No tenía ninguna pregunta que hacer a Penelope y sin embargo, allí estaba, observándola. Había decidido que, puestos a obsesionarse con ella, más valía hacerlo en persona que quedarse en casa mirando el fuego y viendo su rostro en las llamas. A solas, no apartaría su pensamiento de ella; ningún otro tema, ni siquiera el desconcertante caso que le había planteado, servía para romper el hechizo.
La parte más cuerda y racional de su ser opinaba que debía resistir con tesón a su atractivo. El resto de él, movido por una faceta más primitiva que hasta entonces creía no poseer, ya se había rendido a sus encantos. Como si la idea que revoloteaba por los recovecos de su mente fuera inevitable. Como si hubiera una verdad que no podía, que no sería capaz de negar por más que se empeñara.
Su yo más sofisticado se mofaba y le aseguraba que la dama simplemente le intrigaba por ser tan distinta a las demás que había conocido. Su yo más primitivo hacía caso omiso. Su yo más primitivo observaba, entornando cada vez más los ojos, a los hombres que pululaban en torno a ella. Cuando Hellicar se sumó a ellos pavoneándose, Barnaby renegó para sus adentros, se apartó de la pared y fue a su encuentro.
Penelope se mantenía en sus trece ante el fastidioso puñado de pretendientes cuando entrevió a Barnaby entre el gentío. El torbellino de emociones que sintió al ver que se dirigía hacia ella fue toda una advertencia: excitación, temor y seductor estremecimiento, toda una novedosa y perturbadora mezcla.
Ordenando con severidad a sus estúpidos sentidos que aguantaran, volvió a centrarse en el aristocrático semblante de Harlan Rigby. En ese momento estaba perorando sobre los placeres de la caza, actividad con la que Penelope estaba muy familiarizada, habiéndose criado en Leicestershire con hermanos muy aficionados a las cacerías. Por desgracia, a Rigby no le entraba en la cabeza que una mera mujer pudiera saber nada al respecto. Aún era más lamentable, dado que poseía una considerable fortuna junto con un aspecto pasable, que ni siquiera Hellicar en sus momentos más corrosivos hubiese minado la seguridad en sí mismo de Rigby y mucho menos le hubiese abierto los ojos al simple hecho de que la senda hacia sus favores no pasaba por menospreciar su inteligencia.
Rigby era un problema que aún tenía que aprender a tratar.
Barnaby apareció, y por arte de magia convenció a los caballeros más jóvenes para que le hicieran un sitio a su lado. Eso la dejó flanqueada por él y Hellicar, pero aún de cara a Rigby.
Con una cordial sonrisa, dio su mano a Barnaby. Rigby interrumpió su pesado discurso mientras Barnaby hacía una reverencia e intercambiaba saludos con ella, pero entonces Rigby tomó aire y abrió su bocaza…
– El ambiente parece muy cargado. -Aparentemente ajeno a Rigby, Barnaby retuvo su mirada. No le había soltado la mano y le estrechó suavemente los dedos. -Hace frío para pasear por la terraza, pero quizá le apetezca dar una vuelta por el salón. -Enarcó las cejas. -Creo que está comenzando un vals, ¿me haría usted el honor?
Penelope sonrió encantada. Cualquiera que la salvara de Rigby y sus opiniones sobre la mejor manera de cruzar perros de caza merecía su eterna gratitud.
– Gracias. Resulta bastante opresivo. Un vals será lo más indicado.
Inclinando la cabeza, Barnaby puso la mano de Penelope en su brazo, cubriéndola con sus dedos.
Con los nervios de punta por el sutil contacto, ella se volvió hacia su círculo de superfluos admiradores.
– Si nos excusan, caballeros.
La mayoría había observado con interés el jueguecito entre ella y Barnaby, y no tardarían en imitar la técnica de este último.
Todos salvo Rigby. Frunciendo el ceño, clavó en Penelope una mirada perpleja.
– Pero, señorita Ashford, aún no le he contado el éxito que obtuve cruzando galgos ingleses.
Su tono dejaba claro que no podía creer que no quisiera enterarse de hasta el último detalle. Penelope no supo qué contestar; la mera idea de que la supusiera interesada en oír semejante cosa la sacaba de quicio. Su caballero andante tomó cartas en el asunto.
– Me resulta difícil creer, Rigby, que no esté enterado de que Calverton, el hermano de la señorita Ashford, es un afamado criador de sabuesos muy apreciados. -Barnaby torció los labios. -¿Acaso intenta atosigarla con sus procedimientos esperando arrancarle secretos de familia?
Rigby pestañeó.
– ¿Cómo dice?
Sonó un resoplido a la derecha de Penelope: Hellicar reprimiendo una carcajada. Los demás caballeros procuraron disimular sus sonrisas.
Barnaby adoptó una expresión contrita. Lanzó una mirada a Penelope y acto seguido dedicó una inclinación de cabeza a Rigby.
– Lamento abreviar de este modo el tiempo para interrogar a la señorita, viejo amigo, pero la dama tiene ganas de bailar. -Con una inclinación de cabeza dirigida al grupo en general, la apartó del círculo. Si nos disculpan.
Todos los demás correspondieron al saludo, divertidos. Rigby se quedó mirándola fijamente como si no diera crédito a que Penelope le dejara con la palabra en la boca.
Pero lo estaba haciendo por una propuesta mucho más estimulante. Barnaby la condujo a la arcada que separaba aquel salón del Moliente, donde las parejas bailaban. Un cuarteto de cuerda ocupaba un hueco en un extremo, aunque le costaba hacerse oír por encima de las conversaciones. En efecto, estaban interpretando los efímeros compases de un vals.
– Sabía que mis oídos no me engañaban. -Barnaby buscó sus rijos. -¿Iba en serio lo de bailar o sólo aprovechaba la oportunidad para escapar de Rigby?
Le estaba ofreciendo la oportunidad de evitar los efectos que le provocaría bailar con él. Si fuera sensata, la aceptaría… pero no era una cobarde.
– Me gustaría bailar. -«Con usted.» No lo dijo, pero la súbita decisión que brilló en los ojos de Barnaby la llevó a preguntarse si él lo había oído o adivinado.
Sin decir palabra, la atrajo hacia la pista, la rodeó con sus brazos y la hizo girar para incorporarse a la multitud que bailaba.
Igual que la vez anterior, las evoluciones del vals se adueñaron de ella, le aturdieron los sentidos y le embotaron lamente.
Agradablemente.
No volvieron a hablar, no intercambiaron una sola palabra, al menos no en voz alta. Pero se sostenían la mirada y la comunicación parecía fluir sin palabras, en otro plano, en una dimensión distinta. En un idioma diferente.
Un lenguaje de los sentidos.
Una mano grande, cálida y fuerte en su espalda, la otra sujetándole los dedos con firmeza, Barnaby la sostenía con tal seguridad que le permitía relajarse, prescindir de la acostumbrada desconfianza que le inspiraban sus parejas y deleitarse en el movimiento de la danza, en los giros rápidos y seguidos, en los cambios de sentido y las paradas, en la maestría con que él la conducía por la pista.
Los hombres imperiosos, concluyó, tenían su lugar… incluso para ella.
La música los envolvía. La magia del momento se prolongaba, el sutil placer le calaba los huesos, adueñándose de ella y aliviándola de un modo inexplicable. Como si una mano cálida le acariciara los sentidos.
Se sentía como un gato satisfecho. De haber podido, habría ronroneado, pero sí podía sonreír, y lo hacía con dulzura y delicadeza, mientras evolucionaban y ella flotaba en una nube de deleite.
Al cabo de un rato también él sonrió con el mismo aire de silenciosa satisfacción. No necesitaban palabras para comunicarse el placer compartido que sentían.
Los músicos llegaron al final de la pieza demasiado pronto para su gusto. Barnaby se detuvo con una floritura. Se inclinó; ella correspondió con la debida reverencia y, suspirando para sus adentros, regresó al mundo real.
Barnaby le tomó la mano, la apoyó en su brazo y se encaminaron hacia el salón.
Los sentidos de Penelope aún bailaban el vals pero la mente volvía a funcionarle, al menos lo bastante como para recordar el motivo de la presencia de Barnaby allí: debía de tener preguntas que hacerle.
Lo miró a la cara y aguardó, pero él no parecía tener prisa por seguir con sus pesquisas. Volvió la vista al frente y fue sonriendo a los conocidos con que se cruzaban. Le agradaba que el momento se prolongara, estar juntos sin más, él y ella, sin que ninguna investigación se entrometiera, e incluso imaginar, al menos por un momento, que la investigación no era la causa de que él estuviera allí.
Pero lo era, y ahora que lo pensaba… Suspirando en su fuero interno, preguntó:
– Así pues, ¿qué quería saber?
Barnaby bajó la mirada hacia ella con gesto de desconcierto.
– La investigación -aclaró Penelope. -¿Qué ha venido a preguntarme?
Los ojos de Barnaby perdieron toda expresión, luego apretó los labios y miró al frente; tras localizar a la madre de la joven, giró hacia ella.
– ¿Y bien? -insistió Penelope, esperando que tuviera presente que su madre desconocía la situación en que se hallaba el orfanato, como tampoco sabía que lo hubiese reclutado para investigar y mucho menos que ella misma estuviera investigando también.
– Concédame un momento para pensar -murmuró Barnaby, sin apartar la vista del frente. Sin mirarla.
Penelope parpadeó. Tal vez se le había olvidado lo que quería preguntarle. Tal vez el vals también lo había distraído a él.
O tal vez…
La condujo cerca de la butaca de su madre, que conversaba con lady Horatia Cynster. Ambas damas sonrieron con benevolencia al verlos aproximarse, pero siguieron enfrascadas en su charla.
De repente, Penelope necesitó saber con certeza qué había llevado a Barnaby a casa de lady Moffat. Retiró la mano de su brazo, se volvió hacia él y le lanzó una mirada inquisitiva.
Barnaby se la sostuvo. Apretó los labios e improvisó:
– Stokes no estaba cuando fui a verle esta tarde. Le dejé una nota explicándole la situación de Jemmie Carter. Seguro que ordenará poner vigilancia, pero de todos modos mañana iré a verle otra vez. Sin duda ya está trabajando en este caso. Tenemos que intercambiar información y decidir el paso siguiente.
A Penelope se le iluminaron los ojos.
– Yo también iré.
Barnaby maldijo para sus adentros; le había dicho aquello para justificar su presencia, no para tentarla. No hay ninguna necesidad de…
– Por supuesto que la hay. Soy quien más sabe acerca de esos niños; los cuatro que se han llevado y Jemmie. -Sus ojos oscuros se oscurecieron aún más; Barnaby tuvo la impresión de que estaba haciendo un esfuerzo para no fruncir el ceño. -Además -añadió con cierta sequedad, -fui yo quien propició la investigación; tengo derecho a saber qué se está haciendo.
Barnaby discutió, con contundencia pero sin levantar la voz.
Penelope lo miró testaruda sin dar su brazo a torcer. Cuando él se quedó sin argumentos, ella comentó con aspereza:
– No entiendo por qué se toma la molestia. Sabe perfectamente que no cambiaré de opinión; y si decido ir a ver al inspector Stokes, no puede hacer nada para impedírmelo.
A Barnaby se le ocurrieron unas cuantas cosas, pero todas conllevaban el uso de una cuerda. Exasperado, resopló entre los dientes.
– De acuerdo.
Ella le obsequió con una sonrisa, aunque tensa.
– ¿Lo ve? Si no cuesta nada…
– Y que lo diga.
Penelope le oyó rezongar pero se guardó mucho de comentar nada. Miró a la concurrencia.
– ¿A qué hora tiene previsto ir a ver a Stokes?
Con los labios prietos, él se dio por vencido.
– Pasaré a recogerla a las diez.
Ella tardó un momento en reaccionar y luego inclinó la cabeza.
– Le estaré aguardando.
Una advertencia, aunque no esperaba menos. Una vez que se proponía algo era tan ingobernable como él. Oía a su madre desternillarse de risa.
Estaba pensando en retirarse; despedirse y marcharse. Por el modo en que se conducía Penelope, un tanto envarada a su lado, y las miraditas de reojo que le lanzaba, se diría que contaba con que lo hiciera. Cortar por lo sano y huir.
Pero esa noche ya había perdido cuanto podía perder; no le quedaban concesiones que hacer.
Y la noche aún era joven; seguramente tocarían uno o dos valses más, y en aquella clase de veladas no había casamenteras tomando buena nota de quién bailaba cuantas veces con quién.
Miró a lady Calverton, todavía enfrascada con lady Cynster.
Quizá podría salvar algo más de aquella velada; bien podía quedarse un rato y recoger los beneficios que pudiera.
Si a eso iba, el primer paso a dar era derretir a la doncella de hielo que tenía a su vera. Mirándole el claro perfil, preguntó:
– ¿Rigby siempre es tan pedante?
Penelope lo miró recelosa pero al cabo de un instante contestó.
Después de eso, gracias a la cuidadosa atención que prestó, suficiente para sujetar las riendas con firmeza, el resto de la velada transcurrió en su favor.
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