Las Razones del Corazón

Where the Heart Leads (2008)

15° de la Serie Los Cynster

CAPÍTULO 01

Londres, noviembre de 1835.


– Gracias, Mostyn. -Sentado a sus anchas en un sillón ante la chimenea del salón de su moderna vivienda en Jermyn Street, Barnaby Adair, tercer hijo del conde de Cothelstone, cogió la copa de cristal de la bandeja que le ofrecía su ayuda de cámara. -No voy a necesitar nada más.

– Muy bien, señor. Le deseo buenas noches. -Arquetipo de su profesión, Mostyn hizo una reverencia y se retiró silenciosamente.

Aguzando el oído, Barnaby le oyó cerrar la puerta. Sonrió y bebió un sorbo. Cuando se había instalado en la ciudad por primera vez, su madre le endilgó a Mostyn con la vana esperanza de que éste inculcara cierto grado de docilidad en un hijo que, como con frecuencia declaraba, tenía un temperamento indómito. No obstante, si bien Mostyn profesaba una estricta observancia de las costumbres y convenciones y era adepto a la deferencia debida al hijo de un conde, amo y criado no tardaron en llegar a un acuerdo. A Barnaby le resultaba imposible concebir la vida en Londres sin el auxilio que Mostyn le proporcionaba, las más de las veces sin que tuviera que pedirlo, como con la copa de brandy que estaba bebiendo.

Con los años, Mostyn se había vuelto más afable, o quizás el carácter de ambos se había endulzado con la edad. Fuera como fuese, la suya era ahora una casa muy cómoda.

Estiradas sus largas piernas hacia el hogar, cruzados los tobillos, hundido el mentón en el fular, Barnaby estudió las lustrosas punteras de sus botas bañadas por el resplandor de las crepitantes llamas. Todo debería ir bien en su mundo, pero…

Estaba a gusto, pero no obstante sentía cierta inquietud.

Se sentía en paz… bueno, digamos envuelto en una bendita paz pero insatisfecho.

No era que en los últimos tiempos no hubiese cosechado ningún éxito. Tras más de nueve meses de pesquisas había desenmascarado a una cuadrilla de jóvenes caballeros, todos de familias acomodadas, que no contentos con ser clientes de antros de perdición habían pensado que sería divertido regentarlos. Había presentado suficientes pruebas como para acusarlos y condenarlos a pesar de su posición social. Había sido un caso difícil, arduo y larguísimo; concluirlo con éxito le había granjeado agradecidos elogios de los pares que supervisaban la labor de la Policía Metropolitana de Londres.

Seguro que su madre, al enterarse de la noticia, había torcido el gesto con expresión remilgada, manifestando tal vez un irónico deseo de que su vástago pusiera tanto interés en la caza del zorro como en la de villanos, aunque sin duda se habría guardado mucho de decirlo en voz alta puesto que su padre era uno de los antedichos pares.

En toda sociedad moderna era preciso que se sirviera a la justicia con ecuanimidad, sin miedo ni favoritismos, mal les pesara a aquellos entre las élites que se negaban a creer que las leyes del Parlamento les eran aplicables como a cualquiera. El propio primer ministro le había felicitado por su último triunfo.

Barnaby se llevó la copa a los labios y bebió un sorbo. El éxito le había sabido a gloria pero lo había áeja.do extrañamente vacío. Insatisfecho de un modo inesperado. Desde luego había previsto sentirse más feliz en lugar de vacío y sin rumbo, flotando a la deriva ahora que ya no tenía un caso que le absorbiera, que desafiara su ingenio y le ocupara el tiempo.

Quizá su estado de ánimo tan sólo fuese un reflejo de la estación, las últimas fases de otro año, la época en que descendían frías nieblas y la buena sociedad corría a refugiarse al calor de los hogares ancestrales, donde se prepararía para la llegada de las fiestas y las bulliciosas celebraciones que éstas conllevaban. A él esta época siempre le había resultado difícil, en especial hallar una excusa aceptable para eludir las reuniones sociales que astutamente urdía su madre.

Había casado a sus dos hermanos mayores y a su hermana, Melissa, con demasiada facilidad; en él había encontrado su Waterloo, pero presentaba batalla más obstinada e infatigable que Napoleón. Resuelta a ver casado como era debido al menor de su prole, estaba más que dispuesta a echar mano de las armas que fueran precisas con tal de lograr su objetivo.

Pese a no tener nada mejor que hacer, a Barnaby no le apetecía plantarse ante la verja del castillo de Cothelstone como candidato a las maquinaciones nupciales de su madre. ¿Y si nevaba y no podía escapar?

Por desgracia, incluso los villanos tendían a hibernar en los meses fríos.

Un golpeteo seco hizo añicos el reconfortante silencio.

Volviendo la vista hacia la puerta del salón, Barnaby cayó en la cuenta de que había oído un carruaje en la calle. El traqueteo de las ruedas sobre el adoquinado había cesado delante de su residencia. Escuchó el paso comedido de Mostyn dirigiéndose a la puerta principal. ¿Quién podía venir a aquellas horas -un vistazo al reloj de la repisa de la chimenea confirmó que eran más de las once- y en semejante noche? Al otro lado de las pesadas cortinas que cerraban las ventanas la noche era inhóspita, una densa y gélida niebla envolvía las calles engullendo las casas, convirtiendo el conocido paisaje urbano en un fantasmal reino gótico.

Nadie se aventuraría a salir en una noche como aquélla sin una buena razón.

Oyó unas voces apagadas. Al parecer Mostyn ponía empeño en disuadir a quienquiera que estuviese tratando de perturbar la paz de su amo.

De repente se hizo el silencio.

Un momento después la puerta se abrió y Mostyn entró en el salón, cerrando con cuidado a sus espaldas. Un vistazo a los labios prietos de Mostyn y a su expresión de estudiada indiferencia bastó para informar a Barnaby de que la visita no contaba con su aprobación. Aún más interesante resultaba que Mostyn hubiese sido derrocado, de manera inapelable, en su intento por rechazar al visitante.

– Una… dama ha venido a verle, señor. La señorita… -Penelope Ashford.

El tono seco y resuelto hizo que Barnaby y Mostyn se volvieran a la vez hacia la puerta, de súbito abierta de par en par para dejar entrar a una dama envuelta en una capa oscura con el forro de piel, austera a la par que elegante. Un manguito de marta le colgaba de una muñeca, y llevaba las manos enfundadas en guantes de cuero también ribeteados de piel.

Su lustroso pelo caoba, recogido en un moño, brilló cuando cruzó la sala con una gracia y confianza en sí misma que anunciaba su condición más aún que sus delicados rasgos, intrínsecamente aristocráticos. Rasgos animados por tanta determinación, tan firme voluntad, que la fuerza de su personalidad parecía precederla como una ola.

Mostyn dio un paso atrás al acercarse ella.

Sin quitarle los ojos de encima, Barnaby descruzó sin prisa las piernas y se levantó.

– Señorita Ashford.

Unos excepcionales ojos castaños enmarcados por unas gafas de montura de oro finamente labrado se posaron en su rostro.

– Señor Adair. Nos conocimos hace casi dos años, en el salón de baile de Morwellan Park con ocasión de la boda de Charlie y Sarah. -Se detuvo a dos pasos de él y lo estudió como si juzgara el alcance de su memoria. -Tal vez recuerde que hablamos brevemente.

No le ofreció la mano. Barnaby bajó la vista hacia su cabeza inclinada hacia arriba, cabeza que apenas le sobrepasaba los hombros, y se encontró con que la recordaba sorprendentemente bien.

– Me preguntó si yo era el que investigaba crímenes.

Ella le dedicó una sonrisa radiante.

– Sí, en efecto.

Barnaby pestañeó, un tanto asombrado de que, pese a los meses transcurridos, recordara el tacto de aquellos delicados dedos entre los suyos. Tan sólo le había estrechado la mano pero, no obstante, la recordaba a la perfección; hasta tal punto que ahora sintió un hormigueo de memoria táctil.

Resultaba evidente que había causado una honda impresión en él, por más que entonces no hubiese reparado en ello. Entonces estaba concentrado en otro caso y había puesto más atención en desviar el interés de la joven que en ella.

Había crecido desde la última vez que la viera. No era que fuese más alta. De hecho, Barnaby no tenía claro que hubiese ganado centímetros en alguna parte de su cuerpo; estaba tan rellenita como su memoria la perfilaba. Sin embargo había ganado en estatura, en seguridad y confianza en sí misma; aunque dudaba que alguna vez hubiese carecido de esta última, ahora era la clase de dama que cualquier necio reconocería como una fuerza de la naturaleza a quien resultaría peligroso contrariar.

No era de extrañar que hubiese arrollado a Mostyn.

La señorita Ashford ya no sonreía. Lo estaba observando abiertamente; en casi cualquier otro caso él lo habría considerado un descaro pero, al parecer, lo estaba evaluando intelectualmente más que físicamente.

Labios sonrosados, embriagadoramente lozanos, firmes como si hubiese tomado una determinación.

Picado por la curiosidad, Barnaby ladeó la cabeza.

– ¿A qué debo el honor de esta visita? -Esa visita tan irregular, por no decir potencialmente escandalosa, siendo como era una dama de buena cuna en edad casadera que visitaba a altas horas de la noche a un caballero soltero con quien no la unía ningún parentesco. Sola. Sin carabina alguna. Debería protestar y decirle que se fuera. Seguro que Mostyn lo veía así.

Sus bellos ojos castaños lo miraron de hito en hito, sin el menor asomo de malicia o temor.

– Quiero que me ayude a resolver un crimen.

Barnaby le sostuvo la mirada.

Ella no se amedrentó.

Transcurrido un elocuente silencio, Barnaby le indicó con elegante ademán la otra butaca.

– Tome asiento, por favor. ¿Le apetece beber algo?

Una breve sonrisa iluminó su semblante, que pasó de vistosamente atractivo a despampanante, mientras se dirigía al sillón colocado delante del suyo.

– Gracias, pero no. Lo único que necesito es su tiempo. -Despidió a Mostyn con un ademán. -Puede retirarse.

Mostyn se puso tenso y lanzó una ofendida mirada a Barnaby.

Reprimiendo una sonrisa, Barnaby refrendó la orden asintiendo con la cabeza. Pese a su desacuerdo, Mostyn se retiró aunque dejando la puerta entornada. Barnaby se percató pero no dijo nada. El mayordomo sabía que muchas jovencitas iban a la caza de su señor, a menudo con bastante inventiva; saltaba a la vista que a su juicio la señorita Ashford podría ser una de aquellas intrigantes. Barnaby no compartía tal parecer. Penelope Ashford tal vez tramara algo, pero el matrimonio no parecía su objetivo.

Mientras ella ponía el manguito sobre su regazo, Barnaby se dejó caer de nuevo en su butaca y la estudió otra vez. Era la joven más singular con que se había topado jamás. Tal fue la opinión que se formó incluso antes de que ella le dijera:

– Señor Adair, necesito su ayuda para encontrar a cuatro niños desaparecidos e impedir que secuestren a ninguno más.

Penelope levantó los ojos y los clavó en el rostro de Barnaby Adair. E hizo todo lo que pudo para no verlo. Cuando había decidido ir a verle no había imaginado que él, o mejor dicho su presencia, pudiera causarle algún efecto. ¿Por qué iba a pensarlo? Ningún hombre la había dejado jamás sin aliento, de modo que ¿por qué él? Era un auténtico fastidio.

Los ondulantes rizos rubios en torno a una cabeza bien formada, los pronunciados rasgos aguileños y aquellos ojos azul celeste que transmitían una penetrante inteligencia sin duda tenían su interés, pero al margen de sus rasgos había algo más en él, en su presencia, que la ponía nerviosa de un modo desconcertante.

Que fuera capaz de afectarla era todo un misterio. Era alto, de miembros largos y esbeltos, pero no más que su hermano Luc, y si bien era ancho de espaldas, no lo era más que su cuñado Simon. Y desde luego no era más guapo que Luc o Simon, aunque tampoco le costaría ocupar un buen puesto en el índice de apostura; había oído describir a Barnaby Adair como un Adonis y debía admitir que era cierto.

Todo lo cual no venía al caso y la llevó a preguntarse por qué le prestaba atención. Optó por centrarse en las numerosas preguntas que veía cobrar forma tras aquellos ojos azules.

– El motivo de que me encuentre yo aquí en vez de un grupo de padres indignados es que los niños en cuestión indigentes y expósitos.

Barnaby frunció el entrecejo. Ella esbozó una sonrisa.

– Será mejor que comience por el principio -dijo la joven.

Barnaby asintió:

– Es probable que eso me ayude a hacerme cargo de la situación.

Penelope puso los guantes encima del manguito. No las tenía todas consigo en cuanto al tono empleado por Barnaby, pero resolvió pasarlo por alto.

– No sé si estará usted enterado, pero mi hermana Portia, ahora esposa de Simon Cynster, otras tres damas de alcurnia y yo fundamos el orfanato ubicado frente al Hospital Benéfico Infantil de Bloomsbury. Eso fue en el año treinta. El orfanato funciona desde entonces acogiendo a expósitos, sobre todo del East End, y enseñándoles a trabajar como sirvientas y lacayos y, de un tiempo a esta parte, también en otros oficios.