– ¿Recibieron el mensaje de Snipe ayer por la mañana?
– No. La noche anterior. Monger murió hacia las siete.
– Pero usted no estaba en el orfanato.
– No.
Adair la miró.
– Pero si hubiese estado…
Penelope se encogió de hombros y apartó la vista.
– Por las noches, nunca estoy.
Por supuesto, habida cuenta de las cuatro desapariciones, ya había dado instrucciones de que la noticia de la muerte de un tutor le fuera transmitida de inmediato allí donde se encontrara. La próxima vez que hubiera que recoger a un huérfano, tomaría el carruaje de su hermano, su cochero y un mozo de cuadra, y saldría disparada hacia el East End fuera la hora que fuese… pero no le pareció conveniente explicárselo a su acompañante.
Le constaba que Adair conocía a su hermano Luc, que además era su tutor; adivinaba lo que estaría pensando: que Luc sin duda no aprobaría que ella fuera a esos barrios poco menos que a solas. Y, desde luego, menos aún de noche.
En eso Adair acertaba de pleno; Luc no se figuraba lo que su puesto de «administradora» conllevaba. Y preferiría con mucho que siguiera sumido en la ignorancia.
Echó un vistazo por la ventanilla y la alivió ver que casi habían llegado a su destino; una distracción muy oportuna.
– En este caso, tres vecinos vieron y hablaron con el hombre que se llevó a Dick la mañana después de que Monger muriera. Su descripción del hombre en cuestión encaja con la que dieron los vecinos en los tres casos anteriores.
El carruaje aminoró la marcha casi hasta detenerse y luego giró con dificultad para entrar en una calle muy estrecha en la que a duras penas cabía.
– Ya hemos llegado -dijo Penelope, incorporándose en cuanto el carruaje paró; pero Adair se le adelantó, asiendo el pomo de la portezuela, lo cual la obligó a apoyarse de nuevo contra el respaldo para que él pudiera abrir y apearse.
Eso hizo él, y bloqueó la salida mientras echaba un vistazo en derredor.
Penelope se mordió la lengua y reprimió las ganas de asestarle un fuerte golpe entre los hombros. Unos hombros muy hermosos, cubiertos por un abrigo a la moda, pero que le entorpecían el paso. Tuvo que contentarse con fulminarlo con la mirada.
Finalmente, sin prisas, ajeno a su enojo, se movió. Se hizo a un lado y le ofreció la mano. Aferrándose a sus modales, Penelope se armó de valor y le entregó la suya; no, el efecto de su contacto -de sentir sus largos y fuertes dedos tomar posesivamente los suyos- aún no había menguado. Diciéndose a sí misma con mordacidad que Adair estaba allí a petición suya -ocupando, y con mucho, demasiado espacio en su vida y distrayéndola, -le permitió ayudarla, aunque soltándose en cuanto bajó del coche.
Sin dignarse mirarlo, abrió la marcha señalando la casucha que tenían delante.
– Ahí vivía el señor Monger.
Su llegada, como era natural, había llamado la atención; rostros se asomaban por ventanas mugrientas; manos apartaban colgaduras donde nunca había habido cristales.
Penelope señaló la casa de al lado; había una mesa de madera dispuesta enfrente.
– Su vecino es zapatero remendón. El y su hijo vieron a nuestro hombre.
Barnaby vio que un tipo andrajoso los miraba desde debajo del toldo que protegía la mesa. Penelope fue a su encuentro; él la siguió pisándole los talones. Si ella reparaba en la miseria y la suciedad que la rodeaba, por no mencionar los olores, no dio la menor muestra de ello.
– Señor Trug. -Penelope saludó al zapatero con un gesto de asentimiento y éste, receloso, inclinó la cabeza. -Le presento al señor Adair, experto en investigar sucesos extraños como la desaparición de Dick. Aun a riesgo de importunarlo, quería pedirle que le explicara cómo era el hombre que se llevó a Dick.
Trug observaba a Barnaby, y éste sabía qué estaba pensando. ¿Qué iba a saber sobre golfillos desaparecidos un encopetado como él?
– ¿Señor Trug? Por favor. Queremos encontrar a Dick cuanto antes.
Trug lanzó una mirada a Penelope y carraspeó.
– Vale, muy bien. Fue ayer por la mañana temprano, apenas era de día. Un hombre llamó a la puerta del viejo Monter. Mi hijo Harry estaba a punto de irse a trabajar. Se asomó y dijo al tipo que Monger estaba muerto y enterrado. -Miró a Barnaby. -Era un tipo bastante educado. Se acercó y explicó que había venido a recoger a Dick. Entonces fue cuando Harry me llamó.
– ¿Qué aspecto tenía ese sujeto?
Trug levantó la vista hacia los rizos rubios de Barnaby.
– Más alto que yo, pero no tanto como usted. Ni tan ancho de espaldas. Un poco más barrigón, aunque fornido.
– ¿Se fijó usted en sus manos?
Trug se mostró sorprendido por la pregunta, pero luego su expresión devino pensativa.
– No tenía pinta de matón, ahora que lo pienso. Y tampoco de peón ni de nada por el estilo… No tenía callos en las manos. Dependiente o… bueno, lo que él dijo. Que trabajaba para las autoridades.
Barnaby asintió.
– ¿Ropa?
– Abrigo grueso, nada especial. Gorra de tela, lo normal. Botas de trabajo como las que llevamos todos los de por aquí.
Barnaby no siguió la mirada de Trug cuando éste la bajó a sus lustrosas botas altas.
– ¿Qué hay de su forma de hablar, de su acento?
Levantando la vista otra vez, Trug pestañeó.
– ¿Acento? Bueno… -Volvió a pestañear y miró a Penelope. -¡Mecachis, en eso no había caído! Era de por aquí. Del East End. Seguro.
Penelope miró a Barnaby.
El la correspondió y luego miró a Trug.
– ¿Su hijo está en casa?
– Sí. -Trug se volvió pesadamente para asomarse al interior. -Ya está de vuelta. Voy a llamarlo.
El hijo corroboró cuanto había dicho su padre. Cuando le pidieron que calculara la edad del intruso, torció los labios antes de pronunciarse.
– No era mayor. Como de mi misma edad; y tengo veintisiete. -Sonrió a Penelope.
Con el rabillo del ojo, Barnaby la vio endurecer su oscura mirada.
– Gracias -dijo Barnaby.
Saludó a los dos Trug con la cabeza y dio un paso atrás.
– Sí, bueno. -El padre Trug volvió a situarse detrás de su banco de trabajo. -Sé que Monger quería que el pequeño Dick se fuera con la dama aquí presente, así que no me parece bien que ese tipo se lo llevara. Quién sabe qué tendrá en mente para él; igual mete al pobre crío a limpiar chimeneas, le guste o no.
Penelope palideció, pero si su expresión cambió fue para mostrar más determinación. También ella se despidió de los Trug.
– Les agradezco su ayuda.
Volviéndose, señaló la casita del otro lado del domicilio del padre de Dick.
– Tendríamos que hablar con la señora Waters -dijo. -Dick pasó la noche con ella, de modo que también habló con ese hombre.
En respuesta a la llamada de la campanilla que había junto a su puerta, la señora Waters salió de las profundidades de su abarrotado hogar. Era toda una madraza de tez rubicunda y pelo gris, lacio y sin vida, que confirmó la descripción de los Trug.
– Sí, unos veinticinco años, diría yo, y era de algún lugar de por aquí, aunque no cercano. Conozco las calles aledañas y no es vecino del barrio, por así decir, pero sí, tal como hablaba, seguro que es un east ender de pura cepa.
– O sea que era demasiado joven para ser alguacil o algo así -dijo Penelope mirando a Barnaby.
La señora Waters soltó un resoplido.
– Qué va, ése ni mandaba ni estaba a cargo de nada, se lo puedo asegurar.
A Barnaby le sorprendió tanta certidumbre.
– ¿Cómo lo sabe?
La mujer arrugó la frente y dijo:
– Porque ni siquiera sabía lo que estaba haciendo. Hablaba con cuidado, con muchísimo cuidado, como si alguien le hubiese enseñado qué decir y cómo decirlo.
– Así que piensa que alguien lo mandó aquí a hacer un trabajo, que era una especie de recadero.
– Exacto -asintió la señora Waters. -Alguien lo mandó a llevarse a Dick, y eso fue lo que hizo. -Su rostro ensombreció y levantó la vista hacia Barnaby. -Encuentre a ese desgraciado y devuélvanos a Dick. Es un buen chico que nunca ha dado problemas, no tiene ni pizca de malicia. No se merece lo que esos cabrones (usted perdone, señorita) se proponían hacer con él.
Barnaby inclinó la cabeza.
– Haré cuanto esté en mi mano. Gracias por su ayuda. -Le tendió la mano a Penelope. -¿Señorita Ashford?
Ella no se la aceptó y, tras despedirse de la señora Waters, se dirigió al coche de punto caminando junto a él. Pero tuvo que aceptar la mano para subir al carruaje. Después de indicar al cochero que regresara al orfanato, Barnaby subió a su vez y cerró la portezuela.
Se dejó caer en el asiento y repasó lo que habían averiguado.
Penelope interrumpió sus pensamientos.
– Entonces es posible que Dick no esté muy lejos. -Con los ojos entornados, parecía mirar sin ver al otro lado del carruaje. -¿Eso le sugiere algo, alguna actividad en concreto?
Barnaby tuvo en cuenta quién era y contestó:
– El East End es una zona muy extensa y densamente poblada. -«Y además está llena de vicio.»
Penelope hizo una mueca.
– Bien… ¿Y ahora qué?
– Si a usted no le importa, me gustaría exponerle lo que sabemos a un amigo, el inspector Basil Stokes de Scotland Yard.
La joven enarcó las cejas.
– ¿La policía? -Le sostuvo la mirada un momento y agregó: -A decir verdad, me cuesta creer que la policía de Peel vaya a manifestar mucho interés por la desaparición de unos niños indigentes.
La sonrisa de Barnaby fue tan cínica como el tono de Penelope.
– En condiciones normales, puede que tenga usted razón. No obstante, Stokes y yo nos conocemos. Además, lo único que haré será ponerlo al corriente de la situación y preguntarle su opinión. Hizo una pausa antes de proseguir. -Cuando se entere de lo que sabemos… -Si Stokes, como Barnaby, sentía el aguijón de la intuición… Pero no era preciso compartir tales ideas con Penelope Ashford. Encogió los hombros. -Ya veremos
Acompañó a Penelope al orfanato y luego siguió en el mismo coche hasta Scotland Yard. Entró en el insulso y discreto edificio que ahora albergaba a la Policía Metropolitana y fue hasta el despacho de Stokes sin que nadie se lo impidiese; casi todos los que trabajaban allí le conocían de vista y, además, su reputación le precedía.
El despacho de Stokes se encontraba en el primer piso. La puerta estaba abierta. Barnaby se detuvo en el umbral, miró dentro y sus labios fueron esbozando una lenta sonrisa al ver a su amigo, sin chaqueta y arremangado, escribiendo farragosos informes. Si había algo que Stokes deplorara de sus crecientes éxitos y posición era la ineludible redacción de informes.
Percibiendo una presencia, Stokes levantó la vista, le vio y sonrió. Soltó la pluma, apartó el montón de papeles y se reclinó contra el respaldo.
– Vaya, vaya… ¿Qué te trae por aquí? -Su tono fue de expectación.
Sonriendo, Barnaby entró en el despacho, de un tamaño lo bastante grande para acomodar a cuatro personas si fuera necesario. Situado ante la ventana, el escritorio y su silla estaban de cara a la puerta. Había un armario lleno de carpetas y el sobretodo de Stokes colgaba de una percha de pie. Desabrochándose su elegante abrigo, Barnaby dejó que se abriera al sentarse en una de las dos sillas delante del escritorio.
Buscó los ojos grises de Stokes. De estatura y constitución similares a las de Barnaby, moreno de pelo y de apariencia bastante circunspecta, resultaba difícil ubicar a Stokes en una clase social. Su padre había sido comerciante, no un caballero, pero por gentileza de su abuelo materno, Stokes había recibido una buena educación. Gracias a eso, comprendía la idiosincrasia de la nobleza y, por consiguiente, tenía más mano para tratar con los miembros de ese mundo selecto que cualquier otro inspector de la policía de Peel.
En opinión de Barnaby, el Cuerpo tenía suerte de contar con Stokes. Además, era inteligente y usaba el cerebro, lo cual era en parte el motivo de que hubiesen trabado una estrecha amistad.
Lo que a su vez explicaba que Stokes estuviera escrutándole con indisimulada impaciencia; esperaba que Barnaby lo salvase de sus informes.
Barnaby sonrió.
– Tengo un caso que, aunque se aparta de lo que solemos hacer, quizá te pique la curiosidad.
– Ahora mismo eso no será difícil. -Stokes tenía una voz gravé, bastante áspera, todo un contraste con la voz bien modulada de Barnaby. -Nuestros delincuentes elegantes han decidido irse de vacaciones muy pronto este año, o quizás se han retirado al campo porque hemos peinado demasiado la ciudad. En todo caso, soy todo oídos.
– La administradora del orfanato de Bloomsbury me ha pedido que investigue la desaparición de cuatro niños.
Sucintamente, Barnaby expuso cuanto había averiguado a través de la propia Penelope, de lo observado en la casa y durante la visita a Clerkenwell. Al hacerlo, su voz y su expresión traslucieron una gravedad que no había permitido ver a Penelope.
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