La sonrisa de Penelope tembló.

– Lo haremos.

Se volvió hacia la puerta.

La habitación estaba tan atestada que Barnaby tuvo que arrimarse a un lado para dejarla pasar. Antes de salir detrás de ella, miró a la señora Carter, le sostuvo la mirada e inclinó la cabeza.

– Señora. Nos aseguraremos de que Jemmie esté a salvo.

Al volverse hacia la puerta se fijó en que la atención de Jemmie seguía puesta en su madre. Le tocó el hombro y le señaló la entrada.

Arrugando levemente la frente, el niño le siguió. Como Penelope aguardaba junto a la puerta, la minúscula entrada estaba abarrotada, pero al menos podían hablar sin molestar a la señora Carter. Jemmie se detuvo justo después de cruzar el umbral, desde donde podía ver a su madre.

Barnaby se paró, hurgó en el bolsillo del chaleco y sacó todo el suelto que llevaba encima. No iba a dar a Jemmie un soberano; estar en posesión de tanto dinero pondría al niño en situación de riesgo,

– Toma. -Cogió una de las huesudas manos de Jemmie, la giró, hacia arriba y le llenó la palma de monedas. Antes de que el azorado chaval tuviera ocasión de reaccionar, agregó: -Esto no es caridad. Es un regalo para tu madre. Un regalo sorpresa. No quiero que se lo cuentes, pero tienes que darme tu palabra de que usarás el dinero en lo que más signifique para ella.

Jemmie se había quedado con la mirada fija en el montón de cobre y plata que tenía en la mano. Apretaba con fuerza los labios. Al cabo de un prolongado silencio levantó la vista hacia Barnaby con expresión cautelosa.

– ¿Qué significará más para ella?

– Tienes que comer. -Barnaby sostuvo la mirada de Jemmie. -Sé que ella tiene poco apetito, pero contra eso ni tú ni nadie puede hacer nada. No gastes el dinero en manjares para tentarla; no dará resultado. Eso ya no le interesa. Lo único que la hará feliz, que hará más dichosas sus últimas semanas o meses, será verte bien. Sé que te sabrá mal comer sin que ella coma, pero debes hacerlo por ella, tienes que obligarte a comer… más de lo que has estado comiendo.

Jemmie bajó la mirada al suelo.

Barnaby hizo una pausa y notó una opresión en el pecho al inhalar aire.

– Tú eres lo más importante de su vida, lo más importante que dejará atrás. Eres lo que más quiere ahora, y eso debes respetarlo y cuidarlo; cuida de ti… por ella.

Tras vacilar un instante apoyó una mano en el huesudo hombro de Jemmie, le dio un apretón y lo soltó.

Sé que no es fácil, pero es lo que tienes que hacer. -Hizo otra pausa y luego preguntó: -¿Lo prometes?

Jemmie no levantó la mirada. Mantuvo los ojos fijos en el reluciente montón de monedas. Una lágrima se deslizó y cayó sobre el montón. Luego asintió.

– Sí-musitó. -Lo prometo.

Barnaby asintió.

Bien. Esconde las monedas.

Dio media vuelta y se reunió con Penelope junto a la puerta. Ella había estado observando en silencio. Su mirada se entretuvo en el rostro de Barnaby un momento más, y luego se volvió, abrió la puerto y salió. Agachándose de nuevo, él la siguió al tenebroso callejón. Jemmie corrió a la puerta secándose la cara con la manga.

– Gracias. -Miró a Barnaby y luego a Penelope. -A los dos.

Barnaby asintió.

– Recuerda tu promesa. Volveremos a buscarte cuando llegue la hora.

Y tomó el brazo de Penelope para encaminarse hacia Arnold Circus. Con la viste al frente, ella dijo:

– Gracias. Lo ha hecho muy bien.

Barnaby encogió los hombros. Lanzó una última mirada a la puerta de la señora Carter; estaba cerrada.

– ¿Cómo haremos para que Jemmie no caiga en manos de esos delincuentes?

Penelope hizo una mueca.

– Me había figurado que advertiríamos a la señora Carter, y también a Jemmie, pero como bien ha dicho él, sólo le faltan más preocupaciones.

Barnaby asintió.

– Lo mismo que a él. -Al cabo de un momento añadió: -Y además advertirle no le haría ningún bien. Si nuestros villanos lo quieren se lo llevarán, y con lo enclenque que está no podrá defenderse. Será mejor para él no intentarlo.

El bullicio y la menos sombría penumbra de Arnold Circus se acercaban.

– Hablaré con Stokes. -Barnaby miró en derredor cuando entraron en la plaza redonda. -Hará que los agentes del barrio estén ojo avizor. ¿Qué hay de los vecinos? ¿Podemos hablar con alguno?

– Lamentablemente, en este caso los vecinos sirven de poco. La señora Carter no hace mucho que se ha mudado aquí. Antes vivían en una calle mejor, pero cuando no pudo seguir trabajando y Jemmie tuvo que dedicar más tiempo a cuidarla, no les alcanzaba para pagar el alquiler. El casero actual es un viejo amigo de la familia; no les cobra nada por las habitaciones. Fue él quien convenció a la señora Carter para que nos mandara llamar. Pero no hay nadie con quien se sienta a gusto en la vecindad, nadie en quien confíe para vigilar su casa. El casero vive a unas pocas calles de aquí.

Al llegar junto al carruaje, Penelope se detuvo y apretó la mandíbula.

– Haré que alguien dé aviso al casero. Seguro que se ocupará de los Carter en la medida en que pueda. Le pediré que nos mande aviso si él o alguien se entera o ve algo sospechoso.

Barnaby abrió la portezuela, le cogió la mano y la ayudó a subir. Luego él montó a su vez. En cuanto el carruaje se cerró, el cochero, azuzó el caballo y emprendieron el largo viaje de regreso hacia calles más elegantes.

– Me parece que no podemos hacer más -Barnaby contemplaba el monótono paisaje urbano. Su tono daba a entender que deseaba que no fuera así, que hubiera algo más concreto que pudieran hacer para proteger a Jemmie sin preocupar a su madre, quizás innecesariamente.

Penelope hizo otra mueca; ella también miraba por la ventanilla. Y en su fuero interno se debatía, no con su conciencia pero sí con algo muy próximo a ella: su sentido de lo correcto, de la verdad, de elogiar al prójimo cuando lo merecía.

De reconocer la humanidad de Barnaby Adair.

Preferiría con mucho considerarlo un típico caballero de buena familia, desvinculado del mundo por el que circulaba el carruaje, un hombre nada interesado y ajeno a los asuntos con que ella se enfrentaba a diario.

Por desgracia, su vocación, esa faceta suya que la había obligado a buscar la ayuda de él, era prueba fehaciente de que Barnaby era lo contrario.

Viéndole tratar con Jemmie, oyendo el compromiso que había transmitido su voz al decirle a la pobre señora Carter que mantendría a Jemmie a salvo, le había hecho imposible seguir cerrando los ojos y el alma ante sus virtudes, mucho más atractivas para ella que su desenfadado encanto.

Cuando aquella mañana él se había personado en el orfanato, Penelope estaba resuelta a guardar las distancias. A que su trato se limitara puramente a lo profesional, a reprimir cada pequeño temblor de sus indisciplinados nervios, sin darle el menor motivo para pensar que ejercía algún efecto en ella.

Pero su determinación flaqueó, ilógicamente, cuando al llegar temprano, Barnaby había demostrado que captaba su empeño y voluntad mucho mejor que cualquier otro hombre que ella conociera. Pero enseguida se obstinó, ciñéndose a su plan para tratar con él.

Y luego… él se había comportado como pocos caballeros lo habían hecho, ganándose su respeto hasta un punto que ningún hombre había alcanzado.

En menos de una hora Barnaby había vuelto insostenible el plan de ella. No iba a ser capaz de ignorarlo, ni siquiera de fingir que lo ignoraba, puesto que había conseguido que lo admirase. Que lo apreciase. Como persona, no sólo como hombre.

Con la mirada fija en las casas ruinosas que se deslizaban ante sus ojos, admitió en su fuero interno que necesitaba volver a plantearse la manera de tratar con él. Necesitaba un plan mejor.

Reinó el silencio hasta que el coche de punto se detuvo delante del orfanato. Barnaby salió de su ensimismamiento, desprendiéndose de la inquietante y persistente idea de impedir que Penelope siguiera haciendo visitas como aquélla. Se apeó, la ayudó a bajar y pagó al cochero, dándole una generosa propina.

Mientras el agradecido hombre se alejaba traqueteando, Barnaby se volvió, recordó no sujetarle el brazo como había hecho en los bajos fondos, un gesto protector que sólo aquel entorno excusaba, y en cambio le tomó la mano y enlazó su brazo con el suyo.

Penelope le lanzó una breve mirada pero accedió. Él abrió la verja y recorrieron juntos el sendero hasta la puerta principal.

Tocó la campanilla.

Penelope retiró la mano de su brazo y le dijo:

– Escribiré una carta al casero de la señora Carter de inmediato.

Barnaby asintió.

– Yo me pondré en contacto con Stokes y le explicaré la situación. -La miró a los ojos. -¿Dónde estará esta noche?

Los ojazos castaños de Penelope parpadearon.

– ¿Por qué lo pregunta?

La súbita irritación de ella lo agobió, acrecentada por su patente perplejidad.

– Por si se me ocurre algo más que usted necesite saber. -Hizo que sonara como algo obvio.

– Ah. -Penelope reflexionó como si revisara mentalmente su agenda. -Mamá y yo asistiremos a la fiesta de lady Moffat.

– Entiendo.

Para su alivio, la puerta se abrió. Saludó con la cabeza a la señora Keggs, hizo una breve reverencia a Penelope, giró en redondo y se fue.

Antes de decir algo todavía más inane.

CAPÍTULO 06

A las tres en punto de aquella tarde Stokes se presentó en la puerta de Griselda Martin. Ella lo estaba esperando. Las persianas que cerraban el escaparate y el panel de cristal de la puerta ya estaban bajadas. No había ni rastro de sus aprendizas.

Griselda se fijó en el coche de punto que aguardaba en la calle.

– Sólo he de recoger el sombrero y el bolso -dijo.

Stokes aguardó en el umbral mientras ella iba con afán a la trastienda y reaparecía momentos después atándose un sombrero de paja sobre el pelo moreno. Incluso a los ojos de Stokes, el sombrero se veía elegante.

Griselda regresó a la parte delantera, indicándole con brioso ademán que bajara los escalones delante de ella. Cerró la puerta con llave, metió la pesada llave en el bolso y se reunió con él en la acera.

Stokes caminó a su lado los pocos pasos que los separaban del carruaje, abrió la portezuela y le ofreció la mano.

Griselda se quedó un momento mirándola, y luego aceptó su mano. Teniendo muy presente la fragilidad de los dedos que agarraba, Stokes la ayudó a subir.

– ¿Qué dirección debo dar?

– La esquina de Whitechapel y New Road.

Stokes se lo dijo al cochero y se reunió con ella en el interior. En cuanto la portezuela se cerró, el carruaje dio una sacudida y se echó rodar.

Griselda iba sentada delante de él; Stokes no podía evitar que su mirada se posara en ella, que permanecía inmóvil como hacía la mayoría de gente en su presencia, pero él reparó en que tenía firmemente agarrado el bolso que llevaba en el regazo.

Se obligó a mirar hacia otro lado pero las fachadas que se deslizaban deprisa no retenían su atención. Ni su mirada, que volvía a posarse en ella una y otra vez. Pronto tuvo claro que debía decir algo para no inquietarla.

Lo único que se le ocurrió fue:

– Quiero darle las gracias por haber accedido a ayudarme.

Griselda lo miró de hito en hito.

– Está intentando rescatar a cuatro niños pequeños, y es posible que a más. Claro que voy a ayudarle… ¿Qué clase de mujer no lo haría?

Stokes se apresuró en tranquilizarla.

– Sólo quería decir que le estoy agradecido. -Vaciló un momento y añadió: -Y si quiere que le diga la verdad, a no todas las mujeres les gustaría mezclarse con la policía.

Griselda lo estudió un momento, luego soltó un leve resoplido y miró hacia otra parte.

Después de cavilar un rato, él decidió que el silencio era la mejor opción. Al menos tras su breve intercambio ella ya no sujetaba el bolso con tanto nerviosismo.

Tal como le habían indicado, el cochero paró en el cruce de Whitechapel y New Road. Stokes bajó primero. Griselda se encontró siendo apeada con el mismo cuidado que le habían prodigado para subir al carruaje. No estaba acostumbrada a tales cortesías, pero pensó que bien podría habituarse.

Aunque era poco probable que tuviera ocasión; Stokes y ella estaban allí por trabajo, nada más.

Stokes ordenó al cochero que los aguardara. Llenando de aire unos pulmones que de pronto parecían apretados -tal vez se había ceñido demasiado el traje de calle, -levantó el mentón y señaló calle, abajo.

– Por ahí.

Durante el trayecto, ella había observado al inspector a hurtadillas, estudiando su rostro de rasgos morenos en busca de algún signo de desprecio a medida que se adentraban en los barrios viejos. No se avergonzaba de su origen pero sabía lo que la gente pensaba acerca del East End. Más no había detectado ni una pizca de desdén, ningún gesto delator de su arrogante y afilada nariz.