Tenaz, dominante pero no dominadora, inteligente, despierta y perspicaz, entregada y leal; al finalizar el recorrido había visto lo bastante para estar seguro de esas cualidades. También podría añadir irritable cuando la presionaban, prepotente cuando se cuestionaba su autoridad y compasiva de pies a cabeza. Esto último se traslucía cada vez que se relacionaba con algún niño; parecía conocer cada nombre y cada historia de los más de ochenta bribonzuelos que vivían en aquella casa.
Finalmente regresaron al vestíbulo principal. A Penelope no se le ocurría qué más podía mostrarle; daba gusto que fuera tan observador y en apariencia capaz de deducir sin tener que explicarle las cosas con detalle. Se detuvo y se volvió hacia él.
– ¿Necesita saber algo más sobre nuestros procedimientos?
Barnaby la miró un momento y luego negó con la cabeza.
– Por ahora no. Todo parece bastante sencillo, bien pensado y establecido. -Echó una ojeada al interior de la casa. -Y a juzgar por lo que he visto de su personal, estoy de acuerdo en que es harto improbable que alguien esté implicado, ni siquiera en pasar información a los… a falta de una palabra mejor, secuestradores.
Su mirada azul volvió a clavarse en Penelope; ella intentó fingir que no se daba cuenta de cómo le estudiaba los ojos, los rasgos.
– De modo que el paso siguiente será visitar el escenario de la última desaparición, interrogar a la gente del barrio y averiguar qué saben. -Sonrió de un modo cautivador. -Si me da la dirección, no será preciso que le robe más tiempo.
Penelope entrecerró los ojos, apretando la mandíbula con firmeza.
– No tiene que apurarse por mi tiempo. Hasta que nos devuelvan a esos cuatro niños, este asunto es prioritario. Como es natural, le acompañaré al domicilio del padre de Dick. Dejando otras consideraciones al margen, los vecinos no le conocen y dudo que estén dispuestos a hablar con usted.
Barnaby le sostuvo la mirada. Penelope se preguntó si la discusión que tarde o temprano tendrían iba a tener lugar en aquel preciso instante… Pero entonces él ladeó la cabeza.
– Como guste.
Su última palabra quedó ahogada por un taconeo procedente del pasillo. Penelope dio media vuelta y vio que la señora Keggs, la gobernanta, venía hacia ellos presurosa.
– Por favor, señorita Ashford, la necesito un momento antes de que se vaya. -Al llegar al vestíbulo se detuvo y agregó: -Es por las provisiones para los dormitorios y la enfermería. Es importante que envíe el pedido hoy mismo.
Penelope disimuló su irritación; no por la señora Keggs, pues la necesidad era urgente, sino por lo inoportuno del momento. ¿Y si Adair intentaba aprovechar la demora para apartarla de la investigación? Se volvió hacia él.
– No me llevará más de diez… quizá quince minutos. -No le preguntó si la esperaría, sino que prosiguió: -Podremos marcharnos en cuanto termine.
Barnaby le sostuvo la mirada con firmeza; ella no descifró nada en sus ojos azules aparte de que la estaban evaluando, sopesando. Luego la línea de los labios se suavizó sin llegar a sonreír, más bien como si en su fuero interno se estuviera divirtiendo.
– Muy bien. -Del otro lado de la puerta, ahora abierta, les llegaban las voces de los niños; inclinó la cabeza en esa dirección. -Aguardaré fuera, observando a sus pupilos.
Ella sintió tal alivio que no le preguntó qué esperaba observar. Asintió con brío.
– Iré a buscarle en breve.
Sin darle ocasión de cambiar de opinión, se volvió y, junto a la señora Keggs, enfiló el pasillo que llevaba a su despacho.
Barnaby la observó alejarse, fijándose con admiración en el enérgico balanceo de sus caderas y sus andares resueltos. Luego se dio la vuelta y, sonriendo más abiertamente, salió al día sombrío.
De pie en el porche, recorrió con la vista el patio que quedaba a su derecha; un grupo de niños y niñas de unos cinco o seis años reían y chillaban mientras se perseguían y lanzaban balones. Al mirar a la izquierda descubrió un número semejante de niños, todos de edades comprendidas entre los siete y los doce años, el grupo al que se habrían unido los niños desaparecidos.
Bajó los escalones y dejó que los pies le llevaran en aquella dirección. No buscaba nada en concreto, pero la experiencia le había enseñado que datos aislados en apariencia superfluos a la postre solían resultar cruciales para resolver un caso.
Apoyándose contra la fachada de la casa, dejó que su vista recorriera el grupo de niños, los había de todos los tamaños y formas, unos eran rechonchos, achaparrados y con pinta de matones, otros flacos y canijos. La mayoría se movía sin dificultad al jugar, pero algunos cojeaban y uno arrastraba un pie.
Cualquier grupo similar de hijos de buena familia habría sido más homogéneo en cuanto a presencia física, con rasgos semejantes y los mismos miembros largos.
El único elemento que compartían aquellos niños, tanto entre sí como con los niños de los círculos de Barnaby, era cierta despreocupación de la que normalmente carecían los hijos de los pobres. Era un reflejo de la confianza en su seguridad, en que tendrían un techo sobre la cabeza y un sostén razonable, no sólo hoy sino también mañana y en el futuro inmediato. Aquellos niños eran felices, mucho más de lo que nunca llegarían a serlo sus iguales.
Había un profesor sentado en un banco al otro lado del patio. Leía un libro y echaba esporádicos vistazos a sus pupilos.
Al cabo, uno de los niños -un chaval de unos diez años, enjuto y nervudo y con cara de hurón- se acercó sigilosamente a Barnaby. Aguardó a que éste lo mirase antes de preguntar: -¿Es un profesor nuevo?
– No. Estoy ayudando a la señorita Ashford en un asunto. La estoy esperando.
Otros niños se fueron acercando cuando el primero dijo «Oh» y se quedó con los labios formando un círculo. Miró a sus amigos, se envalentonó y preguntó:
– ¿Y usted qué es, entonces?
«El tercer hijo de un conde.» Barnaby sonrió al imaginarse cómo reaccionarían los chicos si les dijera eso.
– Ayudo a la gente a encontrar cosas.
– ¿Qué cosas?
«Villanos, generalmente.»
– Cosas que la gente quiere encontrar.
Uno de los mayores frunció el ceño.
– Pensaba que de eso se encargaba la pasma. Pero usted no es polizonte.
– ¡Quia! -interrumpió otro chavalín. -Los polizontes están para que la gente no robe, sobre todo. Buscar lo robado es otro cantar.
Sabiduría en boca de retoños.
– Entonces… -El primer preguntón le miró calibrándolo. -Cuéntenos la historia de algo que haya ayudado a encontrar.
Sus palabras sonaron más a curiosidad que a exigencia.
Barnaby echó un vistazo al corro de rostros que lo rodeaba, teniendo muy presente que todos y cada uno de los niños se habían fijado en la calidad de su ropa, y reflexionó un momento. Un movimiento en la otra punta del patio le llamó la atención. El profesor había reparado en el interés de sus alumnos; enarcó una ceja, preguntando sin palabras si Barnaby deseaba ser rescatado.
Tras dirigir al profesor una sonrisa tranquilizadora, Barnaby se centró en su público.
– El primer objeto que ayudé a devolver a su dueño fue el collar de esmeraldas de la archiduquesa de Derwent. Desapareció durante una fiesta en su mansión de la finca Derwent…
Lo acribillaron a preguntas; no le sorprendió que la fiesta en sí misma, la finca y cómo se divertían «los encopetados» fueran el centro de su interés. El valor de las esmeraldas les resultaba incomprensible, pero la gente los fascinaba tanto como a él. Escuchar sus reacciones a la historia que contó le hizo reír por dentro.
En su despacho, Penelope se percató de que la atención de la señora Keggs se había apartado de ella para centrarse en un punto detrás de su hombro izquierdo.
– Creo que con esto debería bastar para las próximas semanas.
Dejó la pluma y cerró la tapa del tintero con un chasquido; el ruido hizo que la señora Keggs bajara de las nubes.
– Ah… gracias, señorita. -La señora Keggs cogió el pedido firmado que le tendía Penelope. -Lo llevaré enseguida a Connelly's para que lo sirvan esta misma tarde.
Penelope sonrió y asintió autorizándola a retirarse. La observó levantarse, hacer una reverencia y luego, tras echar un último vistazo por la ventana, salir presurosa.
Haciendo girar la silla, Penelope miró por la ventana… y vio a Adair cautivo de un grupo de niños.
Se dispuso a levantarse pero entonces reparó en que lo había interpretado mal: era él quien tenía cautivados a los niños, lo cual no era poca cosa, con algo que les contaba.
Estudió la escena sorprendida; a pesar de cuanto le habían referido acerca de él, no había contado con que Adair tuviera la necesaria facilidad o inclinación para relacionarse abiertamente con las clases bajas; desde luego no hasta el punto de encorvarse para entretener a un puñado de golfillos.
Sin embargo, su sonrisa parecía sincera.
Se libró de una parte más del recelo que había tenido al consultarle. Los demás miembros de la junta de administración estaban fuera de Londres; aunque los había informado de las tres primeras desapariciones aún no había dicho palabra acerca de la más reciente, como tampoco sobre su plan de recabar la ayuda de Barnaby Adair. En eso, había actuado por iniciativa propia. Si bien estaba convencida de que Portia y Anne apoyarían su decisión, no estaba tan segura a propósito de los otros tres. Adair se había forjado un nombre ayudando a la policía, en concreto en llevar ante la justicia a miembros de la buena sociedad, empeño que no había sido recibido con unánime aprobación entre los de su clase.
Apretando los labios, dio sendas palmadas a los brazos de la silla y se puso de pie.
– Me da igual -informó al despacho vacío. -Para traer a esos niños de vuelta habría recabado la ayuda del mismísimo demonio.
Las amenazas sociales no influían en ella.
Otra clase de amenazas…
Entrecerrando los ojos, estudió el elegante personaje rodeado por aquel grupo variopinto. Y a regañadientes admitió que en cierta medida representaba, en efecto, una amenaza para ella.
Para sus sentidos, para sus nervios de repente a flor de piel, para su inusitadamente díscola cabeza. Jamás hombre alguno le había hecho perder el norte.
Ningún hombre la había hecho preguntarse qué ocurriría si él…
Se puso otra vez de cara al escritorio y cerró la carpeta de pedidos.
Tras la entrevista de la noche anterior se había dicho a sí misma que lo peor ya había pasado, que cuando volviera a verlo, el impacto que había causado en sus sencidos habría decaído, desvaneciéndose. En cambio, al levantar la vista y verlo en el umbral, con su mirada azul fija en ella en actitud contemplativa, había perdido la facultad de pensar de manera racional.
Le había costado un verdadero esfuerzo mantener el semblante inexpresivo y fingir que tenía la cabeza en otra parte. Estaba claro que, si deseaba investigar con él, iba a necesitar el equivalente de una armadura. Pues de lo contrario…
No quería ni pensar en que él se diera cuenta de lo mucho que la afectaba, ni tampoco en aquella manera suya tan lenta, arrogante y viril de sonreír.
Apretó los labios y reiteró con firmeza:
– Pase lo que pase, me da igual.
Sacó el bolso y los guantes de debajo del escritorio y, levantando el mentón, se dirigió hacia la puerta.
Y hacia el hombre que había reclutado como adalid del orfanato.
CAPÍTULO 03
– A instancias del padre de Dick, la señora Keggs y yo fuimos a verle hace dos semanas.
Penelope miraba el paisaje urbano que desfilaba por la ventana del coche de punto. Habían hecho señas al carruaje desde la parada que había frente al Hospital Infantil; el conductor los había admitido encantado y enfilado hacia el este a buen paso.
Su avance se ralentizó en cuanto entraron en las estrechas y atestadas callejas de lo que los londinenses llamaban el East End. Un conglomerado de apretujadas casas destartaladas, edificios de pisos, talleres y almacenes en su día construidos alrededor de las antiguas aldeas extramuros de la vieja muralla de la ciudad; con los siglos, las toscas construcciones se habían fundido en un miserable, oscuro y a menudo frío y húmedo batiburrillo de viviendas desastradas.
Clerkenwell, el barrio al que se dirigían, no era tan malo, tan superpoblado y potencialmente peligroso como otras partes del East End.
– El padre de Dick, el señor Monger, tenía la tisis. -Penelope se balanceó cuando el coche giró en Farringdon Road. -Estaba claro que no iba a recuperarse. El médico del distrito, un tal señor Snipe, también estaba presente; fue él quien nos mandó aviso cuando el señor Monger falleció.
En el asiento de enfrente, Adair iba frunciendo el entrecejo a medida que se aventuraban por calles cada vez más humildes.
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