– Ya, ¿y quién te propuso para eso, eh?

– Tú, viejo depravado, razón de más para que te haga cumplir la promesa de conseguirme ocho niños. Ocho, todos bien entrenados y con la boca cerrada. Y eso lleva tiempo… un tiempo que se te está acabando.

– ¿Para qué diablos necesitáis ocho? Es la primera vez que me entero de un asunto que necesite ocho a la vez.

– ¡A ti qué te importa! Alert lo quiere así y ya está. Grimsby le miró receloso.

– ¿Te propones abandonar a los chavales a su suerte?

– No es mi intención. Pero no quiero tener que decirle a Alert que no puedo acabar sus encargos porque un niño se ha quedado atascado en una ventana o se ha tropezado con un lacayo al salir. Entrenados o no, cometen errores, y Alert, como bien sabes, no es un hombre indulgente.

– Sí, bueno, ésa es la única razón por la que he salido de mi retiro, para apaciguar al maldito señor Alert.

Smythe estudió el rostro de Grimsby.

– ¿Qué cuentas tenéis que ajustar, viejo?

– ¡Ahora es a ti a quien no le importa! Te puse en contacto con él y os conseguiré los chavales, y ahí acabo yo.

– Justo lo que Alert quería que te recordara. -La mirada de Smythe se endureció. -¿Qué hay de esos dos últimos niños? Los necesito, quiero poder decirle a Alert que ya tenemos los ocho.

Grimsby lo miró fijamente un momento y luego dijo:

– Las calles están llenas de huérfanos pero no del tipo que necesitamos. Todos son torpes como bueyes o simplones o cosas peores. Unos inútiles, eso es lo que son. -Hizo una pausa y acto seguido se aproximó a Smythe y bajó la voz. -Cuando te dije que tendría a los ocho, tenía a ocho en mente. Ahora tengo seis. Pero estos dos últimos… Ahora resulta que sus parientes enfermos no están tan enfermos como me habían dicho.

Smythe interpretó la expresión de Grimsby, descifró la mirada de sus ojillos redondos, leyendo entre líneas. Pensó en Alert y en su partida de apuestas altas.

– Entonces… ¿cuán enfermos están esos parientes moribundos? O mejor dicho, ¿cómo se llaman y dónde viven?


A lo largo del día siguiente, domingo, Penelope se vio obligada armarse de paciencia, hasta que por fin ella y Barnaby, es decir, Adair, llegaron a St. John's Wood High Street. Avisado de que debía detenerse ante la sombrerería, el coche de punto aminoró la marcha mientras el cochero escrutaba las fachadas.

Se detuvo ante una tienda pintada de blanco con un único escaparate. Las persianas tapaban el interior pero el rótulo que colgaba ondina de la puerta rezaba «Griselda Martin, sombrerera».

Barnaby, es decir, Adair, se apeó y la ayudó a bajar. Mientras él pagaba al cochero, Penelope se acercó a los tres escalones de la tienda, luego se volvió y vio que Stokes venía a su encuentro calle abajo. La saludó cortésmente inclinando la cabeza.

– Señorita Ashford. -Por encima del hombro, saludó a Barnaby. -La señorita Martin nos está esperando.

Penelope tiró de la campanilla que había junto a la puerta, que repicó en el interior.

Unos pasos ligeros se acercaron presurosos a la puerta. Se oyó un chasquido y la hoja de abrió hacia dentro. Penelope vio unos preciosos ojos azules engastados en una dulce cara redonda de mejillas sonrosadas. Sonrió.

– Hola. Usted debe de ser la señorita Martin.

La mujer pestañeó y luego vio a Barnaby y Stokes en la acera. El inspector se acercó.

– Señorita Martin, le presento a…

– Penelope Ashford. -Dando un paso al frente, la joven le tendió la mano. -Encantada de conocerla.

La señorita Martin miró la mano de Penelope, la estrechó con gesto vacilante y añadió una reverencia por si acaso.

– No, no. -Penelope entró en la tienda arrastrando a la señorita Martin consigo. -Dejémonos de ceremonias. Ha sido usted muy amable al ayudarnos a rescatar a nuestros niños desaparecidos. Le estoy profundamente agradecida.

Siguiendo a Penelope al interior, Barnaby vio la extrañeza que causaba el plural en los ojos de Griselda Martin. Cuando ésta lo miró a él, Barnaby sonrió de modo tranquilizador.

– Barnaby Adair, señorita Martin. Soy amigo de Stokes e, igual que la señorita Ashford, que es la administradora del orfanato adónde iban a ir los niños, agradezco sinceramente su colaboración.

Stokes cruzó el umbral y cerró la puerta, llamando la atención de la señorita Martin.

– Confío en que disculpe esta invasión, señorita Martin, pero…

– La verdad, señorita Martin-interrumpió Penelope, -es que insistí tanto que el inspector no tuvo más remedio que permitirme venir a conocerla, junto con el señor Adair. Estoy absolutamente decidida, a rescatar a los cuatro niños que nos han arrebatado, y deduzco que usted tiene un plan para entrar en el East End y buscar pistas de la escuela de ladrones donde probablemente han sido matriculados.

Barnaby tuvo la súbita premonición de que dejar que Penelope hablara libremente con la señorita Martin conduciría al desastre. Pero entonces la sombrerera frunció el entrecejo y esperó estar equivocado.

Penelope no había apartado la mirada del rostro de la señorita Martin. En respuesta a su expresión ceñuda, asintió.

– Por cierto, apuesto a que se estará preguntando por qué una dama de mi posición muestra tanto interés por conseguir el bienestar de cuatro niños del East End. La respuesta es bastante simple. Aunque no hayan sido entregados al orfanato como estaba previsto, eso no impide que estuvieran a nuestro cargo. Esos niños son pupilos nuestros y, como administradora de la institución, no voy a darles la espalda y permitir que se los lleven, negándoles la vida que sus padres dispusieron para ellos, dejando que los reclute un hatajo de criminales. Ése no era el destino que les estaba reservado y si es necesario removeré cielo y tierra para devolverlos al buen camino.

Observando su rostro, Barnaby comprendió que al decir «cielo y tierra» lo decía en sentido literal. La fiereza que brillaba en sus ojos castaños y que tensaba sus facciones daba fe de su resolución y férrea determinación.

Dicho esto, Penelope sonrió, desterrando la imagen de diosa guerrera.

– Espero que comprenda, señorita Martin, que simplemente no puedo quedarme en casa mano sobre mano, aguardando novedades. Si hay alguna cosa que yo pueda hacer para ayudar a localizar a esos niños y rescatarlos, y creo que la hay, entonces mi sitio está aquí, haciéndola.

Detrás de él, Barnaby oyó que Stokes se movía inquieto. Era obvio que no había previsto que Penelope apelara a la señorita Martin, y mucho menos con semejante fervor. Pese a haber visto con bastante claridad adonde conducirían los métodos de persuasión de Penelope -a ella entrando disfrazada en el East End, -Barnaby, aunque a su pesar, tuvo que admirar su honestidad, así como su estrategia.

La señorita Martin había permanecido callada durante toda la declaración de Penelope y ahora le estaba estudiando el semblante. Ya no fruncía el entrecejo pero la duda persistía en sus ojos.

Barnaby estuvo tentado de decir algo, de intentar poner sordina a la arenga de Penelope, pero intuyó que si hablaba posiblemente conseguiría lo contrario. Estaba seguro de que Stokes opinaba lo mismo; con su característica franqueza, Penelope había trasladado la discusión a un plano en el que ellos, meros hombres, casi no contaban.

Todo dependía de cómo reaccionara la señorita Martin a las palabras de Penelope.

Ésta ladeó la cabeza sin apartar la mirada del rostro de la sombrerera.

– Confío en que deje a un lado cualquier reserva que pueda tener por mi condición social, señorita Martin. Poco importa la calidad de nuestros vestidos: ante todo somos mujeres.

Una sonrisa fue iluminando poco a poco el semblante de la otra.

– En efecto, señorita Ashford. Siempre he sido del mismo parecer. Y, por favor, llámeme Griselda.

La joven sonrió de oreja a oreja.

– Sólo si usted me llama Penelope. ¡Bien! -Se volvió con un ademán elocuente hacia Barnaby y Stokes, y luego miró de nuevo a Griselda. -Manos a la obra.

Barnaby cruzó con su amigo una mirada de aprieto; Penelope había ganado aquella escaramuza sin necesidad de disparar un solo tiro. Pero la batalla aún no había terminado.

Griselda señaló hacia la trastienda.

– Si tienen la bondad de subir a mi salita, podremos sentarnos y buscar la mejor manera de organizarlo todo.

Rodeó el mostrador y apartó la pesada cortina. Detrás había una pequeña cocina con una gran mesa de pino llena de plumas, cintas, encajes y cuentas.

Penelope inspeccionó aquel revoltijo de artículos femeninos.

– ¿Decora todos sus sombreros usted misma?

– Así es. -Griselda enfiló un estrecho tramo de escaleras, -Tengo dos aprendizas pero hoy no trabajan.

Subió los peldaños, seguida por Penelope. Barnaby pasó el siguiente; la escalera era tan angosta que él y Stokes tuvieron que ladear los hombros.

En lo alto, Barnaby entró en una acogedora salita que un saliente extendía sobre la entrada de la tienda. En el lado opuesto, un tabique limitaba el espacio. A través de una puerca abierta entrevió un dormitorio con una ventana estrecha que daba al patio trasero.

Siguió a las mujeres hasta un sofá y dos sillones desparejados dispuestos en torno a una pequeña chimenea. Un montoncito de carbón seguía encendido, emitiendo un poco de calor, lo justo para templar la estancia. Barnaby echó un vistazo a la capa forrada de piel de Penelope; aún la llevaba abrochada, no cogería frío. El y Stokes se habían desabrochado sus sobretodos, pero se los dejaron puestos al sentarse.

Griselda Martin, con un chal de lana sobre los hombros, se dejó caer en un sillón y Penelope eligió el extremo del sofá más cercano A ella. Barnaby se sentó a su lado; Stokes ocupó el otro sillón.

– Stokes nos ha explicado la situación -dijo Barnaby. -Debemos recabar información sobre los individuos que ha identificado, pero tenemos que hacerlo sin levantar sospechas, ni en esos individuos ni en nadie más, a riesgo de perder a los niños para siempre.

Griselda asintió.

– Lo que iba a sugerir… -Miró a Stokes, que asintió para que prosiguiera. Ella tomó aire y dijo: -Hay mercados en Petticoat Lane y en Brick Lane. Casi todos los hombres que mi padre menciono trabajan en esa zona y sus alrededores. Ambos mercados estarán muy concurridos mañana; si yo voy y finjo interés por distintas mercancías, no me costará mucho indagar sobre fulano o mengano aquí y allá. La gente pregunta sin parar por sus conocidos en los puestos. Como tengo el acento apropiado, a nadie le extrañará que pregunte; contestarán sin tapujos, y sé cómo animar a cualquiera que sepa algo para que me lo cuente todo.

Miró a Stokes.

– El inspector ha insistido en que me acompañará, dado que estoy colaborando en una investigación policial. -Volvió a mirar a Penelope y Barnaby, sólo que ahora con expresión preocupada. -Sin embargo, no me parece prudente que ninguno de ustedes dos venga con nosotros. En cuanto la gente los vea sabrá que hay gato encerrado; se limitarán a observar y no dirán palabra.

Barnaby miró a Penelope. Él tenía intención de acompañar a Stokes y Griselda. Stokes le había visto disfrazado y le constaba que podía transformarse. Pero si aún cabía alguna posibilidad de que Penelope aceptara la advertencia de Griselda y se aviniera a no ir al East End… no había motivo para desvelar sus planes.

Le joven miró de hito en hito a la anfitriona.

– Usted es sombrerera, de modo que sabe cómo un simple cambio de sombrero puede modificar la apariencia de una mujer. Sabe hacer que una mujer tenga un aspecto soso o que parezca despampanante. -Sonrió; fue un gesto breve y encantador. -Considéreme un reto a su habilidad: necesito que cree un disfraz que me permita moverme por los mercados del East End sin llamar la atención.

Griselda le sostuvo la mirada y luego la escrutó abiertamente. Entornó los ojos, pensativa.

Barnaby contuvo el aliento. Una vez más estuvo tentado de hablar para decir lo evidente: que ningún disfraz disimularía adecuadamente la asombrosa vitalidad de Penelope y mucho menos su innata elegancia aristocrática. Y una vez más la intuición le advirtió que mantuviera la boca cerrada. Cruzó una mirada con Stokes; su amigo estaba igualmente sobre ascuas, deseoso de influir en el desenlace pero sabiendo que estaban condenados al fracaso si lo intentaban.

Penelope resistió el escrutinio de la sombrerera sin alterarse lo más mínimo.

Finalmente, Griselda se pronunció:

– Nunca pasará por una vecina del East End.

Barnaby tuvo ganas de aplaudir.

– Pero -prosiguió Griselda, -con la ropa adecuada, el sombrero y el chal adecuados, podría tomarse por una florista de Covent Garden. Acuden a los mercados bastante a menudo en busca de clientes aprovechando las horas en que los encopetados no abundan en su ronda habitual, y, lo más importante, muchas de ellas son… bueno, hijas ilegítimas, así que sus rasgos no la señalarán como impostora.