– También soy consciente de que, para algunos, resolver crímenes como éste y echar la culpa a miembros de la clase alta se ha convertido en una especie de diversión. Una diversión que trae aparejada cierta notoriedad, incluso fama. Tales consideraciones pueden nublar el juicio cuando se consiente que lleguen a ser una obsesión. -Osó esbozar una sonrisa. -Una suerte de adicción, si usted quiere.
– Vaya -respondió Huntingdon con frialdad.
Barnaby bajó la cabeza para disimular su sonrisa; Cameron acababa de cruzar una línea roja invisible: un caballero no vertía esa clase de acusaciones contra otro caballero en público, sólo en privado.
– En resumidas cuentas, milord -dijo Cameron endureciendo la voz, -sospecho que estas acusaciones, sospechas o llámelas como quiera, me inculpan por pura conveniencia. Dudo mucho que hubiera algún motivo personal a la hora de elegirme como chivo expiatorio. Sucede simplemente que reúno las condiciones de un sospechoso que, por virtud de mi condición y del puesto que ocupo como secretario suyo, desviará la atención de la deplorable falta de pruebas en este asunto.
Levantando la vista, Barnaby vio la dura mirada de Cameron fija en Huntingdon. Tuvo que reconocer el mérito de Cameron; de haberse tratado de cualquiera con menos carácter que Huntingdon, esa última pulla, recordatorio de que si acusaban a Cameron, el prestigio de Huntingdon se resentiría, le habría valido para salir bien parado, al menos en aquella habitación y en aquel momento.
Lo que creyó ver en el semblante de Huntingdon animó más a Cameron.
– ¿Se le ofrece algo más, milord?
Pero había subestimado a su patrón. Juntando otra vez las manos encima del cartapacio, Huntingdon lo miró con severidad.
– Por supuesto que sí. Curiosamente, no ha explicado por qué unas listas de casas y objetos robados en ellas, redactadas con su inconfundible caligrafía obraban en poder del ladrón que reconoce haberlos robado. Por más que usted sostenga no saber nada sobre esas listas, yo mismo puedo confirmar que usted ha visitado con frecuencia todas esas casas y que está familiarizado con sus bibliotecas y estudios, como mínimo lo bastante para tener cierto conocimiento de los artículos robados. Muy pocos caballeros tienen tal grado de conocimiento de esas casas. Asimismo, usted se cuenta entre los pocos con conocimiento y acceso suficientes para haber falsificado la orden policial emitida contra el orfanato. Si bien las listas redactadas con su peculiar caligrafía, su familiaridad con las casas en cuestión y su capacidad para falsificar órdenes judiciales podrían descartarse por separado como circunstanciales, tomadas en conjunto mueven a reflexión. No obstante, puesto que sostiene su absoluta inocencia, no pondrá ninguna objeción a que el ladrón -hizo una seña para que Smythe saliera de detrás del biombo- confirme si usted es o no es el hombre para quien ha trabajado.
Para esa eventualidad, Cameron sí estaba preparado. Con toda calma, se volvió y plantó cara a Smythe.
El grandullón lo miró con detenimiento y masculló:
– Es él. Se hacía llamar señor Alert.
Cameron se limitó a enarcar las cejas y se volvió de nuevo hacia Huntingdon.
– ¡Milord! -exclamó con expresión y tono de incredulidad. -¡No me diga que piensa confiar en la palabra de un hombre como éste! Sería capaz de decir cualquier cosa. -Lanzando una mirada a Stokes, agregó: -Supongo que le habrán dado un incentivo para hacerlo. Ningún tribunal dictará sentencia basándose en su palabra.
Huntingdon asintió con gravedad.
– Tal vez no. Sin embargo, hay otros testigos. -Miró hacia el otro lado de la habitación. -¿Señorita Ashford?
Penelope salió de detrás del otro biombo y se dirigió a su señoría.
– Ambos niños han reconocido en el acto la voz de su secretario. No cabe duda de que es el hombre a quien oyeron dar instrucciones a Smythe -miró a Cameron- sobre qué casas robar y qué llevarse de cada una.
Cameron la miraba fijamente.
– Dos niños inocentes que no están bajo coacción ni amenazas y que, por consiguiente, no tienen motivos para mentir. -Huntingdon hizo una pausa y luego preguntó: -¿Qué dice ahora, Cameron?
De pronto nervioso, el secretario dirigió la vista a su señoría.
Barnaby comenzó a rodear el escritorio.
Cameron no reaccionó como un caballero, sino que arremetió contra Penelope. Atónita, ésta se vio sujetada por los brazos. Con los ojos desorbitados, Cameron le dio la vuelta y la inmovilizó contra él. Y blandió una navaja ante su rostro.
Un escalofrío recorrió el espinazo de la joven. Cameron debía de estar loco. La navaja parecía afilada.
– ¡Atrás! -gritó Cameron al tiempo que arrimaba la espalda a la pared. Penelope notó cómo volvía la cabeza hacia un lado y otro. Percibía el nerviosismo, rayano en el pánico, que emanaba de él. -¡Atrás, he dicho! O le rajo la mejilla. -De repente, la navaja con su brillante filo estaba muy cerca del rostro de ella.
Un sudor frío estremeció a Penelope, aterrada. Cameron era muy fuerte y no podría zafarse de él, menos aún con la navaja tan cerca. Había separado las piernas y ni siquiera podía darle patadas. Inspiró hondo y se obligó a apartar la mirada de la navaja. Miró a los demás; veía borrosos sus rostros. Entonces vio a Barnaby, consiguiendo enfocarle la cara.
Estaba junto al escritorio, pálido y demudado el rostro, los rasgos en tensión, listo para intervenir, pero retenido por la amenaza de Cameron. Observaba todo sin perder detalle.
Cuando Cameron recorrió la estancia con la vista para ver qué hacían los demás, Barnaby abrió la boca e hizo el gesto de morder.
Penelope se quedó perpleja pero enseguida lo entendió. Echó la cabeza hacia atrás contra el pecho de Cameron y le clavó los dientes en la mano que empuñaba la navaja.
Cameron dio un grito.
Cerrando los ojos, Penelope volvió a morder con toda el alma y apretó la mandíbula.
Cameron chilló como un poseso. Intentó apartar la mano pero fue en vano. Con esa mano inmovilizada, no podía usar la navaja. Y con la fuerza del mordisco, tampoco podía soltarla. Se sacudió de un lado para otro, aullando, tratando furiosamente de librarse de Penelope.
Forcejeaban y daban vueltas pero la joven se negaba a soltarlo. Con un esfuerzo tremendo, Cameron le dio un violento empujón que la obligó a soltarlo; salió despedida a través de la estancia y chocó contra Stokes y el conde, y al caerse hicieron tropezar a los dos agentes que habían corrido en su auxilio.
Liberándose apresuradamente del grupo que había arrastrado con ella, a gatas, Penelope vio a Cameron blandiendo la navaja para mantener a Barnaby a distancia. Huntingdon estaba de pie pero no podía rodear el escritorio sin distraer a Barnaby.
Y a juzgar por su cara, Cameron sólo aguardaba una ocasión para rajar a Barnaby.
El tiempo pareció detenerse.
La navaja soltó un destello, luego otro. Barnaby se agachó justo a tiempo.
Cameron gruñó y arremetió. Con el corazón en un puño, Penelope se puso a gritar. En el último instante, Barnaby sé giró y la navaja brilló al deslizarse junto a su pecho.
Barnaby fue a coger el brazo de Cameron pero éste se echó para atrás. Con ojos de loco, blandiendo la navaja para mantener a raya a todos, fue retrocediendo.
Se había olvidado de Griselda, o quizá ni siquiera había reparado en ella. Saliendo subrepticiamente de detrás del biombo, la sombrerera había cogido una pesada estatuilla de una mesa auxiliar y se estaba acercando por detrás, manteniéndose pegada a la pared. Sosteniendo la estatuilla en alto, aguardó a que llegara su momento y, cuando tuvo a Cameron a su alcance, le asestó un buen golpe en el cráneo.
Penelope se puso trabajosamente de pie mientras Cameron se tambaleaba.
– ¡Más fuerte! -gritó a su amiga. -¡Dale otra vez!
Anticipándose a Griselda, Barnaby dio un paso al frente, apartó la navaja y soltó un puñetazo tremendo contra la mandíbula de Cameron, que salió despedido y chocó de espaldas contra la pared y puso los ojos en blanco. Le fallaron las rodillas y se escurrió hasta el suelo, donde quedó hecho un guiñapo.
Barnaby se irguió delante de él, haciendo una mueca mientras sacudía la mano.
Horrorizada, Penelope corrió a su lado.
Huntingdon le dio una palmada en el hombro.
– Buen trabajo.
Penelope no estaba tan segura. Cogió la mano de Barnaby, su hermosa, elegante y hábil mano, y observó cómo se le iba enrojeciendo en torno a los nudillos pelados.
– Oh, Dios mío, ¿qué le has hecho a tu mano?
Para desconcierto de Barnaby, el leve daño que se había hecho en la mano tenía absorta a Penelope. Todo lo demás quedaba relegado a segundo plano. Para ella lo principal era llevárselo enseguida a Jermyn Street para atender sus heridas. Salvar sus nudillos pelados.
Que Mostyn se hubiera hecho cargo de los niños, ofreciéndose a cuidar de ellos y llevarlos al orfanato a la mañana siguiente, ratificó su impaciencia por marcharse cuanto antes de allí.
Cosa que también Barnaby decidió que le convenía; aparte de todo lo demás, necesitaba hablar con ella enseguida, antes de que su padre dijera algo que le complicara más la vida.
Penelope sintió un gran alivio cuando él se avino a dejar el asunto en manos de lord Huntingdon y su padre. Según su punto de vista, sobraban personas capaces para hacerse cargo del desalmado Cameron y adoptar todas las medidas necesarias. Los agentes llevarían a Smythe y Cameron a Scotland Yard; Stokes acompañaría a Griselda a su casa. La única responsabilidad de Penelope era velar por el bienestar de los niños y Barnaby.
Esto último era lo prioritario. Cuando llegaron a su casa, pidió a Mostyn que acostara a los niños y arrastró a Barnaby hasta su dormitorio. Lo obligó a sentarse en la cama y luego fue al cuarto de baño a buscar una palangana de agua.
Regresó, acercó el candelabro para tener más luz, le examinó la herida y masculló:
– Los hombres siempre a puñetazos. -Estaba muy agitada; no sabía muy bien por qué. -No tenías por qué pegarle; Griselda podría haberse encargado de él si le hubieses concedido un segundo más.
– Necesitaba pegarle. Penelope pasó por alto la dureza de su tono. -Me gusta mucho tu mano, ¿sabes? -La sumergió en el agua fría. -Las dos. Me gustan mucho otras partes tuyas, por supuesto, pero eso no viene al caso, Tus manos… -Cayó en la cuenta y se calló. Inspiró profundamente. Estoy parloteando. -Oyó el asombro de su propia voz, pero su lengua no se detuvo. -¿Ves a qué me has reducido? Yo nunca parloteo; pregunta a cualquiera. Penelope Ashford no ha parloteado en su vida, y heme aquí, parloteando como una boba, y todo porque no has tenido cuidado…
Barnaby la hizo callar con el sencillo recurso de darle un beso. Agachando la cabeza, le cubrió los labios y le paró la lengua con la suya.
Deslizó un brazo en torno a ella y la atrajo hacia sí.
Casi al instante, Penelope se relajó.
Al principio fue un beso con ternura, un prolongado, relajante y tranquilizador intercambio. Pero había mucho más entre ambos, reacciones más primitivas que pedían ser saciadas, necesidades más poderosas que despertaban e inesperadamente los atraparon, adueñándose del beso, infundiéndole pasiones que ninguno de ellos tenía intención de mostrar pero que necesitaban desesperadamente mitigar. Aplacar. Satisfacer.
Barnaby ladeó la cabeza y le saqueó la boca, causando estragos en sus sentidos… y ella le correspondió con ardor. Se sacudió el agua de las manos y las hundió en sus cabellos, atravesando los mechones rizados para agarrarle la cabeza, sujetarlo con firmeza y besarlo a su vez; reclamarlo como suyo con la misma avidez, la misma avaricia, la misma glotonería con que él la reclamaba.
Con el mismo desenfreno y la misma desmedida.
Cuando finalmente interrumpieron el beso, ambos respiraban deprisa; el anhelo y la necesidad, no sólo físicos, corrían por sus venas. El mismo palpito, la misma pulsión. Penelope lo miró a los ojos y vio todo lo que ella sentía bullendo en sí misma, el mismo tumulto de sentimientos.
La misma razón oculta.
El mismo motivo. La misma fuerza.
Tomó aire entrecortadamente, dispuesta a hablar; a todas luces, el momento de hacerlo había llegado. No obstante, la asaltó una duda. Barnaby era un soltero empedernido; toda la buena sociedad lo sabía. Si ahora ella hablaba y proponía, y él rehusaba, el tiempo de estar juntos tocaría a su fin. A pesar de sus deseos, en cuanto él supiera que estaba pensando en el matrimonio, si no lograba convencerlo para que aceptara, Barnaby la apartaría de su vida… y Penelope dudaba mucho que pudiera soportar algo así. Si hablaba y él no accedía, ella perdería todo lo que tenía ahora.
Y si no hablaba… perdería todo lo que podrían tener.
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