Dejó de pensar en Sheila cuando se sentó al volante de su Volvo para acudir a la reunión con el asistente social que se ocupaba del caso de Sean. Había estado temiendo aquella cita durante toda la semana. Sean tenía problemas, otra vez. Cuando el director del colegio lo había llamado la semana anterior para decirle que no había asistido a clase, Noah se había preocupado; pero cuando más tarde se había enterado de que su hijo se había escapado con unos amigos y lo habían detenido por posesión de alcohol, se había puesto histérico. Estaba furioso y enfadado, tanto consigo como con Sean.

Noah sabía que él era el culpable de los problemas de su hijo. Dieciséis años atrás había suplicado que le concedieran el privilegio y la responsabilidad de ocuparse de su hijo recién nacido, y había insistido en criarlo solo. Desafortunadamente, no lo había hecho nada bien. Si Sean no se reformaba pronto, podía ser un desastre.

Aunque aún no eran las tres y media de la tarde, el tráfico del viernes era intenso, y conducir hacia las afueras de la ciudad resultaba verdaderamente tedioso. Noah se pasó los veinte minutos del trayecto hasta el colegio rogando que el asistente social les diera otra oportunidad. Sabía que debía encontrar una manera de llegar a su hijo.

Aparcó el coche delante del colegio y se volvió a mirar la entrada al oír el timbre de salida. Minutos después se abrieron las puertas y apareció una tromba de adolescentes ruidosos. Algunos se cubrían la cabeza con los libros, otros llevaban paraguas, y otros más hacían caso omiso de la llovizna vespertina.

Noah echó un vistazo a los jóvenes dispersos en el patio del colegio. No veía a su hijo, rubio y atlético, por ninguna parte. Se negaba a pensar que Sean hubiera cometido la estupidez de dejarlo plantado. Estaba seguro de que el chico era consciente de la importancia de aquella reunión, y confiaba en que no lo echara todo a perder.

Siguió esperando. A medida que pasaban los minutos apretaba con más fuerza las manos al volante. No veía a su hijo por ningún lado. Estaba cada vez más impaciente, y se preguntaba dónde se había metido Sean. Faltaban menos de treinta minutos para la cita con el asistente social, y el chico no aparecía.

Noah se apeó del coche, furioso, y se apoyó en la portezuela con las manos en los bolsillos, sin preocuparse por la lluvia. Echó un vistazo al patio vacío del colegio. No había ni rastro de su hijo. Comprobó la hora una vez más, maldijo entre dientes y se quedó apoyado contra el coche.

Tres

Cuando Sheila encontró la casa cuya dirección aparecía en el sobre, ya había anochecido, pero, a pesar de la penumbra, podía ver que la casa de Ben Wilder, si continuaba viviendo allí, era inmensa. El edificio de tres pisos estaba situado en lo alto de un acantilado con vistas al lago Washington y rodeado de un parque de varias hectáreas. Sin embargo, a ella le parecía frío y poco acogedor.

Tuvo la desagradable sensación de que se estaba metiendo donde no debía y pensó en la posibilidad de echarse atrás, pero se recordó aquello de “quien no arriesga, no gana” y se convenció de que no tenía de malo llamar a la puerta para preguntar por el paradero de Ben Wilder.

Era obvio que había alguien en casa. No sólo por el humo de la chimenea, sino porque se veía luz en varias ventanas y hasta el porche estaba iluminado. Sheila se estremeció; era como si la estuvieran esperando.

Dejó de lado su aprensión y aparcó detrás del Volvo plateado. Antes deque pudiera pensar dos veces en las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer, se bajó del vehículo, respiró hondo y avanzó hacia la casa.

Había empezado a lloviznar y tenía el pelo mojado. Se alzó el cuello de la gabardina y llamó a la puerta con golpes suaves. Mientras esperaba con nerviosismo, se preguntó quién abriría y cuál sería la reacción ante su petición; no sabía si conseguiría datos sobre el paradero de Ben Wilder o si estaba ante la enésima frustración del día.

La puerta se abrió de repente. Sheila no estaba preparada para encontrarse con el hombre que estaba en el umbral. Esperaba que la recibiera un mayordomo o algo así, pero se había equivocado. Aquel hombre alto y fornido transmitía más poder que servidumbre. Era atractivo, aunque no en el sentido clásico. Tenía facciones equilibradas pero fuertes: mandíbula marcada, cejas oscuras y ojos azules. Las líneas de expresión alrededor de los ojos intensificaban la masculinidad y el poder de su mirada. La miró con tanto interés que a ella se le aceleró el pulso.

– ¿Puedo ayudarla en algo? -preguntó él, con tono indiferente.

Sheila reconoció la voz de inmediato. Era Noah Wilder. Tragó saliva con dificultad mientras sentía que le iba a estallar el corazón.

– Busco a Ben Wilder.

El se cruzó de brazos, se apoyó en el umbral y sonrió.

– ¿Quiere ver a Ben? -dijo-. ¿Quién es usted?

Había algo turbador en los ojos azules de Noah; algo que la atraía irremediablemente. Se obligó a apartar la vista, respiró profundamente e hizo caso omiso tanto de la velocidad de su pulso como del deseo desesperado de salir corriendo de allí.

– Soy Sheila Lindstrom -contestó-. Creo que esta tarde he hablado contigo por teléfono.

La sonrisa de Noah se hizo más amplia.

No parecía sorprendido por el anuncio, sino más bien interesado, aunque cauto.

– La que tiene problemas apremiantes en Cascade Valley, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Has llamado a la oficina y Maggie te ha dicho dónde podías encontrarme?

Noah se rascó la barbilla mientras la recorría la mirada y se preguntaba qué tenía aquella mujer que le resultaba tan atractivo. Estaba contemplando sus facciones cuando se oyó el motor de un coche cerca de la entrada. Se puso tenso y desvió la vista hacia el camino, pero el automóvil pasó de largo.

– No -dijo ella.

– ¿No?

Noah volvió a interesarse por la conversación y los ojos grises de Sheila.

– Te he dicho que busco a tu padre -añadió ella.

– Y yo te he dicho que está en el extranjero.

– Esperaba que alguien me diera su dirección o un número de teléfono para llamarlo.

El hizo una mueca y habló con frialdad.

– Tenías razón al decir que tenemos que aclarar varios asuntos -dijo-. Pasa y hablaremos.

Noah se apartó del umbral y esperó a que entrara. Sheila vaciló un momento; el desdén con que él la miraba la hacía sentirse una intrusa.

– Creo que será mejor que hable con tu padre -insistió-. Si pudieras darme un número de teléfono…

– Te he invitado a entrar. Creo que es una buena oferta. Llueve, hace viento y está oscuro. No pienso quedarme hablando contigo bajo la lluvia. Tú eliges: puedes entrar en casa y hablar conmigo, o quedarte sola en el porche. Yo voy a entrar. Esta tarde estabas desesperada por hablar conmigo; ahora tienes la oportunidad. Aprovéchala.

Sheila estaba segura de que era un error entrar en la casa de aquel hombre, pero estaba acorralada. Con la poca dignidad que le quedaba, aceptó la invitación de mala gana y entró en el vestíbulo de los Wilder.

Noah cerró la puerta tras ella y le indicó hacia dónde ir. Sheila trató de ocultar la impresión que le causaba la ostentación de la fortuna familiar. Aunque el apellido Wilder era muy conocido en la zona, jamás había imaginado que el socio de su padre fuera tan importante. Estaba abrumada por el tamaño y la elegancia de la casa, y tuvo que recordarse la dudosa procedencia de la fortuna de Ben Wilder. Se decía de él que carecía de escrúpulos cuando se trataba de dinero y que no permitía que nada se interpusiera en su camino. Miró de reojo al hombre alto que iba a su lado y se preguntó si sería como el padre.

Sin aminorar el paso, Noah la tomó del codo y la condujo a una habitación, casi al fondo de la casa. El fuego de la chimenea y unas lámparas de mesa iluminaban la estancia, que parecía ser la biblioteca. La copa de la mesita que estaba al lado del sillón, junto al fuego, indicaba que Noah estaba esperando a alguien allí. Sheila se preguntó a quién, porque estaba segura de que su visita había sido inesperada. Una vez más volvió a tener la sobrecogedora sensación de que era una intrusa. Noah Wilder era tan misterioso como lo había imaginado.

– Siéntate -dijo él mientras se acercaba al mueble bar-. ¿Te apetece tomar algo?

– No, gracias.

Sheila se sentó en el borde de una mecedora con la esperanza de parecer más tranquila de lo que se sentía.

– ¿Ni siquiera un café? -insistió él.

Ella lo miró y negó con la cabeza. Podía sentir cómo la miraba. Noah tenía los ojos más azules que había visto en su vida, y una mirada tan erótica que la dejaba perpleja.

El se encogió de hombros, se aflojó el nudo de la corbata, se sentó en el sillón, frente a ella, y estudió su cara a la luz de las llamas. Tenía unos ojos tan intensos que, después de sostenerle la mirada durante un momento, Sheila bajó la vista y fingió interesarse por los leños encendidos. Se mordió el labio y trató de concentrarse en cualquier cosa que no fuera la pesadilla del último mes.

Noah se reprendió cuando se dio cuenta de lo fascinado que estaba por la mujer que había llamado a su puerta. Le había llamado la atención cuando habían hablado por teléfono, pero no había imaginado que quedaría tan absolutamente cautivado por su belleza y su involuntaria vulnerabilidad. Era muy atractiva, incluso con el ceño fruncido por la preocupación y con la profunda tristeza que le nublaba la mirada. Estaba hechizado por la combinación del pelo castaño, las facciones delicadas y aquellos ojos grises, grandes y luminosos. Noah no era presa fácil para las mujeres hermosas; casi todas lo aburrían mortalmente. Pero aquella mujer de lengua afilada y ojos de ensueño lo tenía tan hechizado que le costaba ocultar la atracción que sentía.

Aunque intentaba disimularlo con una pose desafiante, se notaba que estaba nerviosa. Tenía las mejillas sonrosadas por el frío, y las gotas de lluvia arrancaban destellos rojizos a su melena.

Noah bebió un trago de su copa. Lo que más lo perturbaba era la sombra de desesperación que tenía en los ojos. Lo preocupaba haber contribuido a aumentarla sin darse cuenta. Sentía la extraña necesidad de protegerla. Quería acercarse, consolarla y hacerle el amor hasta que se olvidara de todo y no pudiera pensar en nada más que en él.

Esa última idea lo sacudió violentamente. No entendía qué hacía fantaseando con una mujer a la que casi no conocía. Refrenó sus emociones y se dijo que los pensamientos improcedentes se debían a las tensiones del día y a la preocupación que lo carcomía. No sabía nada de Sheila Lindstrom. Trató de convencerse de que era una mujer como cualquier otra y, por lo que sabía, lo único que quería de él era una parte de la fortuna de su padre.

Se terminó la copa y rompió el silencio.

– Muy bien, Sheila. Tienes toda mi atención. ¿Qué quieres de mí?

– Ya te he dicho que quiero ponerme en contacto con tu padre.

– Y yo te he respondido que va a ser imposible. Mi padre se está recuperando de un problema de salud en México. Tendrás que tratar conmigo.

– Ya lo he intentado -le recordó ella.

– Es cierto. Lo has intentado, y te he dado largas. Te pido disculpas. En ese momento tenía otros asuntos en la cabeza, pero ahora estoy listo para escuchar. Doy por sentado que quieres hablar de la demanda de la aseguradora de la bodega. ¿Me equivoco?

– No. Verás, Ben era amigo de mi padre, y creo que si lograra hablar con él, podría convencerlo de la importancia de reconstruir la bodega antes de la vendimia.

– ¿Por qué crees que a Wilder Investments le interesaría que Cascade Valley siga funcionando?

– Para ganar dinero, obviamente.

– Pero la bodega no era rentable.

– Sólo en los últimos años. Tuvimos una racha de mala suerte, pero ahora…

– ¿”Tuvimos”? ¿Tú estabas al frente del negocio?

– No. Se ocupaba mi padre…

A Sheila se le quebró la voz al pensar en su padre.

– Murió en el incendio, ¿verdad? -preguntó Noah.

– Sí.

– ¿Y crees que puedes sustituirlo?

Ella cuadró los hombros y sonrió con tristeza.

– Sé que podría sacar adelante la empresa -dijo, casi en un susurro.

– ¿Trabajabas en la bodega?

– No; digo sí… Bueno, sólo en verano.

Noah la intimidaba tanto que no podía pensar con claridad.

– Ayudaba a mi padre durante las vacaciones de verano -continuó-. Soy asesora en un instituto de formación profesional.

Sheila se abstuvo de mencionar los cinco años que había estado casada con Jeff Coleridge; era una parte de su vida que prefería olvidar. La única satisfacción que había tenido en su matrimonio era Emily.

Noah se quedó mirándola con aire pensativo. No podía negar que había una clara determinación en aquellos ojos grises.