– Buenas noches, Smythe.
El caballero que se hacía llamar señor Alert -se enorgullecía de estar siempre alerta a las posibilidades que le ofrecía el destino -observó mientras su esbirro, perfilado contra la luz de la luna en la puerta ventana abierta, recorría con la vista la sala sin iluminar.
La casa pareada de St. John's Wood Terrace había demostrado ser muy útil para Alert. Como siempre que se reunía con sus colegas más rudos, la única fuente de luz en la sala eran las brasas de un fuego mortecino.
– Pase y tome asiento. -Alert hablaba arrastrando las palabras como dictaba la moda, sabiendo que así recalcaba la distinción entre él y Smythe. Amo y sirviente. -Creo que no necesitamos mucha más luz para concluir nuestro asunto, ¿verdad?
Smythe le lanzó una mirada dura pero poniendo cuidado en que no fuera desafiante.
– Como guste.
Una bestia de hombre, sorprendentemente rápido y ágil para su (nano, cruzó el umbral, cerró la puerta y se abrió paso entre los muebles en sombra hasta el sillón situado frente al que ocupaba Alert junto al fuego.
Relajado en su asiento, las piernas cruzadas, el vivo retrato de un caballero a sus anchas, Alert sonrió alentadoramente mientras Smythe se sentaba.
– Estupendo. Sacó una hoja de un bolsillo de la chaqueta. -Tengo una lista de casas para visitar. Ocho direcciones en total, todas en Mayfair. Tal como dejé claro en nuestra última reunión, es imperativo, absolutamente esencial que robemos en todas la misma noche. -Clavó sus ojos en Smythe. -Me figuro que usted y Grimsby habrán hecho los preparativos pertinentes. Smythe asintió.
– A Grimsby aún le falta algún niño, pero dice que pronto tendrá los ocho.
– ¿Y usted confía no sólo en que pueda suministrar el número y el tipo correcto de niño, sino que el entrenamiento que les dé tenga el nivel requerido?
– Sí. Conoce el percal, y ya he usado niños suyos.
– Me consta. Pero esta vez usted trabaja para mí. Tal como creo haber señalado, en esta partida las apuestas son muy altas, mucho más que en cualquiera que haya jugado hasta ahora. -Alert le sostuvo la mirada. -Tiene que estar seguro, de hecho tiene que poder asegurarme, que sus herramientas estarán a la altura.
Smythe no pestañeó.
– Lo estarán. -Cuando la expresión de Alert dejó claro que esperaba más, agregó a regañadientes: -Me aseguraré de ello.
– ¿Y cómo se propone hacerlo?
– Sé de dónde saca los niños. Con la fecha que usted me ha dado, hay tiempo para asegurarnos de contar con el número necesario y de que están bien entrenados. -Smythe vaciló como si, finalmente, tomara en consideración las eventualidades, y luego prosiguió: -Iré a ver a Grimsby para asegurarme de que entiende lo serio que es este asunto.
Alert se permitió esbozar una sonrisa.
– Hágalo. No admitiré que nos encontremos en dificultades porque Grimsby no haya comprendido adecuadamente, tal como usted lo ha expresado, la seriedad de nuestro empeño.
La vista de Smythe bajó a la lista que Alert sostenía.
– Necesitaré esas direcciones.
Las direcciones eran la principal aportación de Alert a la delictiva empresa, junto con la lista de objetos a robar (él prefería el término «liberar») de cada casa.
– Todavía no. -Al levantar la mirada se encontró con el ceño de Smythe. -Se la entregaré con tiempo pata que pueda reconocer el terreno pero, como bien ha dicho, aún tenemos mucho tiempo.
Smythe no era tan estúpido como pare no entender que Alert desconfiaba de él. Se levantó.
– Pues entonces me voy.
Alert permaneció sentado y le autorizó a retirarse con un gesto de asentimiento.
– Organizaré nuestro próximo encuentro igual que éste. Salvo indicación en contrario, nos veremos aquí.
Con una cortante inclinación de la cabeza, Smythe se marchó.
Alert sonrió. Todo estaba marchando con arreglo a su plan. Su necesidad de dinero no había menguado; en realidad, gracias a la visita que había soportado la víspera del enemigo en cuyas garras había caído sin darse cuenta, y al último acuerdo de devolución que le había obligado a aceptar, esa necesidad no haría sino ir en aumento día tras día. No obstante, su salvación estaba en camino. Existía, según había descubierto, cierta satisfacción, bastante excitante en realidad, en lo de engañar al destino y a la sociedad sirviéndose sólo de su astucia.
Estaba convencido de que, con lo que él sabía, el talento de Smythe y las herramientas de Grimsby, su situación cambiaría con crecientes beneficios. Además de librarse de los grilletes de los usureros con peor reputación de Londres, su plan acrecentaría significativamente su inexistente fortuna.
El destino, como bien sabía, favorecía a los audaces.
Bajó la vista a la lista de casas que aún sostenía en la mano y quedó pensativo; y vio sobreimpresa la otra lista, todavía más importante, con la que iba emparejada: la lista de objetos a liberar de cada casa.
Había elegido con sumo cuidado. Sólo un artículo en cada domicilio… Era probable que ni siquiera los echaran en falta, no hasta que las familias regresaran en marzo, y posiblemente ni siquiera entonces. En cualquier caso, las sospechas recaerían sobre el personal de las casas.
A decir de todos, Smythe era un maestro en su oficio. Él, o mejor los niños que utilizaba, entrarían y saldrían sin dejar rastro.
Y no habría ningún perista implicado que luego pudiera ayudar a las autoridades. Había eliminado esa necesidad. Conociendo el mundo de las altas esferas como lo conocía, y Dios sabía que lo había estudiado con avidez, se había dado cuenta de que una juiciosa selección de artículos le garantizaría una reventa inmediata.
Ya contaba con coleccionistas ansiosos por adquirir dichos artículos sin hacer preguntas. Vender a tales personas garantizaba que nunca se plantearan la opción de denunciarle. Y los precios que estaban dispuestos a pagar le liberarían holgadamente de la deuda que pesaba sobre él, incluso a pesar de que el montante estuviera ascendiendo continuamente.
Se metió la lista en el bolsillo y sonrió más abiertamente. Por supuesto, los artículos eran mucho más valiosos de lo que le había confiado a Smythe, pero dudaba que un ladrón del East End llegara a adivinar su auténtico valor.
Tendría que andarse con cuidado, pero sabría manejar a Smythe, y Smythe manejaría a Grimsby.
Todo estaba yendo exactamente como deseaba. Y pronto sería tan rico como creían todos los que formaban parte de su vida.
CAPÍTULO 07
A la mañana siguiente, del brazo de Barnaby Adair, Penelope subió la escalinata de un edificio anodino sito en Great Scotland Yard. Le picaba la curiosidad. Había oído las opiniones generalizadas sobre el Cuerpo de Policía de Peel, los murmullos de la buena sociedad que acompañaron a su establecimiento y posterior desarrollo durante los últimos años, pero aquélla era la primera vez que se relacionaría con miembros de dicho cuerpo. Más aún, aparte de Adair, no conocía a nadie que hubiese visitado el cuartel general; se moría de curiosidad por ver cómo era el lugar.
Cuando él la hizo pasar al vestíbulo principal, un espacio deprimentemente ordinario donde predominaban aburridos tonos de gris, giró en derredor, ansiosa por ver cuánto hubiera que ver. Además de apaciguar su carácter inquisitivo, concentrarse en asimilar cuanto pudiera sobre el Cuerpo de Policía la ayudaba a no seguir absorta en Adair; su proximidad, su fuerza, su innegable atractivo, aspectos sobre los que sus díscolos sentidos se negaban a ser distraídos.
Sermoneándose para sus adentros, estudió la única distracción que ofrecía el vestíbulo, un hombrecillo con un uniforme azul sentido en un taburete alto tras un mostrador situado a un lado. Éste levantó la vista, la vio a ella y luego a Adair, a quien saludó con la mano para acto seguido reanudar lo que estuviera haciendo.
Penelope frunció el ceño y miró en derredor. Aparte de algún que otro discreto oficinista no había nadie más a la vista.
– ¿Aquí es donde tratan con los criminales? Hay una calma espantosa.
– No. Este edificio alberga los despachos de los inspectores. Hay agentes en el edificio anejo y un puesto de policía en la calle. -Ella notó la mirada de Adair en el rostro. -Hoy no vamos a toparnos con ningún delincuente.
Penelope hizo una mueca en su fuero interno y rezó para que Stokes resultara alguien interesante. Después de la noche anterior y de los temerarios valses que habían bailado, necesitaba algo en lo que centrarse, algo que no fuese Barnaby. La creciente intensidad de su reacción ante él la perturbaba de un modo tan seductor como fastidioso.
Barnaby la condujo a la escalera del fondo del vestíbulo. Mientras subían, se recordó a sí misma que pensar en él como Adair en vez de como Barnaby la ayudaría a mantenerlo a una distancia prudente. A pesar de su resolución, aún no había definido un modo de proceder, un modo de tratar con él que anulara el efecto que causaba sobre sus nervios, sobre sus sentidos y, para su suprema irritación, a veces sobre su raciocinio.
Por desgracia, el no haber concebido un plan eficaz había dado plena libertad a sus sentidos para aprovechar el día, zafarse de la traílla y regodearse a su antojo. Tal como habían hecho durante los valses de la víspera. Tal como habían hecho cuando aquella mañana había llegado a la hora convenida para acompañarla allí.
Tal como seguían haciendo.
Apretando los dientes mentalmente, prometió que en cuanto tuviera un momento libre hallaría una manera u otra de llamarlos al orden.
Al final de la escalera Adair la guió hacia la derecha por un largo pasillo.
– El despacho de Stokes está allí.
La condujo hasta una puerta abierta; su mano le acarició la cintura cuando la hizo pasar, causándole un estremecimiento de lo más inoportuno.
Afortunadamente, el hombre (¿caballero?) sentado al escritorio le dio otras cosas en que pensar. Levantó la vista al entrar ella, dejó la pluma a un lado y se levantó en todo su imponente metro ochenta y cinco de estatura.
A su regreso de Glossup Hall, Portia le había descrito a Stokes, pero como entonces Portia acababa de comprometerse con Simon Cynster, su descripción, ahora lo veía Penelope, había sido más bien somera.
Stokes era bastante fascinante, aunque no del mismo modo que Adair, ahora pegado a su derecha, gracias a Dios. De inmediato percibió que había algo enigmático en el inspector; si bien su mente captó en el acto ese dato estimulante, sus sentidos y sus nervios no se vieron afectados en absoluto.
Se adentró en el despacho, sonrió y le tendió la mano con gesto amable.
– Inspector Stokes.
El la estudió un instante antes de estrechársela. Lanzó una mirada rápida a Barnaby.
– La señorita Ashford, supongo.
– En efecto. El señor Adair y yo hemos venido para hablar con usted sobre nuestros niños desaparecidos.
El inspector titubeó y miró a su amigo, que no tuvo dificultad para descifrar las preguntas que asomaban a sus ojos.
– Esta señorita Ashford es incluso menos convencional que su hermana -explicó, dejando que Stokes entendiera su resignación, que no la había llevado allí de buen grado. Luego le ofreció una silla a su acompañante.
Penelope se sentó, sonriendo afablemente. Stokes hizo lo propio en su silla. Tras colocar otra junto a la de Penelope, Barnaby se sentó y cruzó las piernas. No albergaba dudas de que Penelope estaba resuelta a meterse de lleno en todos los aspectos de la investigación. Él y Stokes, llegado un momento, tendrían que trazar una línea y restringir su implicación, aunque todavía no había cavilado como hacerlo exactamente.
Por otra parte, hasta que llegara a un punto donde fuera peligro que ella prosiguiera, Barnaby no acertaba a ver ningún beneficio real en tratar de refrenarla.
– Recibí tu mensaje acerca de los Carter -le dijo el inspector. -Ésta mañana tuve que ir por otros asuntos al puesto de policía de Aldgate y comenté el asunto con el sargento de allí. -Miró a Penelope. Hemos de ser muy cautos para no poner sobre aviso a quienes nos interesa vigilar; si lo hacemos, perderemos toda posibilidad de rescatar a esos niños. Si la muerte de la señora Carter fuera inminente, montar guardia veinticuatro horas al día quizá merecería la pena. -Buscó los ojos de Penelope. -¿Sabe si se espera que fallezca pronto?
Penelope le sostuvo la mirada y luego miró a Barnaby.
– Después de haberla visto, más bien diría que no -dijo por fin.
– ¿De modo que quizá podrían pasar semanas, incluso meses, antes de que este niño, Jemmie, pase a ser un objetivo? -aventuró Stokes.
Penelope suspiró.
– Lo consulté con la señora Keggs, la gobernanta del orfanato, después de visitar a los Carter ayer. La señora Keggs ha estudiado enfermería. Hace poco fue a ver a los Carter y, en su opinión, confirmada por el médico que la asiste, a la señora Carter le quedan al menos tres meses de vida.
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