El cochero sacudió las riendas y el carruaje arrancó bruscamente. Soltando un suspiro, Penelope se recostó en el asiento y sonrió a la oscuridad. Satisfecha, y una pizca petulante. Había reclutado a Barnaby Adair para su causa y, a pesar del inaudito acceso de sensiblería, había manejado la situación sin desvelar su aflicción.
En general la velada había sido un éxito.
Barnaby se quedó plantado en la calle, envuelto en la niebla, observando cómo se alejaba el carruaje. Cuando dejó de oír el traqueteo de las ruedas, sonrió y enfiló hacia su puerta.
Al subir los escalones del porche se percató de que estaba de buen humor. El abatimiento se había esfumado, sustituido por la expectativa de lo que le depararía el nuevo día.
Y eso debía agradecérselo a Penelope Ashford.
No sólo le había propuesto un caso, uno que se apartaba de su ámbito habitual y que, por consiguiente, supondría un desafío y ampliaría sus conocimientos, sino que, aún más importante, se trataba de un caso que ni siquiera su madre desaprobaría.
Redactando mentalmente la carta que escribiría a su progenitora a primera hora de la mañana, entró en su casa silbando entre dientes y dejó que Mostyn se encargara de echar el cerrojo a la puerta.
CAPÍTULO 02
– Buenos días, señor Adair. La señorita Ashford nos ha avisado de su visita. Está en su despacho. Tenga la bondad de acompañarme.
Barnaby cruzó el umbral del orfanato y aguardó mientras la mujer de mediana edad, muy bien arreglada, que había abierto la pesada puerta en respuesta a su llamada la cerraba y la aseguraba con un pasador alto.
Ella dio media vuelta y le hizo una seña; Barnaby la siguió mientras lo conducía a través de un espacioso vestíbulo y por un largo pasillo con puertas que se abrían a derecha e izquierda. Sus pasos resonaban levemente en el suelo de baldosas blancas y negras; las paredes desnudas eran de un pálido tono amarillo crema. En cuanto a estructura, la casa parecía en perfecto estado pero no presentaba el menor indicio de decoración: ni cuadros en las paredes ni alfombras sobre las baldosas.
Nada que suavizara o disfrazara la realidad de que aquello era una institución.
Una breve inspección del edificio desde el otro lado de la calle le había mostrado una mansión antigua, pintada de blanco, tres plantas y buhardillas en lo alto, un cuerpo central flanqueado por dos alas, amplios patios de grava delante de cada ala separados de la acera por una valla de hierro forjado. Un sendero recto y estrecho conducía de la pesada verja de la calle hasta el porche de la entrada.
Todo lo que Barnaby había visto del inmueble emanaba sentido práctico y solidez.
Volvió a fijarse en la mujer que tenía delante. Aunque no llevaba uniforme, le recordó a la gobernanta de Eton por su paso presuroso y decidido, y por el modo en que echaba un vistazo al pasar ante cada habitación, comprobando quién había dentro.
Él también miró las habitaciones y vio grupos de niños de distintas edades sentados en pupitres o en corros en el suelo, escuchando absortos a mujeres, y en un caso a un hombre, que les leían o enseñaban.
Mucho antes de que la mujer que lo guiaba aminorase el paso y se detuviera ante una puerta, Barnaby había comenzado a añadir notas mentales sobre Penelope Ashford. Fue el ver a los niños -sus rostros rubicundos y redondos, los rasgos indiscernibles, el pelo arreglado pero sin peinar, la ropa decente pero de ínfima calidad, todo tan diferente de los niños con que él o ella trataban normalmente -lo que le abrió los ojos.
Al defender a criaturas tan inocentes y desvalidas de un estrato social tan alejado del suyo, Penelope no se estaba permitiendo un simple gesto altruista; al traspasar en semejante medida los límites de lo que la buena sociedad juzgaba apropiado en las obras benéficas para las damas de su posición, se estaba jugando, y de esto Barnaby estaba seguro con cierta complicidad, la desaprobación social.
El orfanato de Sarah y su relación con él no era lo mismo que Penelope estaba haciendo allí. Los niños de Sarah eran de extracción campesina, hijos de labriegos y familias del pueblo que vivían, trabajaban o se relacionaban con las fincas de la aristocracia terrateniente; ocuparse de ellos implicaba un componente de «nobleza obliga». Pero los niños de allí eran de las populosas barriadas y atestadas casas de vecinos de Londres; no guardaban relación alguna con la alta sociedad y sus familias a duras penas se ganaban la vida ionio podían en ocupaciones variopintas.
Y algunas de esas ocupaciones no resistirían un escrupuloso escrutinio.
La mujer a quien había seguido hizo un gesto con el mentón. -La señorita Ashford está en el despacho del fondo, señor. Tenga la bondad de pasar.
Barnaby se detuvo en el umbral del antedespacho. Una joven remilgada estaba sentada, con la cabeza gacha, a un escritorio frente a unos armarios cerrados, revisando papeles. Con una comedida sonrisa, Barnaby dio las gracias a su acompañante y cruzó hacia el sanctasanctórum.
Su puerta también estaba abierta.
Sin hacer ruido, se aproximó y se detuvo a mirar. El despacho de Penelope -la placa de latón de la puerta ponía Administración- era un cuadrado de paredes blancas, austero y sin adornos. Contenía dos armarios altos contra una pared y un gran escritorio situado ante la ventana con dos sillas de respaldo recto.
Penelope, en la silla de detrás del escritorio, estaba concentrada en un fajo de papeles. El ceño levemente fruncido hacía que sus cejas oscuras formaran una línea casi horizontal sobre el puente de su naricilla recta. Los labios apretados, se fijó él, daban un aire severo a su semblante.
Llevaba un traje de calle azul marino; la oscuridad del color resaltaba su tez de porcelana y el lustroso obsequio de sus cabellos castaños. Tomó debida nota de los reflejos rojos de su espléndido pelo.
Alzó la mano y llamó con delicadeza a la puerta.
– ¿Señorita Ashford?
Penelope levantó la vista. Por un instante, tanto su mirada como su expresión fueron de perplejidad, luego pestañeó, enfocó y lo saludó con un ademán.
– Señor Adair. Bienvenido al orfanato.
Sin sonreír, reparó Barnaby; metida en faena. Pensó que resultaba reconfortante.
Relajado y tranquilo, dio unos pasos para situarse junto a la otra silla.
– Quizá podría mostrarme el lugar y contestar a unas preguntas.
Ella consideró la sugerencia y echó un vistazo a los papeles que tenía delante. Barnaby casi la oía debatirse en su fuero interno sobre si enviarle a hacer la ronda con su ayudante, pero entonces sus labios -aquellos labios de rubí que habían recuperado su fascinante plenitud natural- volvieron a apretarse.
– Por supuesto. Cuanto antes encontremos a los niños perdidos, mejor.
Rodeando el escritorio, salió del despacho con paso decidido; enarcando levemente las cejas, Barnaby la siguió: otra vez detrás de una mujer, aunque ésta no le traía a la mente ningún raigo matronil.
Sin embargo ella se las arregló para armar un loable ajetreo al cruzar el antedespacho.
– Le presento a mi ayudante, la señorita Marsh. También fue huérfana, y ahora trabaja aquí asegurándose de que todos nuestros archivos y el papeleo están en orden.
Barnaby sonrió a aquella discreta joven, que se sonrojó e inclinó la cabeza, fijando de nuevo su atención en los papeles. Siguiendo a Penelope al pasillo, Barnaby reflexionó que era poco probable que los habitantes del orfanato se toparan con muchos caballeros de alcurnia.
Alargando el paso, dio alcance a Penelope, que lo conducía hacia el interior de la casa caminando de un modo casi masculino, obviamente desdeñosa del caminar deslizante que tan en boga estaba. Echó un vistazo a su semblante.
– ¿Hay muchas damas de alcurnia que la ayuden en su labor aquí?
– No demasiadas. -Al cabo de un instante, se explicó mejor. -Vienen unas pocas. Se enteran por mí o Portia, o las demás, o por nuestras madres y tías, y acuden con la intención de ofrecer sus servicios.
Se detuvo en la intersección con otro pasillo que conducía a un ala y lo miró a la cara.
– Vienen, miran… y luego se marchan. La mayoría tienen la idea de hacerse las dadivosas con golfillos apropiadamente agradecidos. -Una chispa de malicia brilló en sus ojos; volviéndose, señaló hacia el ala. -Y eso no es lo que encuentran aquí.
Incluso antes de que llegaran a la puerta entornada, la tercera del pasillo, la algarabía era evidente.
Penelope la abrió de par en par.
– ¡Niños!
El ruido cesó tan de repente que el silencio reverberó.
Diez niños de entre ocho y doce años se quedaron de una pieza, sorprendidos en pleno combate de lucha libre. Con los ojos como platos y las bocas torcidas, se percataron de quién había entrado y entonces, de prisa, se separaron, empujándose para ponerse en fila y lucir sonrisas inocentes que pese a todo parecían bastante auténticas.
– Bueno días, señorita Ashford, -dijeron a coro.
Ella les dirigió una mirada muy seria.
– ¿Dónde está el señor Englehart?
Los niños cruzaron miradas y uno de ellos, el más grandullón, contestó:
– Ha salido un momento, señorita.
– Y seguro que os ha dejado una tarea que hacer, ¿verdad?
Los niños asintieron. Sin decir palabra, regresaron a sus pupitres y enderezaron los dos que habían tumbado. Provistos de tizas y pizarras, se sentaron en los bancos y reanudaron su tarea; echando un vistazo, Barnaby vio que estaban aprendiendo a sumar y restar.
Unos pasos presurosos resonaron en el fondo del pasillo; un momento después, un hombre bien vestido de unos treinta años apareció en el umbral.
Observó a los niños y a Penelope, y acto seguido sonrió.
– Por un momento he pensado que se habían matado entre sí.
Se oyeron risas ahogadas. Tras asentir a Penelope y mirar con curiosidad a Barnaby, Englehart ocupó su sitio en el aula.
– Venga, chicos. Otros tres grupos de sumas y podréis salir al patio.
Algunos rezongaron pero se pusieron a trabajar en serio; más de uno apretaba la lengua entre los dientes.
Uno levantó la mano y Englehart se acercó para leer lo que había en la pizarra del niño.
Penelope echó un último vistazo al grupo y se reunió con Barnaby junto a la puerta.
– Englehart enseña a los niños de esta edad a leer y escribir, y también aritmética. La mayoría aprende lo bastante como para buscar un empleo mejor que el de simple lacayo, y otros van para aprendices en distintos oficios.
Habiendo reparado en la seriedad de la relación de los niños con Englehart y en el modo en que éste reaccionaba con ellos, Barnaby asintió.
Siguió a Penelope fuera del aula. Cuando ella hubo cerrado la puerta, le dijo:
– Englehart parece capacitado para este trabajo.
– Lo está. También es huérfano, pero su tío se hizo cargo de él y le dio una buena educación, Ocupa un puesto de confianza en el bufete de un abogado que está al corriente de nuestra obra y permite que Englehart nos dedique seis horas a la semana. Tenemos otros profesores para otras asignaturas. En su mayoría son voluntarios, lo cual significa que realmente les importan sus alumnos y que están dispuestos a emplearse a fondo para sacar lo mejor de lo que casi nadie consideraría una buena arcilla.
– Por lo que veo, ha conseguido bastantes y provechosos apoyos.
Ella se encogió de hombros.
– Cuestión de suerte.
Barnaby sospechó que si la joven tenía un objetivo en mente, la suerte apenas contaba.
– Los familiares que confían sus pupilos a esta institución, ¿vienen antes a visitarla?
– Los que pueden, suelen hacerlo. Pero en cualquier caso nosotros siempre visitamos al niño y al tutor en su casa. -Lo miró a los ojos. -Es importante que sepamos en qué clase de hogar se han criado y a qué están acostumbrados. Cuando llegan aquí por primera vez, muchos tienen miedo: este ambiente es nuevo y a menudo extraño para ellos, con normas que desconocen y costumbres que les resultan raras. Saber a qué están habituados nos permite ayudarlos a integrarse.
– Esas visitas las hace usted -dijo Barnaby como afirmación.
Penelope levantó el mentón.
– Soy la responsable, de modo que debo estar informada.
A él no le vino a la mente ninguna joven que quisiera ir de buen grado a esos lugares; se estaba haciendo patente que hacer suposiciones sobre Penelope, o sobre su conducta o reacciones, basándose en lo que era la norma entre las jóvenes de buena cuna era un modo excelente de no entender nada.
Siguió guiándolo, deteniéndose en las diversas aulas, mostrándole los dormitorios, vacíos a esa hora, la enfermería y el comedor, mientras le explicaba los métodos y rutinas que seguían y le presentaba al personal que encontraban por el camino. Barnaby escuchó atentamente cuanto le refirió; disfrutaba estudiando a las personas, se consideraba a sí mismo bastante entendido en caracteres, y cuanto más veía, más calcinado se sentía, sobre todo por Penelope Ashford.
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