– Me tengo que ir -dijo.

– Quédate.

– No puedo.

– ¿Por tu hija?

– Por ella y por otras cosas.

– Vamos, entra en casa. Te estás mojando.

– Por lo menos tengo una gabardina.

Sheila dirigió la mirada a la musculatura del pecho de Noah bajo la camisa húmeda.

– No esperaba que te escaparas bajo la lluvia.

– Ha sido una estupidez. Es que no quería importunar. No creía que…

– ¿No creías que tuviera mis propios problemas?

Ella asintió avergonzada.

– Lo siento.

– No te preocupes. Debería haber sido más discreto, pero al ver llegar a Sean otra vez borracho a casa, he perdido el control.

Noah se enjugó las gotas de lluvia de la frente como si estuviera borrando un pensamiento desagradable. Después la tomó del codo y, mientras entraba en la casa con ella, no pudo evitar notar la dignidad con que se dejaba llevar.

– Gracias por recibirme -dijo ella-. No me vas a decir dónde puedo encontrar a tu padre, ¿verdad?

– Dudo que sea lo más inteligente.

Sheila sonrió apenada.

– En ese caso, me voy. Gracias por tu tiempo.

– ¿Piensas ir en coche hasta el valle esta noche?

Noah estudió las facciones cansadas de Sheila. No sabía hasta qué punto podía fiarse de ella. Aunque le parecía sincera, tenía la impresión de que ocultaba algo; un secreto que tenía miedo de compartir.

– No -contestó ella-. Volveré mañana.

– Creía que te esperaba tu hija.

– Esta noche no. Se lo debe de estar pasando en grande. Su abuela la malcría.

Noah se rascó la barbilla y arqueó las cejas.

– No sabía que tu madre vivía -dijo.

– No. Emily está con la madre de mi ex marido. Nos llevamos muy bien.

– ¿Y también te llevas bien con tu ex?

– Jeff y yo somos civilizados.

– Así que lo sigues viendo.

– No puedo evitarlo. Tenemos una hija.

– ¿Y la trata bien?

– Supongo que sí. ¿Acaso importa?

– ¿Cómo no va a importar? -replicó él, perplejo.

– A mí sí, por supuesto. Pero no entiendo por qué te importa a ti.

– Tienes razón. No he debido entrometerme en un tema tan delicado.

Sheila se puso tensa. La conversación se estaba volviendo demasiado personal. El divorcio había sido una experiencia dolorosa y prefería no pensar en ello. No le gustaba hablar de Jeff con nadie, y menos con un hombre al que empezaba a admirar. Además, no era asunto de Noah. Buscó las llaves del coche en el bolso y dijo:

– Creo que será mejor que me vaya.

– ¿Otra vez te quieres escapar?

– ¿Cómo dices?

– ¿No es eso lo que tratabas de hacer cuando has salido a la terraza? No me negarás que intentabas evitar una confrontación conmigo.

– Estabas discutiendo con tu hijo. Sólo trataba de darte un poco de intimidad.

Noah la miró fijamente a los ojos.

– No ha sido sólo por eso, ¿verdad?

– No entiendo qué insinúas.

– Por supuesto que sí -afirmó él, acercándose más-. Tratas de evitarme cada vez que la conversación se vuelve personal.

– He venido a hablar de negocios. No es un asunto personal.

– Guárdate ese discurso para otro.

Ella lo miró con expresión desafiante, pero mantuvo el aplomo.

– Déjate de rodeos y dime qué es lo que te molesta.

– Has venido para intentar hablar con Ben-contestó él-. Me estabas puenteando. No soy tonto. Sé que estabas tratando de evitarme a propósito.

– ¡Porque no querías atenerte a razones!

– Soy un hombre razonable -le acarició la barbilla y la miró fijamente-Quédate, por favor -suplicó.

– ¿Para qué?

– Podríamos empezar por hablar de tus planes para sacar adelante la bodega.

– ¿Cambiarías tu postura sobre el pago de la aseguradora?

El sonrió y empezó a jugar con el cuello de la gabardina.

– Creo que podrías convencerme para que hiciera cualquier cosa -susurró.

A Sheila se le aceleró el corazón. Dio un paso atrás, se cruzó de brazos y lo miró con desconfianza.

– ¿Qué haría falta? -preguntó.

– ¿Para qué?

– Para que escuches mi versión de lo ocurrido.

– No mucho.

– ¿Cuánto?

La sonrisa de Noah se hizo más ancha y se le iluminaron los ojos con picardía.

– ¿Por qué no empezamos con una cena? -propuso-. Nada me gustaría más que escucharte mientras tomo una copa del mejor vino de Cascade Valley.

– De acuerdo. ¿Por qué no? Pero antes dejemos las reglas claras. Insisto en que mantengamos la conversación en el ámbito de los negocios.

– Tú ven conmigo. Ya veremos qué nos deparan la conversación y la noche.

Cuatro

El restaurante que eligió Noah estaba situado en una colina empinada, cerca del centro de la ciudad. Era un lugar único; el edificio, de estilo victoriano, era obra de uno de los fundadores de Seattle. Aunque habían remodelado el interior para adecuarlo a los clientes de L’Epicure, la estructura conservaba el encanto del siglo XIX.

Un camarero vestido de etiqueta los escoltó por la escalera hasta un salón privado de la segunda planta. La mesa estaba al lado de un ventanal con vistas a la ciudad.

– Qué bonito -murmuró Sheila.

Noah le apartó la silla para que se sentara antes de hacer lo propio con la suya al otro lado de la mesa. Aunque trataba de mostrarse tranquilo, se notaba que seguía alterado. La comodidad del silencio que habían compartido en el coche se había perdido en la intimidad del restaurante.

Antes de que el camarero se fuera, Noah le pidió la especialidad de la casa y una botella de chardonnay de Cascade Valley. Sheila arqueó las cejas al oírlo, pero el camarero tomó nota como si la petición no tuviera nada de extraordinario y se marchó de la sala.

– ¿Por qué un restaurante francés tiene un vino local? -preguntó ella.

– Porque mi padre insiste en que lo tenga.

El camarero regresó con la botella y esperó a que Noah le diera el visto bueno para servir las copas.

Sheila aguardó a que se fuera para insistir con el asunto.

– ¿L’Epicure tiene un vino especial para tu padre?

– Es una forma de decirlo. L’Epicure es una empresa de Wilder Investments.

– Igual que Cascade Valley.

– Sí. Aunque el restaurante tiene una carta de vinos europeos muy completa, Ben quiere que también ofrezca los vinos de Cascade Valley.

– Y tu padre está acostumbrado a conseguir lo que quiere, ¿verdad?

Los ojos azules de Noah se volvieron fríos como témpanos.

– Se podría decir que sí.

La llegada del camarero con la comida impidió que se explayara más. Sheila esperó a que les sirviera y se marchara para seguir con la conversación.

– Algo me dice que no te gusta trabajar para tu padre -comentó, antes de empezar a comer.

Noah frunció el ceño, dejó el tenedor en la mesa, juntó las manos y la miró a los ojos.

– Creo que deberíamos dejar clara una cosa -dijo entre dientes-: No trabajo para Ben Wilder.

– Pero creía que…

– ¡He dicho que no trabajo para mi padre! Ni trabajo para él ni Wilder Investments me paga un sueldo.

No cabía duda de que no quería hablar ni de su padre ni de la empresa.

– Creo que me debes una explicación -afirmó ella, dejando la comida a un lado-. ¿Por qué estoy sentada aquí perdiendo el tiempo contigo, si acabas de decir que no tienes nada que ver con Wilder Investments?

– Porque querías conocerme mejor.

Sheila no se lo podía negar, pero tampoco podía evitar sentirse traicionada. Noah le había prometido que hablarían de negocios, aun sabiendo, en todo momento, que no podría hacer nada para ayudarla a salvar la bodega y la reputación de su padre.

– Quiero saber por qué me has engañado -dijo-. ¿O es que has olvidado las reglas que acordamos?

– No te he engañado.

– Acabas de decir que no trabajas en Wilder Investments.

– He dicho que no trabajo para mi padre y que no estoy en la nómina de la empresa.

– Eso no tiene sentido. ¿Qué haces exactamente?

Noah se encogió de hombros, como si se resignara a un destino que aborrecía.

– Te debo una explicación -reconoció-. Trabajaba para mi padre. Cuando terminé los estudios me prepararon para asumir el puesto que le correspondía al único heredero de Ben: la dirección de Wilder Investments cuando mi padre decidiera jubilarse. Nunca me sentí muy cómodo con la situación, pero necesitaba la seguridad que me brindaba el trabajo en la empresa, por motivos personales.

– ¿Por tu mujer y tu hijo?

– ¡Jamás he estado casado!

– Perdón, no sabía. Como tienes un hijo…

– ¿No sabes lo de Marilyn? -preguntó él, mirándola con suspicacia-. Si eso es cierto, debes de ser la única persona en Seattle que no conoce las circunstancias que rodearon el nacimiento de Sean. La prensa no nos dejaba en paz. Ni todo el dinero de Ben podía callarlos.

– No he vivido nunca en Seattle, y no prestaba atención a lo que hacían el socio de mi padre y su hijo. Era una adolescente y no sabía nada de ti.

Noah se tranquilizó al ver la mirada afligida de Sheila.

– La verdad es que de eso hace mucho tiempo -reconoció.

Ella tomó la copa de vino con manos temblorosas y evitó mirar a Noah a los ojos mientras dejaba los cubiertos en el plato. Aunque la comida estaba deliciosa, había perdido el apetito.

El siguió comiendo el pescado en silencio. Pasó un largo rato antes de que volviera a hablar; cuando lo hizo sonaba más tranquilo, pero no había un ápice de emoción en su voz.

– Renuncié a trabajar para mi padre por muchos motivos -dijo-. Demasiados para tratar de explicarlos. No me gustaba que el resto de los empleados me tratara como el hijo de Ben Wilder y, a decir verdad, nunca me he llevado bien con mi padre. Trabajar para él sólo sirvió para profundizar nuestras diferencias.

Noah apretó los dientes y dejó la servilleta en la mesa mientras recordaba el día en que se había liberado de las cadenas de Wilder Investments.

– Me quedé mientras pude -continuó-, hasta que una de las inversiones de mi padre se echó a perder y me ordenó que investigara los motivos. Una fábrica no estaba obteniendo los beneficios esperados y, aunque el gerente no tenía la culpa, Ben lo despidió.

Noah tomó un trago de vino, como si el alcohol sirviera para aplacar la ira que sentía cada vez que recordaba la dolorosa escena en el despacho de su padre; el mismo despacho que ocupaba él desde hacía poco más de un mes. Aún lo atormentaba la imagen de aquel hombre de cincuenta años que había tenido que soportar el castigo de Ben Wilder. Nunca podría olvidar la cara apesadumbrada de Sam Steele al darse cuenta de que lo iban a despedir por un error que no había cometido. Sam lo había mirado en busca de apoyo, pero hasta las súplicas de Noah habían sido inútiles. Ben necesitaba un chivo expiatorio y había despedido al pobre Steele para transmitir un mensaje claro al resto de los empleados. No le había importado que Sam no pudiera encontrar otro trabajo con un sueldo comparable ni que tuviera dos hijas en la universidad, lo único que le importaba a Ben Wilder era su empresa, su fortuna y su poder.

Aunque habían pasado muchos años, a Noah se le hacía un nudo en el estómago cada vez que recordaba el rostro curtido de Steele tras abandonar el despacho de Ben.

– “No te preocupes, chico -le había dicho, cariñosamente-. Has hecho cuanto podías. Saldré adelante.”

La mirada expectante de Sheila lo devolvió al presente.

– Ese incidente fue la gota que colmó el vaso -declaró-. Aquella tarde dimití, saqué a Sean del colegio, me fui a vivir a Oregón y me dije que no volvería nunca.

Ella se quedó en silencio, contemplando la pena reflejada en la cara de Noah mientras le revelaba detalles escabrosos de su vida. Quería oír más para entender mejor al enigmático hombre que tenía delante, pero la aterraba la intimidad que estaban compartiendo. Ya se sentía peligrosamente atraída por él, y la intuición le decía que lo que estaba a punto de contarle haría que lo deseara más aún. El mayor problema era que estaba segura de que encariñarse con Noah sólo le acarrearía dolor. No podía confiar en él. Aún no.

– No tienes que hablar de esto -dijo al fin-. Se nota lo mucho que te afecta.

– Porque fui débil.

– No te entiendo, y no estoy segura de querer entenderte.

– Eres tú la que insistía en que te debía una explicación.

– No sobre toda tu vida.

– Pensaba que querías conocerme mejor.

– No. Lo único que quiero saber es cuál es tu relación con Wilder Investments.

Era mentira. Se moría de ganas de decirle que quería conocerlo a fondo y llegar a tocarlo en cuerpo y alma. Sin embargo, bajó la vista y añadió:

– Estás al frente de la empresa, ¿verdad?

– De momento.

– Y tienes poderes para tomar cualquier decisión.