían transferido dos meses antes, y esperaba que Sean no estuviera en peligro ni tuviera problemas reales.

En el camino de regreso a la oficina sólo se detuvo para comprar el periódico. A pesar de que sabía que era un error, lo abrió por la sección de economía y encontró el artículo en la cuarta página. Esperaba que el interés por el escándalo hubiera desaparecido con el paso del tiempo. Estaba equivocado.

– Maldición -farfulló mientras leía.

Durante las cuatro semanas que habían pasado desde el incendio, Noah había tenido tiempo más que suficiente para maldecir a su padre una infinidad de veces. Y aquel día no era la excepción. En realidad, el incendio y el escándalo que lo rodeaba sólo eran dos de los problemas de una larga lista que parecía crecer a diario. El incendio y la sospecha de que había sido provocado, le complicaban las cosas, y Noah sabía que hasta que todo el asunto estuviera resuelto seguiría padeciendo muchas horas en el despacho y pasando incontables noches sin dormir. Había tenido la mala suerte de que el incendio se declarase mientras su padre estaba fuera del país. Pensar en Ben Wilder lo hizo fruncir más el ceño.

La mañana seguía cargada de niebla, y el olor del mar impregnaba el aire. Los rayos de sol que se filtraban entre las nubes se reflejaban en los charcos, pero Noah estaba demasiado preocupado con sus pensamientos oscuros para notar la promesa de primavera en el ambiente.

Se oyó un claxon, y un conductor le gritó indignado cuando cruzó la calle con el semáforo en rojo. Noah hizo caso omiso y siguió avanzando hacia el edificio de cemento y acero que albergaba Wilder Investments, la próspera empresa de su padre. No pudo evitar volver a maldecirlo por haber elegido un momento tan inoportuno para irse a México a recuperarse, dejándolo a cargo de los problemas de la empresa. De no haber sido por el infarto que había sufrido Ben, Noah habría vuelto a Pórtland, y quizá Sean no hubiera desaparecido del colegio.

Pensar en la rebeldía de su hijo le daba dolor de estómago. Desafortunadamente, no podía culpar a nadie más que a sí mismo por la actitud de Sean. Sabía que no debería haber dejado que Ben lo convenciera para hacerse cargo de Wilder Investments, aunque fuera durante poco tiempo; había sido un error, y Sean estaba pagando las consecuencias. Maldijo entre dientes y se golpeó la pierna con el periódico. Si en Pórtland le había costado criar solo a un hijo, en Seattle, y con los problemas que acarreaba la dirección de la empresa, le resultaba prácticamente imposible tener tiempo para Sean.

Abrió la puerta del edificio Wilder y avanzó rápidamente por el vestíbulo. No había casi nadie, porque era muy temprano, y Noah se alegró de ir solo en ascensor, porque aquella mañana no estaba de humor para hablar con los empleados de la corporación multimillonaria de su padre. Cualquier cosa que le recordara a Ben lo pondría aún más furioso.

Después de pulsar el botón para ir a la trigésima planta echó un vistazo a los titulares de la sección de economía del periódico y releyó el principio del artículo que le había estropeado la mañana. Se le hizo un nudo en la garganta al ver el titular: “Quemado: Wilder Investments bajo sospecha de fraude de seguros”. Apretó los dientes y trató de controlar la ira, mientras leía el primer párrafo, que era aun más condenatorio.

“Noah Wilder, presidente interino de Wilder Investments -decía el texto-se ha negado a hacer comentarios sobre el rumor de que Wilder Investments podría haber incendiado intencionadamente la bodega Cascade Valley. El fuego comenzó en el ala oeste del edificio principal y le costó la vida a un hombre, Oliver Lindstrom, socio de Wilder Investments.”

El ascensor se detuvo, y Noah apartó la vista del exasperante artículo. Ya lo había leído, y lo único que había conseguido era frustrarse más con su padre y su decisión de quedarse más tiempo en México. Para complicar las cosas, Sean se había escapado del colegio, y no lo podían encontrar; cualquiera sabía dónde se había metido.

Noah se mordió el labio y se prometió que, fuera como fuera, encontraría la manera de obligar a Ben a volver a Seattle y retomar el control de Wilder Investments. No tenía alternativa: Sean era lo más importante.

Salió del ascensor y, de camino al despacho de su padre, se detuvo brevemente ante la mesa de Maggie.

– A ver si consigues que Ben conteste al teléfono -le pidió con una sonrisa forzada.

Acto seguido, entró en el amplio despacho donde se tomaban las grandes decisiones de Wilder Investments. Dejó el periódico en la mesa de roble, se quitó la chaqueta y la arrojó sobre el respaldo del sofá.

Los ventanales de detrás de la mesa daban a Pioneer Square, una de las zonas más antiguas y de mayor prestigio de Seattle. Más allá de los edificios se veían las aguas grises del Puget Sound y, a lo lejos, las imponentes montañas Olympic. En los días despejados parecían una valla nevada del Pacífico; aquel día apenas eran sombras fantasmales en la niebla.

Después de echar un vistazo al paisaje, Noah se sentó en la silla de su padre, se pasó una mano por el pelo y cerró los ojos para tratar de aclararse la mente. No se le ocurría dónde podía estar Sean.

Sacudió la cabeza y abrió los ojos para ver el periódico con la fotografía de la bodega quemada. Lo último que quería hacer aquella mañana era pensar en el incendio. Se sospechaba que había sido intencionado; había muerto un hombre, y Cascade Valley, la bodega más importante del noroeste, estaba paralizada y en medio de una contienda judicial por el pago del seguro. Noah se preguntaba cómo había podido tener la mala suerte de quedar atrapado en aquel embrollo.

El timbre del intercomunicador interrumpió sus cavilaciones.

– Tengo a tu madre por la línea dos -dijo Maggie.

– Quería hablar con Ben, no con mi madre.

– No he conseguido dar con él, y no imaginas lo que me ha costado encontrar a Katherine. Debe de ser el único teléfono en ese pueblo de mala muerte.

– Tienes razón, Maggie. Perdona el tono. Hablaré con mi madre.

Sabía que, aunque estuviera furioso con su padre y consigo mismo, no tenía derecho a maltratar a Maggie. Antes de ponerse al teléfono, se armó de paciencia y se dispuso a escuchar las excusas que utilizaría su madre para disculpar a Ben. Respiró profundamente y trató de sonar tan natural y afable como pudiera.

– Hola, madre. ¿Cómo estás?

– Bien -contestó ella-. Aunque tu padre no se encuentra nada bien.

Noah tensó la mandíbula, pero mantuvo el tono amable.

– Me gustaría hablar con él -dijo.

– Lo siento, Noah, pero no puede ser. Ahora está descansando.

Mientras escuchaba la voz monocorde con que su madre le describía el estado de salud de Ben, Noah se arremangó la camisa y empezó a caminar delante de la mesa. Se pasó una mano por la nuca y tensó los dedos alrededor del auricular. El tono de su madre lo ponía histérico; podía imaginar la expresión fría que tenía en la cara mientras le hablaba desde más de cinco mil kilómetros de distancia. Era obvio que Katherine estaba protegiendo a su marido contra las exigencias de su hijo.

– Como comprenderás -continuó ella-, parece que no tenemos más alternativa que quedarnos en Guaymas dos o tres meses más.

– ¡No puedo esperar tanto!

– Me temo que no tienes elección, Noah. Todos los médicos coinciden en que tu padre está demasiado enfermo para soportar el viaje a Seattle. No podría hacerse cargo de la empresa de ninguna manera. Tendrás que esperar un poco más.

– ¿Qué hay de Sean? -replicó él, indignado.

Al ver que no obtenía respuesta, respiró profundamente y trató de sonar más calmado.

– Déjame hablar con Ben -añadió.

– ¿No has oído lo que te he dicho? Tu padre está descasando y no puede ponerse al teléfono.

– Necesito hablar con él. Esto no formaba parte del trato.

– Tal vez más tarde…

– ¡Ahora! -gritó, sin poder ocultar su exasperación.

– Lo siento, Noah. Te llamaré más tarde.

– No cuelgues…

Se oyó un clic al otro lado de la línea, y se cortó la comunicación.

Noah colgó el auricular furioso, se dio un puñetazo en la palma de la mano y soltó una riada de insultos contra su padre, pero sobre todo contra sí mismo. No entendía cómo había podido ser tan crédulo para haber aceptado dirigir la empresa mientras Ben se recuperaba de su ataque al corazón. Se había dejado llevar por la emoción y había tomado la peor decisión posible. No acostumbraba a dejar que los sentimientos influyeran en sus decisiones, y menos desde la última vez que se había dejado influir, dieciséis años antes. Sin embargo, se había dejado afectar por la salud delicada de su padre. Sacudió la cabeza ante su propia insensatez. Era un imbécil.

Maldijo en voz alta.

– ¿Has dicho algo? -preguntó Maggie, entrando en el despacho con su eficacia habitual.

– No, nada.

Noah se desplomó en la silla de su padre y trató de aplacar su ira.

La secretaria esbozó una sonrisa cómplice y, mientras dejaba la correspondencia en la mesa, dijo:

– Mejor.

– ¿Qué es todo eso? -preguntó él, mirando los sobres con el ceño fruncido.

– Lo de siempre, salvo por la carta que está encima. Es de la compañía de seguros.

Creo que deberías leerla.

Noah lanzó una mirada de disgusto al documento en cuestión, pero suavizó la expresión al volver a mirar a Maggie. Ella notó el cambio, y no pudo ocultar su inquietud.

– ¿Podrías llamar a Betty Averili, de la oficina de Portland? -dijo él-. Dile que no volveré tan pronto como había pensado, y que envíe aquí todo lo que Jack o ella no puedan resolver. Si tiene alguna duda, que me llame.

– ¿Tu padre no va a volver cuando estaba previsto?

Normalmente, Maggie no se entrometía, pero aquella vez no lo había podido evitar. Últimamente, Noah había estado muy raro, y estaba segura de que era culpa del testarudo de su hijo. El chico tenía dieciséis años y no dejaba de causar problemas.

– Parece que no -contestó.

– O sea, ¿que te quedarás un par de meses?

– Eso parece.

– Si vas a quedarte al frente de Wilder Investments…

– Sólo temporalmente

Maggie se encogió de hombros.

– Es igual, de todas maneras deberías leer la carta de la compañía de seguros -dijo.

– ¿Tan importante es?

– Podría serlo. Tú decides.

– De acuerdo, le echaré un vistazo.

La secretaria se dio la vuelta, pero antes de que pudiera salir del despacho, Noah la llamó.

– Ah, Maggie, ¿puedes hacerme un favor?

Ella asintió.

– Llama a mi casa cada media hora -añadió Noah-. Y sí por casualidad te contesta mi hijo, házmelo saber de inmediato. ¡Quiero hablar con él!

– De acuerdo.

Maggie esbozó una sonrisa triste y se marchó. En cuanto estuvo solo, Noah tomó la carta de la compañía de seguros.

– A ver de qué se trata -farfulló, mientras le echaba una ojeada-. ¿Qué es esto? “Impago de indemnización”, “conflicto de intereses”, “demanda del beneficiario” y “bodega Cascade Valley”. ¡Maldición!

Noah arrojó la carta hecha un bollo a la papelera y llamó a Maggie por el intercomunicador.

– Ponme con el director de Pac-West Insurance -ladró-. ¡Ya!

Lo último que necesitaba era tener más problemas con el seguro de la bodega situada al pie de las montañas Cascade. A pesar de las sospechas de que el incendio había sido provocado, esperaba que la compañía de seguros ya hubiera resuelto el asunto. Al parecer, se había equivocado, y mucho.

– Tienes a Joseph Gallager, director de Pac-West, en la línea uno -anunció Maggie por el intercomunicador.