Incluso si él abrigaba los mismo sentimientos que ella, eso no significaba que viera el matrimonio como el camino apropiado para él.

Por primera vez en su vida, enfrentada a un claro desafío, su coraje se tambaleó. Jamás se había enfrentado a un momento tan crítico. Buscó alguna pista en los ojos de él, algún indicio de cómo iría a reaccionar. Y recordó… Torció el gesto.

– ¿Por qué necesitabas pegar a Cameron?

Él lo había dicho como si tuviera una importancia que trascendiera el mero hecho de detener al malvado.

Barnaby le sostuvo la mirada y sonrió irónicamente. Bajó la vista a sus labios.

– Has dicho que lo hice sin pensar. -Apretó la mandíbula. -Y tienes razón, no lo pensé. Fue algo… extraño. Yo nunca hago las cosas sin pensar; igual que tú nunca parloteas. Pero desde que Cameron te sujetó… dejé de pensar. No necesitaba hacerlo. Lo que necesitaba estaba perfectamente claro sin que tuviera que intervenir la mente.

Hizo una pausa e inspiró hondo.

– Tenía que pegarle porque te había agarrado. Si hubiese agarrado a Griselda, no habría sentido lo mismo; aunque a lo mejor Stokes sí. Pero Cameron te agarró a ti, y en algún momento de estas últimas semanas has pasado a ser mía. Mía para protegerte. Para tenerte y sostenerte. Para mantenerte a salvo.

La miró a los ojos y Penelope vio la sinceridad que brillaba en los suyos.

– Por eso le aticé, porque ni siquiera tuve que pensar para saber que debía hacerlo. Necesitaba hacerlo y punto. -Hizo una pausa y prosiguió: -He oído que las cosas pueden ser así con una mujer determinada. No creía que tal cosa fuera a sucederme, pero contigo ha ocurrido. Si no quieres ser mía… -Escrutó sus ojos y, endureciendo la voz, agregó: -Es demasiado tarde. Porque ya lo eres.

Penelope había estado buscando algo a lo que entregar su corazón, y allí lo tenía, brillando en los ojos de Barnaby.

– Me parece que deberíamos casarnos.

Él se sintió invadido por un júbilo inmenso; mirando los ojos oscuros de la joven, se regocijó para sus adentros.

Sin darle tiempo a reaccionar, Penelope frunció el ceño.

– Me consta que es una proposición sorprendente, pero si atiendes a mi razonamiento creo que verás que es consistente y presenta importantes ventajas para los dos.

Aquello era lo que él pretendía conseguir. Procuró que sus ojos no revelaran su sensación de triunfo; quería oír todo lo que ella tuviera que decirle.

– Adelante, soy todo oídos.

Penelope volvió a fruncir el ceño, insegura sobre cómo interpretar su tono, pero tomó aire y prosiguió:

– Sé tan bien como tú que hay una larga lista de razones lógicas, racionales, dictadas y aprobadas socialmente por las que deberíamos casarnos. -Lo miró de hito en hito. -Pero ni tú ni yo permitimos que tales consideraciones nos afecten; las menciono pura y simplemente para descartarlas, señalando tan sólo que un matrimonio entre nosotros gozaría de aceptación social.

Barnaby pensó que su madre se pondría loca de contenta. Asintió y aguardó. Ella posó su mirada en sus labios.

– Hace semanas comentaste que nos llevamos excepcionalmente bien. En privado, en público, en sociedad e incluso, siendo lo más notable, en lo que atañe a nuestras excéntricas vocaciones. Podemos conversar sobre cualquier tema que nos interese y además disfrutamos haciéndolo. Hablamos de cosas de las que no hablaríamos con nadie más. Compartimos ideas. Reaccionamos de manera semejante ante los problemas. Las mismas circunstancias nos empujan al mismo fin. -Levantó la vista para mirarlo a los ojos. -Como ya dije en su momento, somos complementarios. Todo lo que ha sucedido desde entonces no ha hecho más que subrayar lo correcta que fue esa aseveración.

El ladeó la cabeza y escrutó sus ojos.

– Tú y yo no somos iguales -prosiguió ella, -pero nosotros, nuestras vidas, en cierto modo encajan. -«Tú me completas», pensó, transmitiendo la idea con la misma eficacia que si la hubiese pronunciado en voz alta. -Juntos somos más fuertes que por separado. Creo que estas semanas así lo han demostrado. -Hizo una pausa. -De modo que pienso que deberíamos casarnos y dar continuidad a la pareja que hemos formado. Para nosotros, el matrimonio no será una limitación, sino que nos permitirá expandir nuestra asociación abriéndola a todos los aspectos de nuestras respectivas vidas.

A través de las manos que apoyaba en su espalda, Barnaby percibió el férreo propósito que la dominaba.

– Por eso pienso que deberíamos casarnos. Y eso es lo que desearía si estuviera en mis manos y tú también lo desearas.

Sincera, directa, lúcida y resuelta; Barnaby la miró a los ojos y vio todo eso y más. Lo único que tenía que hacer era sonreír de un modo encantador, fingir que estaba atónito con su propuesta, su proposición, simular que consideraba sus argumentos y luego aceptar con dignidad.

Y entonces ella sería suya y él tendría cuanto deseaba sin necesidad de admitir, de revelar ni reconocer más que ante sí mismo, lo que le impulsaba. La fuerza que había clavado sus garras en su alma y ahora le poseía.

Por desgracia… parecía que esa fuerza tenía otras ideas.

Sincera, directa, lúcida y resuelta… no bastaba. Que él se limitara a aceptar nunca bastaría.

– Sí, deberíamos casarnos. -La aspereza de su voz hizo que Penelope abriera los ojos. Y sin darle tiempo a pensar, a especular, añadió: -Pero…

Intentó desesperadamente censurar sus propias palabras pero teniéndola entre sus brazos, con sus ojos negros en los suyos, de repente fue imperativo, más importante que la vida, que ella lo supiera y entendiera, absoluta y completamente.

– Cuando dimos los primeros pasos hacia la intimidad, si hubieses tenido más experiencia te habrías dado cuenta de que un hombre como yo no te habría tocado si no estuviera pensando en el matrimonio.

Penelope abrió más los ojos. Hubo un compás de espera antes de que consiguiera decir:

– ¿Desde entonces?

Barnaby asintió, apretando la mandíbula.

– Exactamente desde entonces. Eras una virgen de alta cuna, hermana de tu hermano; ningún caballero honorable te habría tocado, sólo que yo quería que fueras mi esposa y tú, por aquel entonces, eras contraria al matrimonio. De modo que me doblegué a tus deseos, pero sólo porque estaba empeñado en hacerte cambiar de parecer.

Penelope entornó los ojos.

– ¿Querías hacerme cambiar de parecer?

Su tono hizo reír a Barnaby.

– Ni siquiera entonces, cuando no te conocía tan bien, imaginé que pudiera lograrlo. Yo no podía hacerte cambiar de parecer pero esperé, recé, para que llegaras a ver por ti misma que casarte conmigo podía ser una buena idea. Que te convencieras a ti misma para cambiar de postura. Tal como has hecho.

Barnaby había contado con que ella siguiera sus comentarios en orden cronológico hasta el presente; en cambio, tal como debería haber previsto, retrocedió hasta el punto que había revelado pero no explicado.

– ¿Por qué querías casarte conmigo? -Frunció el ceño, perpleja. -Casi desde el principio de nuestra relación, antes de que llegáramos a conocernos bien… ¿Qué te indujo a querer casarte conmigo?

El tuvo que vencer el embarazo, forcejear consigo mismo, para revelar la verdad.

– No lo sé. -Al ver que le miraba incrédula, reiteró: -No lo sé. -Apretó los dientes y prosiguió: -En ese momento, lo único que sabía era que eras la mujer de mi vida. No lo entendía pero aun así lo tenía claro.

– ¿Y decidiste actuar basándote en eso? -Parecía un tanto… fascinada.

Era peligroso admitirlo, pero Barnaby se obligó a asentir.

La mirada de Penelope, oscura y luminosa, se enterneció. Ladeó la cabeza sin quitarle los ojos de encima.

– ¿Y ahora?

La pregunta definitiva.

Mirándola a los ojos, se obligó a hablar. A confesar y acabar con aquello de una vez, a decirle todo lo que nunca había tenido intención que supiera.

– Sigo sin comprender por qué un hombre en su sano juicio le diría esto a una mujer, pero… te amo. Antes de que entraras en mi vida, no tenía ni idea de lo que era el amor; lo veía en los demás, incluso lo apreciaba en ellos, pero nunca lo sentí. De modo que no sabía cómo era, cómo sería… Hasta ahora. -Inspiró hondo. -Cuando Cameron te inmovilizó, amenazándote con la navaja, literalmente lo vi todo rojo. Lo único que sabía era que tú, en torno a quien gira mi vida ahora, estabas en peligro. Que si te ocurría algo no podría seguir viviendo; tal vez existiría pero no estaría verdaderamente vivo tal como lo he estado contigo durante estas últimas semanas.

Barnaby le escrutó los ojos.

– Antes no has llegado a decirlo, así que lo haré yo: tú completas mi vida. Te amo, te necesito y quiero que seas mía, y que todo el mundo lo vea y lo sepa. -Para su sorpresa, le resultó fácil decirlo. -Quiero que nos casemos. Quiero que seamos marido y mujer.

Penelope lo miró a los ojos y luego, lentamente, sonrió.

– Me alegro -dijo. Le cogió la cabeza y la acercó a la suya. -Porque también es lo que yo quiero, porque también te amo. Es extraño e inesperado pero fascinante y excitante, y quiero seguir explorándolo contigo. -Con sus bocas separadas apenas unos centímetros, hizo una pausa. Sus cautivadores labios carnosos esbozaron una sonrisa deliciosa. -Y quizá quieras recordar que discutir conmigo nunca es prudente.

Barnaby habría reído de buena gana pero Penelope lo besó. Y siguió besándolo cuando él la estrechó entre sus brazos y le correspondió.

Pegada a él, lo alentó. Con todas las barreras derribadas, todos los obstáculos superados, ya no había motivo alguno para no celebrar al máximo lo que habían hallado, lo que compartían: el amor, el deseo, la pasión.

Dieron rienda suelta a los tres sentimientos. Juntos, como un único ser, dejaron que el tumulto hiciera estragos y los devorase.

Dejaron que los arrastrara a un combate alocado, desesperado, vertiginoso, acuciado por la necesidad. Quién tomaba a quién, quién era más provocador, quién transmitía mejor su devoción… Como siempre, discutieron sin hablar, pegados el uno al otro, abordaron la cuestión y al final renunciaron a perseguir la respuesta. En beneficio de su mutuo deleite, su mutuo placer y su suprema satisfacción.

Hasta el momento culminante en que él la tuvo debajo, en que ella se arqueó y lo tomó dentro de sí, en que las manos de ella se aferraron desesperadas mientras el coronaba la cima; en ese momento, bajando la mirada hacia ella, hacia el arrobo tan descarnadamente perfilado en sus facciones, no pudo dudar, no dudó, que la devoción de ella, su entrega, su amor, eran iguales a los suyos.

Entonces la vorágine la arrastró, y la gloria emanó a través de ella, entrando en él. Incluso cuando sus manos resbalaron inertes de sus hombros, la estrecha sujeción del cuerpo de Penelope lo arrastró con ella hacia el vacío eterno. Hacia ese momento donde imperaba la exquisita sensación de que nada importaba salvo que eran uno.

El momento los rundió, los envolvió en cálidas nubes de dicha, de plenitud, de bendición, con la certeza de que allí era donde el destino había querido llevarlos; indefensos ante algo que ninguno de los dos podía negar.

íntegros. Completos. Uno en brazos del otro.


Se casaron, no en cuestión de días como habrían deseado sino a finales de enero. Diciembre llegó y con él vino la nieve; palmos y palmos de nieve. Aunque sus respectivas casas solariegas no distaban mucho entre sí, sus madres declararon al unísono que eran demasiados quienes tendrían que enfrentarse a posibles ventiscas para asistir a las nupcias; por consiguiente, dichas nupcias deberían posponerse hasta después del deshielo.

Según Penelope tuvo ocasión de oír camino de la iglesia, ella y Barnaby debían considerarse afortunados por haber podido casarse antes de abril.

El clima no afectó del mismo modo la vida cotidiana en la ciudad. Cameron fue encarcelado en Newgate, pendiente de la revisión de los cargos que iban a imputarle; su juicio forzosamente debería postergarse hasta que aquellos a quienes había robado regresaran a la capital para identificar sus pertenencias.

El día siguiente al arresto de Cameron, Stokes y Huntingdon registraron la casa. Gracias a una criada que había oído ruidos en el trastero adyacente a su minúscula habitación del desván, descubrieron el alijo compuesto por los siete objetos que Smythe y los niños habían entregado a Cameron.

Riggs había confirmado que Cameron era un conocido suyo, que había estado en su casa de St. John's Terrace y que su amante, la señorita Walker, era esclava del láudano. Riggs se había quedado perplejo al enterarse de los actos de Cameron.

– Siempre me pareció un buen tipo. Jamás hubiera sospechado que fuese capaz de algo así.

Ese sentimiento encontró eco en muchos otros; fue Montague quien finalmente arrojó luz sobre los motivos de Cameron.