Entonces, como ahora, el inspector miraba el paisaje urbano con cierto interés imparcial. Caminaba con soltura y sin esfuerzo a su lado, escudriñando las maltrechas casas apretujadas que se sostenían entre sí. Veía cuanto había que ver pero no manifestaba indicio alguno de juzgar nada.
Griselda se sintió menos tensa cuando enfilaron Fieldgate Street abajo para luego tomar la segunda bocacalle a la izquierda, hacia territorio conocido. Se había criado en Myrdle Street. Llegaron a la altura de la casa de su padre; hizo una pausa junto al único peldaño de la puerta y miró a Stokes a los ojos.
– Aquí nací yo. En esta casa. -Por si le interesaba saberlo.
Stokes asintió. Ella lo miró atentamente pero no vio nada aparte de curiosidad. Así pues, con más confianza en cómo transcurriría la próxima media hora, levantó una mano y llamó a la puerta, tres golpes secos, antes de abrirla y entrar.
– ¡Grizzy! ¿Eres tú? -La voz de su padre, cascada por la edad.
– Sí, papá. Vengo con una visita.
Dejó el bolso en la minúscula entrada y pasó delante hacia la habitación del fondo. Su padre estaba recostado en un sofá-cama con un gato rojizo acurrucado en el regazo, ronroneando bajo su mano. Cuando ella entró, los ojos se le iluminaron al ver a su hija y se abrieron más cuando repararon en el hombre que la acompañaba.
Griselda se tranquilizó al constatar que su padre estaba despierto y no parecía demasiado dolorido.
– ¿Ha venido el médico esta mañana?
– Sí -contestó su padre. -Ha dejado otro frasco de tónico.
Ella vio el frasco encima de una vieja cómoda.
– ¿Quién es este? -Su padre estudiaba a Stokes con los ojos Entornados.
Griselda lanzó a Stokes una breve mirada de advertencia.
– Éste es el señor Stokes. -Tomó aire y agregó: -El inspector Stokes, trabaja en Scotland Yard.
– ¿Un polizonte? -El tono de su padre dejó claro que no era un oficio que tuviera en alta estima.
– Así es. -Griselda acercó una silla, se sentó y tomó una mano de su padre entre las suyas. -Pero si dejas que te expliqué por qué ha venido…
– En realidad -interrumpió Stokes, -quizá sea mejor, señor, que yo mismo le explique por qué he convencido a su hija para que organizara este encuentro.
Griselda miró al inspector, pero éste miraba a su padre, que soltó un gruñido pero asintió.
– De acuerdo. ¿A qué viene todo esto?
Stokes se lo contó, simple y llanamente, sin adornos. En un momento dado el hombre lo interrumpió para indicarle una banqueta.
– Siéntese, es tan condenadamente alto que me está dando tortícolis.
Griselda captó la chispa de la sonrisa de Stokes al sentarse. Cuando hubo terminado su explicación, el padre de ella había olvidado todos sus recelos, al menos con aquel policía. Ambos pronto estuvieron enfrascados en evaluar a los posibles delincuentes del barrio.
Sintiendo que estaba de más, Griselda se levantó. Stokes la miró pero el padre reclamó su atención. Sea como fuere, al salir de la habitación notó el peso de la atención del inspector. En la atestada cocina del cobertizo adosado a la casa, encendió el viejo fogón, puso agua a hervir y preparó té. Fue a la entrada, cogió las galletas que no había olvidado meter en el bolso y las dispuso en un plato limpio.
Con la tetera, tres tazones y el plato en una bandeja de madera, regresó al pequeño dormitorio. Su padre se alegró al ver las galletas y se sirvió antes de reanudar la conversación.
Tras repartir los tazones, Griselda se sentó. No los escuchaba, tan sólo dejaba que la cadencia de la voz de su padre la envolviera, observaba su semblante, más animado de lo que lo había visto en años, y en silencio agradeció haber venido con Stokes.
Tener interés por las cosas de la vida mantenía viva a la gente mayor, y Griselda no estaba dispuesta a dejar que su padre se fuera sumido en la tristeza.
Se terminaron el té y las galletas. Griselda se levantó, recogió la bandeja y la llevó a la cocina. Regresó a tiempo para ver a Stokes ponerse de pie, metiéndose su libreta de notas negra en el bolsillo mientras daba las gracias a su padre por el tiempo que le había dedicado.
– Y por su ayuda. -Stokes sonreía con facilidad; tenía, se había fijado ella, una sonrisa que, aunque no la mostraba a menudo, invitaba a las confidencias. -La información que me ha dado es exactamente lo que necesitaba. -Sosteniendo la mirada de su padre, su sonrisa devino irónica. -Me consta que ayudar a la policía en sus pesquisas no está muy bien visto por aquí, de modo que valoro el doble su confianza.
Su padre, según vio Griselda, se pavoneaba en su fuero interno, pero disimuló su satisfacción con un viril gesto de asentimiento y un gruñido:
– Usted encuentre a esos niños y tráigalos de vuelta.
– Si en este mundo existe la justicia, con su ayuda lo haremos.
Stokes miró a Griselda, que acudió al lado de su padre, le tapó las piernas con la manta y le recordó que la señora Pickles, la vecina de al lado, le llevaría la cena al cabo de una hora. Luego le dio un beso en la mejilla y se despidió. El buen hombre se dispuso a echar una siesta, sonriendo con inusual satisfacción. Griselda se reunió con Stokes en la entrada y cogió su bolso.
Stokes le sostuvo abierta la puerta para que pasara y salió a la calle detrás de ella, asegurándose de que el pestillo quedaba bien cerrado.
Iban caminando calle arriba cuando preguntó:
– ¿Es su único pariente?
Griselda asintió y, tras vacilar un instante, agregó:
– A mis tres hermanos los mataron en la guerra. Mi madre murió cuando éramos pequeños.
Stokes asintió, limitándose a caminar a su lado. Al cabo de unos pasos ella se sintió obligada a añadir:
– Quería que se mudara a St. John's Wood conmigo. -Con un gesto abarcó la calle entera. -Aquí no hay demanda de sombreros. Pero él también nació en esta calle y éste es su hogar, donde viven todos sus amigos, de modo que aquí se quedará.
Percibía la mirada de Stokes, más penetrante, más evaluadora, pero ni siquiera ahora sentenciosa.
– Por eso viene a visitarlo a menudo.
No fue una pregunta pero Griselda asintió.
– Vengo tanto como puedo, aunque eso significa en general sólo una vez por semana. Aun así, hay otras personas, como la señora Pickles y el médico, que cuidan de él, y ambos saben cómo dar conmigo si surge la necesidad.
Stokes volvió a asentir pero no agregó nada más. Griselda tenía la pregunta obvia en la punta de la lengua pero vaciló; al cabo, decidió que no había motivo para abstenerse.
– ¿Usted tiene familiares vivos?
Stokes no contestó de inmediato. Griselda ya empezaba a preguntarse si había traspasado una línea invisible cuando él respondió:
– Sí. Mi padre es comerciante en Colchester. No le veo desde… desde hace bastante. Igual que en su caso, mi madre murió hace tiempo, pero yo era hijo único.
No dijo más, pero Griselda tuvo la impresión de que no sólo había sido hijo único, sino también un niño solitario.
Una vez en el carruaje, camino de St. John's Wood, ella preguntó:
– ¿Cómo va a seguir con su investigación?
Stokes la miró; su titubeo sugería que estaba considerando si debía contárselo o no, pero entonces dijo:
– Su padre me ha dado ocho nombres de posibles maestros. Sabía las señas de algunos pero no todas. Tendré que comprobar cada una para ver si se trata del villano que hay detrás de las desapariciones de los niños, pero cualquier pesquisa deberá hacerse con mucho cuidado. Lo último que queremos es que el maestro, sea quien sea, se dé cuenta de que nos estamos interesando por él. Si lo hace, liará el petate y se esfumará en los suburbios, llevándose a los niños consigo. Nunca le atraparemos y habremos echado por tierra la ocasión de rescatar a los niños.
Griselda asintió y dijo:
– Usted no puede ir por ahí preguntando, lo sabe bien. -Mirándolo a los ojos, no supo por qué estaba haciendo aquello, por qué estaba a punto de involucrarse más en una investigación policial -La gente del barrio enseguida sabrá quién es usted. Se ponga el disfraz que ponga, seguirá sin ser «uno de los nuestros».
Stokes hizo una mueca.
– Tengo pocas opciones aparto de la policía local, y a ellos…
– Tampoco les soltarán prenda. -Hizo una pausa y agregó; -Yo, en cambio, aún sé moverme entre la gente del barrio. Saben quién soy, confían en mí. Sigo siendo uno de ellos.
Stokes se había puesto tenso. Una oscura turbulencia le enturbió la mirada.
– No puedo permitir que haga eso. Es demasiado peligroso. Griselda encogió los hombros.
– Me vestiré con desaliño y volveré a hablar con acento. Correré mucho menos peligro que usted.
Stokes le sostuvo la mirada y ella supo que estaba en un dilema.
– Necesita mi ayuda-insistió; -esos niños necesitan mi ayuda. Apretando los labios, él la miró de hito en hito y luego se inclino hacia delante, apoyando los brazos en las rodillas.
– Estaré de acuerdo en que usted haga las preguntas con una única condición: que yo la acompañe.
Ella abrió la boca para señalar lo evidente. ÉI la acalló levantando una mano. Con un buen disfraz puedo pasar desapercibido, siempre y cuando no tenga que hablar. De eso se encargará usted. Yo sólo la Acompañaré para protegerla; o estoy presente, o usted no va.
Griselda tuvo ganas de preguntarle cómo iba a impedírselo, pero si su padre se enteraba de que andaba por ahí preguntando sobre maestros de ladrones se preocuparía mucho, y era indudable que llevar a Stokes con ella sería, incluso en las zonas más duras del East End, una muy buena protección.
Reclinándose en el asiento, asintió.
– Muy bien. Iremos juntos.
Parte de la tensión de Stokes se liberó.
Griselda miró por la ventanilla y vio que ya estaban en St. John's Wood High Street. El carruaje paró en seco delante de su puerta. Stokes se apeó y la ayudó a bajar. Ella decidió que no le costaría acostumbrarse a ser tratada como una dama.
Mientras se sacudía las faldas echó un vistazo a la puerta y luego miró al inspector.
– Bien, ¿cuándo comenzamos?
Él frunció el ceño.
– Mañana no. Debo comunicar la información que hemos descubierto a un colega; el que sometió el caso a mi atención. A lo mejor tiene novedades que nos ayuden a establecer cuál de nuestros villanos es el más probable.
– Muy bien, inclinó la cabeza. -Esperaré sus noticias.
Stokes la acompañó hasta la entrada de la tienda. Mientras subía los escalones, buscaba la llave y abría la puerta, Griselda fue consciente de que Stokes miraba la tienda como si no la hubiera visto antes.
Una vez hubo abierto, se volvió y lo miró enarcando las cejas, insinuando una pregunta.
Stokes respondió con su esquiva sonrisa. Miró un momento al suelo y luego levantó la cabeza.
– Estaba pensando que habrá tenido que trabajar muy duro para llegar hasta aquí desde el East End. -Sus ojos se encontraron. -Eso en sí mismo es un logro importante. Y que haya conservado la capacidad de moverse en sus círculos de antes, cosa que le agradezco porque beneficia a mi investigación… -Hizo una pausa antes de añadir en voz más baja: -Eso también lo encuentro admirable.
Le sostuvo la mirada un momento aguantando la respiración y luego inclinó la cabeza.
– Buenas noches, señorita Martin. Me pondré en contacto con usted dentro de un par de días, en cuanto tenga novedades.
Se volvió y bajó los escalones sin prisa.
Griselda tardó un poco en salir de su asombro, en darse cuenta de que sí, en efecto le había hecho un cumplido, y no precisamente baladí. Sintiéndose súbitamente desnuda, entró en la tienda, cerró la puerta y entonces vaciló. Con la punta de un dedo apartó un poco la persiana y observó cómo se alejaba Stokes, recreándose en su elegante silueta, el musculoso garbo de sus pasos, hasta que subió al coche de punto y cerró la portezuela.
Con un suspiro acallado, soltó la persiana y escuchó el chacoloteo del caballo alejándose despacio.
Esa noche, Barnaby hizo algo que no había hecho nunca. A poyó un hombro contra una pared del salón de una elegante matrona y estudió a una joven dama por encima de las cabezas de los invitados.
Por una vez agradeció que la matrona en cuestión, lady Moffat, tuviera un salón cuyo reducido tamaño no diese cabida a su larga lista de amigos y conocidos. Pese al éxodo constante de familias de buen tono que abandonaban la capital, aún quedaban suficientes para garantizar que el gentío que atestaba aquella estancia limitada le prestara un buen amparo.
En las altas esferas, dicho amparo menguaba día tras día. Justo cuando, por primera vez en su vida, tenía necesidad de él. Su madre se desternillaría de risa si supiera que se hallaba en tales apuros.
Aún se reiría más si le viera.
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