Penelope miró sus anchas espaldas hasta que lo perdió de vista. Sólo entonces se tomó la molestia de poner en orden sus ideas y valorar la situación.
Y al hacerlo…
– ¡Maldita sea! -murmuró entre dientes.
Era incapaz de encontrar un defecto en Barnaby Adair; en su talento como investigador, ninguno, al menos de momento, y, más sorprendente aún, en sus atributos varoniles tampoco. Aquello no era buena señal. Normalmente, y más después de haber conversado un par de veces con un caballero, ya lo habría descartado.
A Barnaby Adair no podía descartarlo. Y entre otras razones porque no se dejaba descartar.
Penelope no sabía a ciencia cierta qué iba a hacer con él, pero estaba claro que tendría que hacer algo. O bien tomar medidas para anular el efecto que ejercía en ella, o bien seguir aguantando a su díscola cabeza y a sus absortos sentidos.
La segunda opción era inadmisible. Y hasta que lograra la primera no sería capaz, era evidente, de manejar a Barnaby a su antojo.
CAPÍTULO 05
A las nueve en punto de la mañana siguiente, el inspector Basil Stokes estaba en la acera de St. John's High Street observando la puerta de una tienda pequeña. Pasado un rato, abrió la puerta y entró.
Encima de la puerta sonó una campanilla; dos chicas que trabajaban en una mesa al fondo del estrecho espacio rectangular levantaron la mirada. Parpadearon y acto seguido cruzaron fugaces miradas. Una de ellas, que Stokes tomó por la mayor, dejó a un lado el sombrero que estaba adornando y se acercó al pequeño mostrador.
Con voz vacilante preguntó:
– ¿Qué se le ofrece, señor?
Stokes entendía su confusión; él no era el tipo de cliente habitual en una sombrerería de señoras. Echó un vistazo en derredor y poco faltó para que hiciera una mueca ante las plumas, encajes, cintas y fruslerías que colgaban de percheros y adornaban sombreros de formas variopintas. Se sentía fuera de lugar, como si se hubiese colado en el tocador de una señora.
Devolviendo la mirada a la cara redonda de la chica, dijo:
– Busco a la señorita Martin. ¿Está aquí?
La chica se puso nerviosa.
– ¿Quién pregunta por ella, señor?
Estuvo a punto de decirle su cargo pero cayó en la cuenta de que Griselda, la señorita Martin, probablemente proferiría que su personal no supiera que recibía una visite de le policía.
– El señor Stokes. Creo que me recordará. Sólo será un momento, si es posible.
Como tantas personas, la chica no supo establecer su clase social; por si acaso, hizo una reverencia.
– Voy a preguntar.
Desapareció tras la gruesa cortina de la trastienda. El inspector echó un vistazo en derredor. Dos espejos colgaban de una pared. Vio su imagen en uno de ellos, enmarcada por creaciones de plumas y cintas, flores artificiales y lentejuelas expuestas en la pared que tenía detrás. Enseguida desvió la vista.
Al otro lado de la cortina se oía un murmullo de voces que se iba acercando. Clavó su mirada en la cortina cuando ésta se abrió para franquear el paso a una visión tan preciosa como la recordaba.
Griselda Martin no era alta ni baja, ni llenita ni esbelta. Tenía una cara redonda de rasgos agradables, grandes ojos azul lavanda perfilados por pobladas pestañas negras, frente amplia, nariz respingona cruzada por una bandada de pecas, mejillas sonrosadas y labios como un capullo de rosa. El abundante pelo azabache, recogido en un moño en la nuca, enmarcaba su semblante. Aunque su estilo estaba a años luz de la belleza aristocrática, para Stokes era perfecta en todos los aspectos.
Sus ojos eran tales que deberían estar brillando, pero cuando lo miró fueron serios, prudentes, una pizca precavidos.
– Señor Stokes… -Ella también evitó decir su cargo.
Él inclinó la cabeza.
– Señorita Martin, ¿podría dedicarme un momento? Me gustaría comentar un asunto de negocios.
Griselda agradeció que tuviera el tacto de no mencionar a la policía delante de su personal. Se relajó un poco y se volvió hacia sus ayudantes.
– Imogen, Jane, id a hacer el reparto ahora.
Ambas chicas, que habían estado escuchando y observando con avidez, se mostraron decepcionadas, pero dijeron a coro:
– Sí, señorita Martin.
Y dejaron a un lado sus labores.
– Tendrá que aguardar un momento -murmuró Griselda a Stokes.
Éste asintió y se hizo a un lado, procurando ser lo más discreto posible, tarea nada fácil dado que medía más de metro ochenta y era corpulento y ancho de espaldas. Observó mientras las chicas reunían varios paquetes y sombrereras antes de ponerse la capa y el sombrero. Cargadas con sus bultos, se dirigieron hacia la salida mirándole con curiosidad al pasar junto a él.
En cuanto la puerta se cerró a sus espaldas, Griselda preguntó:
– ¿Es por lo de Petticoat Lane?
La inquietud se traslució en su voz. Stokes se apresuró a tranquilizarla.
– No, en absoluto. El maleante fue deportado, así que no debe temer nada de él.
Griselda exhaló un suspiro de alivio.
– Bien. -La curiosidad le asomó a los ojos. Ladeó ligeramente la cabeza. -Pues entonces, ¿a qué debo esta visita, inspector?
«A que no puedo apartarla a usted de mi mente.» Stokes carraspeó.
– Como ya dije en su momento, el Cuerpo de Policía y yo le quedamos muy agradecidos por la ayuda que nos prestó en el asunto de Petticoat Lane. -Griselda, junto con numerosos testigos, había visto a un hombre dar tal paliza a una mujer que faltó poco para que la matase. De todos los curiosos, sólo ella y un viejo casi ciego habían estado dispuestos a prestar declaración sobre los hechos; sin el testimonio de Griselda, habría sido imposible interponer una acción judicial. -Ése no es, sin embargo, el asunto que me ha traído aquí.
Llevándose una mano a la espalda, cruzó los dedos.
– Cuando leí su declaración sobre lo de Petticoat Lane me enteré de que, aunque ahora vive y trabaja en este distrito, se crio en el East End. Su padre aún vive allí, y usted misma es bien conocida, al menos en su barrio.
Griselda frunció el entrecejo.
– Puede que haya mejorado mi dicción para facilitar el trato con mis clientes pero nunca he ocultado mis orígenes.
– No, y eso es en parte lo que me ha traído aquí. -Echó un vistazo a la entrada de la tienda para confirmar que ningún cliente iba a interrumpirlos, y se volvió de nuevo hacia ella. -Tengo un caso de niños desaparecidos en el East End. Niños de corta edad, entro siete y diez años, nacidos y criados en esa parte de la ciudad. Estos niños acababan de quedarse huérfanos. La mañana siguiente al fallecimiento de su padre o tutor, apareció un hombre diciendo que lo enviaban las autoridades а recoger al niño. En los casos que investigamos, el padre o el tutor había hecho los trámites necesarios para que el huérfano ingresara en el orfanato, de modo que los vecinos entregaron los niños, para pocas horas después descubrir, al llegar la gente del orfanato, que el hombre en cuestión no tenía relación alguna con esa institución.
Arrugando más la frente, Griselda asintió, instándolo a proseguir.
Stokes tomó aire para mitigar la extraña opresión que le ceñía el pecho.
– Carezco de contactos en el East End y la policía local no está bien arraigada. Así que me preguntaba si… me consta que es pedirle mucho, sé cómo se percibe a la policía… si estaría dispuesta a prestarnos su ayuda en la medida de lo posible. Creemos que a esos niños los raptan para entrenarlos como galopines.
Griselda abrió los ojos como platos.
– ¿Una escuela de ladrones? -Su tono dejó claro que sabía qué era exactamente. Stokes asintió.
Necesito dar con alguien que pueda decirme si corren rumores de que algún maleante en concreto haya montado una escuela hace poco.
Ella cruzó los brazos y soltó un resoplido.
– Bueno, perderá el tiempo si pregunta a sus colegas. Serían los Últimos en enterarse.
– Ya lo sé. Y le ruego que no piense que yo doy por sentado que usted lo sepa, que no es así, pero se me ocurrió que a lo mejor conocía a alguien que pudiera darnos un nombre o una dirección.
Griselda lo estudiaba con su mirada firme y franca. Stokes guardó silencio, presintiendo que si insistía ella rehusaría ayudarlo.
La mujer estaba en un dilema. Conocía el East End; de ahí que hubiese puesto tanto empeño, y trabajado tanto y tan duro, para salir de allí. Había cursado un riguroso aprendizaje, luego trabajó arduamente e hizo grandes economías hasta reunir lo suficiente para alquilar su propio local, y entonces siguió trabajando día y noche para establecerse en el sector. Había tenido éxito y había dejado el East End muy atrás. Y de repinte ahí tenía a aquel policía tan guapo preguntando si estaba dispuesta a regresar a los bajos fondos. Por él y por su caso.
No, se corrigió a sí misma, no lo pedía por él. Trataba de ayudar a unos niños que eran del mismo barrio bajo que ella había abandonado. Sabía del orfanato y su reputación; esos niños habrían tenido una oportunidad de prosperar y superarse si hubiesen ido allí, tal como sus agonizantes padres habían dispuesto.
El futuro de unos niños. Eso era lo que estaba en juego.
Griselda ya no tenía hermanos; había perdido a los tres en la guerra años atrás. El mayor tenía veinte años al morir; en realidad no habían tenido ocasión de vivir su vida.
Entornando los ojos, preguntó:
– ¿Cuánto hace que se llevaron a esos chavales?
– Viene ocurriendo desde hace unas semanas, pero el último de cuatro desapareció hace sólo dos días.
De modo que aún era posible salvarlos.
– ¿Está seguro de que se trata de una escuela de ladrones?
– Parece lo más probable. -Sin que se lo pidiera Griselda, Stokes describió a los niños, eliminando así las otras posibilidades. Se guardó de abundar en esas alternativas; no era necesario, ella conocía de sobra la realidad del mundo que había abandonado.
Volvió a quedarse callado, a la espera… como un predador, eso sí, pero puso cuidado en no mostrar esta faceta de su ser.
Griselda se planteó desentenderse del asunto, pero en su fuero interno cedió.
– No puedo decirle lo que no sé, pero puedo preguntar por ahí. Visito a mi padre todas las semanas. Le cuesta mucho andar y sale poco, pero se entera de todo y ha vivido toda su vida en el barrio. Tal vez no sepa quién ha montado una escuela hace poco, pero sabrá quién las montaba en el pasado y puede seguir dedicándose a eso.
La tensión que había atenazado a Stokes se aflojó.
– Gracias. Agradeceré cualquier cosa que podamos averiguar.
– ¿Podamos?
Stokes cambió de postura.
– Siendo yo quien le ha pedido que vuelva a visitar ese barrio, debo insistir en acompañarla. A modo de protección.
– ¿Protección? -Griselda le lanzó uno mirada divertida y un tanto condescendiente. -Inspector…
Se calló y repensó lo que casi había dicho, que en el East End no sería ella sino él quien necesitaría protección. Se mordió la lengua porque finalmente se había dignado mirarlo con atención, plantado en medio de su pequeña tienda ocupando demasiado espacio.
Griselda ya lo había tratado brevemente con anterioridad, pero eso había sido en un centro de vigilancia entre una multitud arremolinada de hombres fornidos que habían camuflado su apariencia. Hoy estaba solo, y ella no podía pasar por alto su enjuta dureza, como tampoco la manera en que se movía, sugiriendo que se desenvolvería muy bien en una reyerta.
Algunos caballeros de la buena sociedad tenían ese mismo perfil amenazador que brillaba a través de su apariencia, recordando, a los prudentes que bajo su capa de refinamiento latía un corazón nada civilizado.
Griselda carraspeó y dijo:
– En realidad no necesito escolta, inspector. Visito regularmente a mi padre.
– Tal vez, pero el incidente de Petticoat Lane aún podría tener repercusiones, y como en este caso su incursión en el barrio es a petición mía, espero comprenda que en conciencia no puedo permitir que vaya usted sola.
– Pero…
– Lo siento pero insisto, señorita Martin.
Ella frunció el ceño. Su tono quizá diera a entender que se trataba de una petición, pero la expresión de su semblante de rasgos morenos y el gris apagado de sus ojos decían inequívocamente que, por alguna razón enrevesadamente masculina, no iba a cambiar de postura. Conocía aquella mirada; la había visto en su padre y sus hermanos en infinidad de ocasiones.
Lo cual significaba que sería inútil discutir. Además, Imogen y Jane no tardarían en volver, y sería mejor que ya se hubiese ido cuando llegaran.
Suspiró para sus adentros otra vez. En realidad no la iba a perjudicar pasear por el East End con un hombre como aquel pisándole los talones. Más de una mujer daría cualquier cosa por tal privilegio, y allí le tenía ofreciéndose, y gratis. Asintió.
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