Cameron no era lo que había pretendido ser, y eso venía siendo así desde sus tiempos de estudiante. Hijo de un molinero del norte que se había casado con la hija del señor del lugar, su abuelo materno, miembro de la pequeña nobleza, había disfrutado enviándolo a Harrow.
Lamentablemente, gracias a sus compañeros, los años de colegio le dejaron entrever el mundo de la alta sociedad. Ahí nació su ambición, su ardiente deseo, no sólo de acceder a ese círculo selecto sino de formar parte de él. De modo que había ocultado sus modestos orígenes y disimulado afanosamente su condenatoria carencia de recursos económicos.
Se las había arreglado para llegar a fin de mes gracias al juego, que le había resultado muy útil hasta que tropezó con una mala racha. Su vida fue de mal en peor rápidamente. Había caído en las garras del prestamista con peor reputación de todo Londres, un usurero que Stokes y sus superiores estarían encantados de ver fuera de circulación pero del que ni los deudores desesperados ni los hombres muertos se sentían inclinados a hablar.
Dado que el plan de Cameron había sido de su propia invención, no fue de demasiada ayuda en ese sentido. Ahora que dicho plan, así como la fachada que había construido, se habían desmoronado echando por tierra sus ilusiones, Cameron se había ensimismado y prácticamente no hablaba.
Habida cuenta de la magnitud de los robos que había tramado, así como del abuso de su posición como secretario de Huntingdon para tal fin, a sabiendas de que tales actos dañarían gravemente el prestigio del todavía en ciernes Cuerpo de Policía, y visto que había incitado a Smythe y Grimsby a cometer un asesinato, a raptar niños inocentes e inducirlos a iniciarse en la delincuencia, el destierro era lo mejor que Cameron podía esperar; tendría suerte si se libraba de la horca.
La nota alegre la puso la boda del inspector Basil Stokes y la señorita Griselda Martin a principios del Año Nuevo. Después de pasar la Navidad con sus familias, primero en Calverton Chase y luego en Cothelstone Castle, y tras haber viajado, por orden de la duquesa, a Somersham Place para participar de las festividades, donde se vieron sometidos a otra ronda de felicitaciones y bromas, Barnaby y Penelope aprovecharon la excusa para huir. Enfrentándose al mal estado de las carreteras, llegaron a la capital la víspera de la boda. Y menos mal, ya que Barnaby era el padrino de Stokes y Penelope acompañó a Griselda como su dama, de honor.
Penelope consideró el resultado un triunfo. Se apresuró a arrancar a la feliz pareja la promesa de que asistirían a sus nupcias con Barnaby cuando llegara el momento.
A finales de mes, tras haber bailado el vals que abrió la celebración de su boda, vals que disfrutó hasta lo más hondo de su alma, Penelope se retiró de la pista del salón de Calverton Chase y confesó a su hermana Portia, que junto con su hermana mayor Anne había sido dama de honor:
– Fue muy tentador, estando en Londres, hacer que Barnaby obtuviera una licencia especial y resolver el asunto sin más, pero…
– No os atrevisteis a enfrentaros a la consiguiente decepción de vuestras madres. -Portia sonrió. -No lo habríais olvidado nunca.
Mirando hacia el otro extremo del salón de baile, donde estaban sentadas en un canapé su madre y la de Barnaby, rodeadas por otras damas de su misma categoría, recibiendo encantadas las felicitaciones de sus conocidos, Penelope frunció el ceño.
– No lo entiendo; tampoco es que no hayan presidido las bodas de sus hijos hasta hoy. Para mamá, ésta es la quinta, y para la duquesa, la cuarta; a estas alturas, sería normal que no les hiciera tanta ilusión.
Portia se rio.
– Te olvidas de una cosa. Para ellas, esta boda representa un triple triunfo.
– ¿Y eso?
– Para empezar, sabes perfectamente que toda la sociedad estaba al tanto de tu resuelta oposición a casarte. Tu cambio de parecer supone un triunfo inmenso para mamá. Y lo mismo sirve para Barnaby; se temía mucho que engrosara las filas de los solteros empedernidos, así pues no es de extrañar que lady Cothelstone esté radiante. Y por último, pero no por ello menos importante, tanto para mamá como para la duquesa, sois los últimos. Los más jóvenes y los últimos de su prole. -Portia miró hacia donde estaban las dos señoras. -A partir de esta mañana ya no les queda ninguna tarea pendiente.
Penelope pestañeó; aquello desde luego daba una nueva perspectiva a la felicidad de su madre.
– Pero lo más probable -dijo tras reflexionar- es que pongan el mismo interés en las vidas y las bodas de sus nietos.
– Interés sí, pero a distancia; sospecho que dejarán que nosotras carguemos con las preocupaciones de nuestra prole.
Hubo algo en la voz de Portia que hizo que Penelope la mirara con más atención. Al cabo de un momento, preguntó:
– ¿Eso es lo que trae el viento?
Portia la miró a los ojos y se sonrojó, cosa que no solía ocurrirle con frecuencia.
– Es posible. Todavía es pronto para estar seguros, pero… es probable que vuelvas a ser tía dentro de unos siete meses.
Emily ya tenía dos hijos, y Anne acababa de dar a luz al primero, un niño, cuya llegada había reducido a su marido, Reggie Camarthen, a un estado de adoración rayano en la idiotez.
– ¡Estupendo! -Penelope sonrió. -Me muero de ganas de ver a Simon armando alboroto por otra persona.
Portia sonrió a su vez.
– Igual que yo.
Ambas se quedaron absortas pensando en ello, y luego Penelope sustituyó a Simon por Barnaby… y la asaltó la duda. No se había detenido a pensar en los hijos; cabía que vinieran o no, pero la idea de coger en brazos a un angelical Barnaby de rizos dorados le causó una extraña sensación que le aceleró el pulso.
Apartó la idea para examinarla más tarde, pues aún no se había acostumbrado del todo a estar tan ridícula y perdidamente enamorada, cuando otros invitados reclamaron su atención. Todos los miembros de ambas familias y sus parientes habían asistido; no sólo estaba a rebosar Calverton Chase, sino que muchas casas cercanas y todas las posadas de los alrededores estaban repletas de huéspedes.
La más anciana era lady Osbaldestone; a pesar de su avanzada edad, sus ojos negros seguían siendo muy agudos. Había dado unas palmadas a Penelope en la mejilla diciéndole que era una joven muy inteligente. Penelope se había guardado de preguntarle qué acto en concreto demostraba su inteligencia.
La tarde transcurrió entre música, baile y regocijo general. La vistosidad del exterior hacía que la atmósfera festiva aún fuera más placentera puertas adentro.
Finalmente, tras soportar durante horas que le tomaran el pelo por su cambio de postura en lo concerniente al matrimonio, a lo que con absoluta sinceridad había respondido que, dado que Penelope era una joven excepcional, su antiguo rechazo de las damiselas en general nunca se había aplicado a ella, declaración que desató la hilaridad de Gerrard, Dillon y Charlie, Barnaby encontró a Penelope, hábilmente se disculpó en nombre de ambos ante aquellos que conversaban con ella y se la llevó a bailar un vals.
La pista de baile era el único lugar en que Penelope se dejaba guiar sin oponer resistencia. Cosa que Barnaby no dudó en aprovechar.
– Creo -dijo mirando sus ojos oscuros- que deberíamos marcharnos. Ahora mismo.
– Vaya. -Penelope enarcó las cejas, sonriente. -¿Y adonde nos marchamos? ¿Seguimos a Stokes y Griselda de vuelta a la ciudad?
– Sí y no. -El inspector y su flamante esposa se habían quedado durante las primeras horas del interminable banquete nupcial, pero Stokes había tenido que regresar a Londres; se habían marchado hacía unas horas. -Iremos hacia Londres pero por una ruta diferente.
Barnaby poseía una cabaña de caza no lejos de allí; hacía años que era suya pero apenas la usaba. Para aquella ocasión, lo había dispuesto todo para convertirla en el nido perfecto para la noche de bodas. Sonrió sin apartar los ojos de los suyos. Antes de que Penelope entrara en su vida, nunca se había considerado un hombre romántico. Al parecer no era así.
– Creo que te gustará el sitio al que vamos.
La sonrisa de Penelope devino más tierna y profunda.
– Me consta que sí.
No podía haberlo adivinado; Barnaby levantó las cejas.
– Porque sólo necesito estar allí contigo -añadió ella.
Ahora le tocó a él sentir la oleada de cariño que había demudado su expresión. Notó que el corazón se le expandía. Ella lo percibió en su mirada.
– ¿Puedo hacer una sugerencia para mejorar tu plan?
Tal como él había esperado.
– Adelante.
– ¿Ves esa puerta de allí, al otro lado del espejo? -Barnaby asintió y ella prosiguió: -Cuando pasemos por delante en la siguiente vuelta, podríamos pararnos sin más, abrirla y escaparnos. Si no… si nos despedimos formalmente, nos pasaremos horas saludando. Ya hemos dado las gracias a todos por asistir. Propongo que nos marchemos antes de quedar empantanados.
Barnaby le escrutó los ojos, luego miró al frente mientras la conducía dando la siguiente vuelta. Llegaron a la altura de la puerta y se detuvo, la abrió, hizo pasar a Penelope y la cerró a sus espaldas, cogiéndola entre sus brazos y besándola como un joven enamorado.
Entonces se escaparon.
Como bien había aprendido, fuera cual fuese el asunto en cuestión, sus dos mentes juntas siempre funcionaban mejor que una sola.
EPÍLOGO
Londres, dos meses después…
– Por cierto, Stokes ha mandado recado esta mañana; Cameron ha abandonado estas costas. -Barnaby levantó la vista de la hoja de noticias que estaba leyendo mientras saboreaba el café matutino.
Sentada en la otra punta de la mesa del comedor de desayunos de su recién adquirida casa en Albemarle Street, Penelope levantó la vista, con la mirada perdida… Luego asintió y volvió a concentrarse en la lista que estaba confeccionando.
Barnaby sonrió, cogió su taza y bebió un sorbo. Era una de las cosas que adoraba en ella; nunca esperaba que él la obsequiara con agudezas ni ninguna otra cosa mientras desayunaban. A cambio, ella nunca lo agobiaba con parloteos insustanciales.
Con satisfecha apreciación, dejó que su mirada se posara en su pelo moreno antes de seguir leyendo las noticias.
La víspera habían invitado a una cena íntima a Stokes y Griselda. Si alguien le hubiese dicho que su esposa jugaría un papel decisivo a la hora de acercar su vida a la de Stokes, propiciando su amistad como ambas esposas hacían, habría pensado que dicha persona estaba loca. Pero Penelope y Griselda eran buenas amigas y hacía tiempo que prescindían de las barreras sociales. Él y Penelope cenaban en la casita de Greensbury Street, a la vuelta de la esquina de la tienda de Griselda, que Stokes había comprado a su novia, con la misma frecuencia que la otra pareja lo hacía con ellos.
Penelope ya dominaba el arte de comer mejillones.
Mostyn se personó con más tostadas. Cuando las dejó al lado de Penelope, ésta levantó la vista, ajustándose las gafas en lo alto de la nariz.
– Hoy voy a ir al orfanato, Mostyn. Por favor, dígale a Cuthbert que necesitaré el carruaje dentro de media hora.
– Muy bien, señora. Avisaré a Sally para que le traiga el abrigo y la bufanda.
– Gracias.
Penelope siguió con su lista.
Tras saludar debidamente a Barnaby, Mostyn se retiró. Aunque no sonrió, parecía caminar con más brío.
Esbozando una sonrisa, Barnaby miró otra vez a su esposa. Cuando se incorporó para repasar la lista y dejó el lápiz en la mesa, le preguntó:
– ¿Cómo siguen Jemmie y Dick?
Ella lo miró sonriente.
– Me alegra decir que muy bien. Por fin se han integrado con los demás chavales. Englehart dice que se aplican en clase. Según parece, desde que se propuso la idea de formarse para ser policías, todos se han convertido en alumnos ejemplares.
Jemmie había preguntado a Barnaby en voz baja, en una de sus ahora frecuentes visitas al orfanato, si era posible que niños como él llegaran a ser agentes de policía. Tras asegurarle que sí, Barnaby lo había comentado con Penelope y ésta, con su acostumbrado celo, se había apropiado de la idea y reclutado a su padre para la causa de establecer un sistema de aprendizaje para futuros agentes.
Recuerdos del desconcierto del padre de Barnaby cuando le dijo por primera vez lo que quería pedirle flotaron agradablemente en su mente.
Cogió el lápiz y siguió con la lista de asuntos que debía atender ese día. Era plenamente consciente de la mirada de Barnaby, de cómo la estaba mirando. Tal vez aún no se tratara de la duradera adoración que había visto en los ojos de lord Paignton, pero le parecía un comienzo excelente; se deleitó en él y lo guardó en secreto junto a su corazón.
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