– Me reuniré contigo allí y luego nos escabullimos. Sabe Dios que nadie se fija en quién está o deja de estar presente una vez que comienzan los maullidos, pero tendremos que estar pendientes del reloj y regresar antes de que termine el espectáculo.

Con el rabillo del ojo, vio que Penelope quitaba importancia al asunto con un ademán.

– No hará falta. -Con una sangre fría equiparable a la de él, si guió mirando por la ventanilla. -Me entrará dolor de cabeza y diré que me acompañas a casa. Mamá no montará un escándalo. Me aseguraré de que tampoco vaya a ver cómo me encuentro cuando vuelva a casa, y Leighton no cierra la puerta con llave hasta que me ve entrar.

Volvió la cabeza y lo miró.

– Una vez nos hayamos ido de casa de lady Throgmorton, podemos pasar toda la noche revisando el archivo.

En lo que a proposiciones sobre cómo pasar la noche atañía, Barnaby las había oído mejores, pero aquella propuesta le permitiría promover su causa, tanto con ella como en el rescate de Jemmie Carter.

Asintió y dijo:

– Así pues, quedamos en casa de lady Throgmorton a las ocho en punto.


Hacia las nueve menos cuarto de esa noche estaban sentados en el despacho de Penelope en el orfanato, rodeados de carpetas. Montones de carpetas. Barnaby contemplaba las pilas en precario equilibrio.

– Tiene que haber un modo más rápido.

– Por desgracia no es así.

– ¿Qué me dices de las carpetas que ya hemos revisado? Tampoco es que hubiera tantas.

– Esas eran de niños cuyos tutores tenían una esperanza de vida muy corta; en el caso de la señora Carter, su salud mejoró, pero yo ya había efectuado la visita reglamentaria, de ahí que me acordara de Jemmie.

Sentada a su escritorio, Penelope revisaba las carpetas -había más de cien- que la señorita Marsh había reunido en montones.

– Éstas son las carpetas de todos los niños registrados como posibles candidatos a venir aquí en el futuro. Vendrían a ser como nuestra lista de espera sin cribar. Las carpetas que vimos, unas pocas docenas, si te acuerdas, constituían la lista de admisiones inminentes.

Barnaby cogió una carpeta del montón más cercano y se puso a hojearla.

– Estas carpetas son mucho más delgadas.

– Porque sólo contienen el registro inicial y, como mucho, una nota. Aun no hemos hecho el seguimiento, ni el informe médico, nada… Y tampoco he visitado a las familias, ni la señora Keggs, de modo que no contamos con una descripción física del niño que nos sirva de guía.

Barnaby adoptó una expresión precavida.

– ¿Qué estamos buscando exactamente?

– A un niño de entre siete y once años, de quien se sepa que no tardará en quedar huérfano. -Iba contando los aspectos a tener en cuenta con los dedos. -Tiene que vivir en el East End. Y debemos comprobar si hay alguna nota acerca del tutor. -Lo miró a los ojos. -Me figuro que si pueden elegir, esos villanos preferirán un tutor al que puedan reducir fácilmente.

– Es una suposición razonable.

– Pues muy bien. -Contempló un momento las carpetas y luego le miró. -¿Qué tal si elaboramos un plan de ataque?

– Por favor.

– Trabajemos progresivamente, siguiendo los aspectos definidos por orden: tú empiezas y compruebas si cada carpeta corresponde a un niño o una niña. Las niñas a un lado, los niños para mí. -Inclinándose, señaló la esquina superior derecha de la carpeta que había vuelto a abrir. -¿Lo ves ahí? ¿Niño o niña?

– Niño. Esta para ti.

Lanzó la carpeta sobre el escritorio delante de ella y cogió la siguiente.

– Yo comprobaré la edad y la dirección. -Alcanzó la carpeta que él le había lanzado y la abrió. -East End o no. -Frunció el ceño y levantó la vista. -¿Te parece probable que extiendan su radio de acción fuera del East End?

– Es posible -dejó caer la segunda carpeta al suelo junto a su silla, -pero sólo si no encuentran a un niño adecuado en su propia zona. -Cogió la carpeta siguiente. -Los villanos tienden a ceñirse a barrios concretos que convierten en territorios de sus nefandos propósitos.

Penelope asintió y comprobó la dirección de la carpeta que tenía abierta. Paddington. La cerró y la dejó caer al suelo al tiempo que Barnaby le pasaba otra.

Establecieron un ritmo silencioso mientras la casa se iba acallando en torno a ellos. A su llegada, los niños mayores aún estaban despiertos y el personal andaba de aquí para allá supervisándolos y acostando a los más pequeños. Ruidos propios de una familia bulliciosa, multiplicados de manera notable, resonaban por los pasillos. Pero a medida que el reloj de encima del armario marcaba el inexorable paso del tiempo, todos esos ruidos fueron menguando, dejando sólo los secos crujidos del papel y el ocasional palmetazo de una carpeta descartada como única puntuación en el silencio reinante.

Cuando el reloj sonó, Penelope levantó la mirada y vio que eran las once y media. Con un suspiro, dejó caer la última carpeta a descartar del último montón y se quedó contemplando, igual que Barnaby, la reducida pila que quedaba encima de su cartapacio.

Estiró los brazos para desentumecerse la espalda.

– Quince.

Quince niños del East End, entre los siete y los once años, estaban registrados como huérfanos en potencia.

Barnaby echó un vistazo a las carpetas descartadas.

– Jamás hubiese imaginado que hubiera tantos niños huérfanos. Levantó la vista hacia Penelope. -No podéis albergar a todos éstos aquí.

Ella negó con un ademán.

– Nos gustaría, pero no es posible. Tenemos que elegir. -Al cabo de un momento, agregó: -Da la casualidad de que basamos nuestra decisión en algunas de las características que buscan esos villanos: agilidad mental y, si es posible, también física. La talla no la tomamos en cuenta pero, sabiendo que tenemos que elegir, hace tiempo decidimos admitir sólo a los niños que puedan sacar más provecho de las oportunidades que les ofrecemos.

– Y eso significa mente despierta y buena salud. -Cogió la primera carpeta de las quince restantes. -De modo que ahora intentaremos hallar alguna indicación sobre el estado de salud del tutor.

Aunque sólo tuvieran que evaluar quince carpetas, les llevó tiempo; tuvieron que leer no sólo lo que estaba escrito sino también, en cierta medida, entre líneas.

Al final, el montón quedó reducido a tres carpetas. Tres niños que ambos convinieron en que eran los únicos objetivos probables entre todas las carpetas que se habían leído.

Con las manos cruzadas sobre el escritorio, Penelope miraba las tres carpetas.

– Me sigue preocupando que haya otros niños que no estén registrados. -Miró a Barnaby. -¿Y si los villanos van por ellos y deán a estos niños en paz? -pregunto, señalando las carpetas con la bartilla.

Él hizo una mueca.

– Es un riesgo que tendremos que correr. Pero hasta ahora habéis perdido a cinco de vuestros candidatos registrados; es probable que estos niños estén, o acaben por estar, en el punto de mira de esos villanos. -Hizo una pausa y añadió: -Debemos darlo por supuesto si seguimos adelante con nuestro plan. No tenemos ninguna certeza pero es lo mejor que podemos hacer.

Penelope estudió sus ojos como descifrando su sinceridad y luego asintió.

– Tienes razón. -Miró las carpetas de nuevo y suspiró. -Aquí no hay nada que nos diga si los niños cumplen los requisitos físicos. Puede que sean demasiado corpulentos o torpes o… mañana tendré que visitarles para comprobarlo.

El reloj dio la hora: la una de la madrugada.

Barnaby se levantó, rodeó el escritorio, le tomó la mano y la puso de pie.

– Iremos juntos mañana temprano y así sabremos más sobre ellos.

Alargando el brazo, apagó la lámpara de sobremesa que habían puesto a tope para disponer de luz suficiente para leer. Luego, cogiéndole las dos manos, la volvió hacia él.

– Hemos llevado a cabo todo lo que podía hacerse esta noche en ese frente.

Penelope percibió el cambio de rumbo de su tono. Abrió más los ojos, escrutando los suyos.

– ¿Qué…?

Él la atrajo hacia así, agachó la cabeza y borró la confusión de sus labios con un beso. Los saboreó, dejando bien claro cuál era el tema que ahora se proponía investigar: ella. Sus labios, su boca, su lengua, la exquisita sensación de tenerla entre sus brazos, lo bien que se amoldaba a su cuerpo…

Había previsto cierta resistencia; en cambio, lo único que advirtió fue un instante de perplejidad, como si la mente de Penelope se hubiese paralizado.

Entonces sus labios, ya separados cuando él los había cubierto, se endurecieron debajo de los suyos, pero no trató de cerrarlos para rechazarle, sino que correspondió al beso. Con firmeza, sin vacilación esta vez.

Con ese súbito cambio de táctica, él se encontró siguiéndola en vez de llevándola. Luego las manos de ella, apoyadas contra su pecho, se deslizaron por sus hombros hasta meterse bajo sus rizos y acariciarle la nuca. Él tuvo que esforzarse para contener un escalofrío, sorprendido de que un gesto tan simple de aquellos gráciles dedos pudiera resultar tan excitante.

Entonces ella se arrimó más a él y Barnaby tembló.

Penelope se estrechaba contra él y cedía su boca; y Barnaby perdió contacto con el mundo inmediato, transportado en un santiamén a un lugar donde no existía ningún dique de contención para su naturaleza primitiva.

La atrajo hacia sí con brusquedad, espoleado por la calidez que le ofrecía su boca y la licenciosa acometida de su lengua. Correspondió a cuanto ella le ofrecía y, de manera ostensible y flagrante, amoldó los labios de ella a los suyos.

Penelope emitió un leve sonido; no un gemido, un sollozo o un jadeo, sino una combinación de los tres, un sonido de aliento que Barnaby interpretó sin dificultad; reaccionó dejando que sus manos, hasta entonces afianzadas en sus caderas, se aflojaran y se deslizaran hacia abajo, rodeándola, llenando las palmas con sus firmes curvas. Flexionando los dedos, la atrajo hacia sí con gesto seductor.

Y notó cómo ella se derretía en sus brazos, cómo toda resistencia, incluso la tensión de la columna vertebral, se evaporaba.

Ella estaba dispuesta a entregarse totalmente si él quería, y ambos lo sabían.

Ella deslizó una mano menuda de su nuca a su mejilla sin dejar de besarlo, tan absolutamente licenciosa y descarada como él deseaba.

Volviéndose, la aprisionó contra el escritorio; el borde golpeó los muslos de Penelope por detrás. Las carpetas desparramadas por el tablero ya nada importaban; alargó el brazo para apartarlas…

Clic, clic, clic.

El tabaleo de unos tacones que se acercaban por el pasillo embaldosado los devolvió de sopetón al mundo real, al que englobaba el despacho con su amplia arcada y más allá la antesala con la puerta abierta.

Se separaron. Barnaby rodeó rápidamente el escritorio y se dejó caer en la silla que había ocupado antes.

Penelope arrimó su silla al escritorio, se sentó y cogió las tres carpetas que tenía sobre el cartapacio. Levantó la vista cuando la señora Keggs apareció en la arcada.

Ésta se fijó en los nuevos montones de carpetas y en las tres que Penelope sostenía.

– Vaya, habrán trabajado como burros para revisar todas ésas. ¿Sólo tres?

Penelope asintió.

– Acabamos de terminar. -Recogió el bolso que tenía junto a sus pies y se levantó. -Pues sí, sólo hay tres. Tendré que visitarlos y ver si pueden interesar a esos villanos. -Echó un vistazo al reloj. -Me llevo las carpetas para hacerlo mañana.

Barnaby se puso en pie. La señora Keggs sonrió afablemente.

– Caramba. Tendrán ganas de acostarse, sin duda. Los acompaño y así cierro.

Penelope no miró a Barnaby al pasar junto a él.

Se detuvo ante la percha donde había colgado su capa, pero Barnaby se adelantó y la cogió caballerosamente. La sacudió y se la puso sobre los hombros.

– ¿Lo tienes todo?

Su aliento rozó la sensible piel de debajo de la oreja, excitando los sentidos de Penelope, pero haciendo un esfuerzo los amarró de nuevo.

– Creo que sí. -Se las arregló para dedicar una sonrisa a la señora Keggs, su involuntaria salvadora.

Con las tres carpetas en una mano, el bolso en la otra y la capa sobre los hombros, y con Barnaby detrás, recorrió con calma el largo pasillo hasta el vestíbulo, se despidió de la señora Keggs y luego con la cabeza bien alta, salió a la noche.

Durante el trayecto de regreso a Mount Street, guardó silencio. No se lo ocurría nada que decir. Dudaba en agradecer el tacto de Barnaby al guardar silencio también, pese a que percibía que su mutismo lo divertía.

Lo que sí hizo fue pensar mucho sobre ese beso tan imprudente. No el que le había dado él, iniciando el episodio, sino el que ella, tonta y desvergonzada, le había estampado en los labios. Eso y lo que había seguido eran cosas que sin duda necesitaba analizar.