Cuando terminó diciendo «el hecho más relevante es que fue el mismo hombre quien se llevó a los cuatro niños», parecía bastante desalentado.
Stokes había endurecido su semblante. Los ojos entornados le daban un aire sombrío.
– ¿Quieres saber mi opinión? -Barnaby asintió. -Me suena tan mal como a ti. -Arrellanándose en su silla, Stokes golpeó el escritorio con un dedo. -Veamos… ¿Qué utilidad pueden tener cuatro niños de entre siete y diez años, todos del East End? -Y se contestó: -Burdeles. Grumetes. Deshollinadores. Ladrones a la fuerza. Por citar sólo lo más obvio.
Barnaby hizo una mueca; cruzó las manos sobre el abrigo y miró al techo.
– No me convence lo de los burdeles, gracias a Dios. Seguramente no se limitarían al East End para dar caza a tales presas.
– Desconocemos el alcance de esto. Quizá sólo sepamos de los casos del East End porque ha sido la administradora del orfanato quien te ha informado, y esa institución se dedica al East End.
– Cierto. -Barnaby bajó la mirada y la clavó en Stokes. -Así pues, ¿qué piensas?
Stokes adoptó una expresión pensativa. Barnaby dejó que el silencio se prolongara, pues tenía una idea bastante aproximada de las cuestiones que Stokes debatía mentalmente.
Al final, una lenta sonrisa depredadora curvó los finos labios de Stokes. Volvió a mirar a Barnaby.
– Como bien sabes, normalmente no tendríamos posibilidad de obtener permiso para buscar cuatro niños indigentes. Sin embargo, esos posibles usos que hemos mencionado… ninguno de ellos es cosa buena. Todos son, en sí mismos, delitos dignos de atención. Se me ocurre que entre el revuelo político que han levantado tus éxitos al encargarte de delincuentes aristócratas, y habida cuenta de que los jefes nos exhortan sin tregua a que se nos vea ecuánimes en nuestra labor, tal vez podría presentar este caso como una oportunidad para demostrar que al Cuerpo no sólo le interesan los delitos que afectan a los nobles, sino que está igualmente dispuesto a actuar para proteger a inocentes de la condición social más baja.
– Podrías señalar que en estas fechas el crimen entre los nobles sufre un parón estacional. -Ladeando la cabeza, Barnaby le sostuvo la mirada. -Dime, ¿crees que conseguirás autorización para trabajar en esto?
Stokes apretó los labios.
– Seguro que puedo utilizarlo para poner en juego sus prejuicios. Y su política.
– ¿Puedo hacer algo para ayudar?
– Podrías enviar unas líneas a tu padre, sólo para contar con su apoyo en caso necesario, pero aparte de eso… creo que me apañaré.
– Bien. -Barnaby se incorporó. -¿Eso significa que serás tú, en concreto, quien tome parte?
Stokes miró el montón de papeles que tenía junto al codo.
– Pues sí. Claro que seré yo quien se ocupe de este caso.
Sonriendo, Barnaby se puso en pie.
Stokes alzó la vista.
– Confío en hablar con el inspector jefe hoy mismo. Te mandaré aviso en cuanto tenga autorización. -Stokes se levantó y le tendió la mano.
Barnaby se la estrechó, la soltó e inclinó la cabeza a modo de saludo.
– Te dejo con tus estrategias de persuasión. -Se dirigió hacia la puerta.
– Una cosa más.
Barnaby se detuvo en el umbral y miró atrás. Su amigo ya estaba despejando el escritorio de papeles.
– Quizá quieras preguntar a la administradora del orfanato si esos niños tenían algo en común. Cualquier rasgo; si eran todos bajos, altos, corpulentos, flacos. Eso podría darnos indicios del móvil de esos canallas.
– Buena idea. Preguntaré.
Tras otra inclinación de la cabeza, Barnaby se marchó.
Había dicho que preguntaría, pero no tenía por qué hacerlo ese día.
No le apetecía buscar a Penelope Ashford esa misma tarde para hacerle preguntas. Había mencionado que sólo acostumbraba a estar en el orfanato por las mañanas. Aun suponiendo que la encontrara allí donde estuviera, no tendría sus archivos a mano para consultarlos.
Por supuesto, lo que había visto sugería que Penelope sería capaz de contestar a la pregunta de Stokes sin necesidad de ningún archivo.
Barnaby se detuvo en la escalinata del edificio de Stokes. Con las manos en los bolsillos del sobretodo, ahora abrochado para protegerse de la gélida brisa, contempló los edificios del otro lado de la plaza mientras decidía si perseguir a Penelope Ashford, aunque sólo fuera para hallar repuestas.
Siendo la clase de mujer que era, si le daba caza supondría que lo hacía para interrogarla.
Tranquilizado, sonrió, bajó los escalones y emprendió la marcha hacia Mount Street.
A fuerza de preguntar a los barrenderos, localizó Calverton House y llamó usando la aldaba. Aguardó un momento, luego la puerta se abrió y un imponente ayuda de cámara le miró a los ojos, enarcando las cejas con un gesto de autoritaria interrogación.
Barnaby sonrió con desenvuelto encanto.
– Con la señorita Ashford, por favor.
– Lamento informarle que la señorita Ashford ha salido, señor. ¿Puedo decirle quién ha preguntado por ella?
Barnaby dejó de sonreír y bajó la vista, preguntándose si debía dejar algún mensaje. Previendo cómo reaccionaría Penelope…
– Es el señor Adair, ¿verdad?
Miró al ayuda de cámara, cuya expresión era indescifrable.
– Sí.
– La señorita Ashford dejó dicho que en caso de que usted viniera, señor, le informara de que ha tenido que acompañar a lady Calverton a las visitas de la tarde y que, por consiguiente, preveía estar en el parque a la hora acostumbrada.
Barnaby disimuló una sonrisa. El parque. A la hora que dictaban las convenciones. Una combinación de lugar y momento que él solía eludir a toda costa.
– Gracias.
Dio media vuelta y bajó la escalinata. En la acera vaciló un instante y luego se encaminó hacia Hyde Park.
Corría noviembre. El cielo estaba encapotado y la brisa helaba. Casi toda la rutilante horda que poblaba los salones de baile elegantes ya había huido al campo. Sólo quedaban los vinculados a los pasillos del poder, dado que el Parlamento aún no había terminado sus sesiones. No tardaría en hacerlo, y entonces Londres quedaría desierto de miembros de la alta sociedad. Incluso ahora, las hileras de carruajes que uno debería hallar flanqueando la avenida se habían reducido considerablemente.
Tampoco habría tantas viudas y matronas, y mucho menos bonitas jovencitas que al verle se preguntaran por qué estaba tan resuelto a hablar con Penelope Ashford.
Atravesó Park Lane, entró raudamente por la verja y cortó camino a través del césped hacia donde solían reunirse los carruajes de las damas de la flor y nata londinense.
Su estimación acerca de la concurrencia en el parque resultó cierta y errada a un tiempo. Las matronas chismosas y las chicas coquetas por fortuna estaban ausentes, pero las sagaces ancianas y los ojos de lince de las esposas de políticos se hallaban bien presentes. Y por gentileza de la prominencia de su padre y los parientes de su madre, Barnaby resultaba reconocible al instante y de sumo interés para todas ellas.
El carruaje de los Calverton estaba arrimado al arcén en medio de la hilera de vehículos, lo cual le obligó a pasar ante la mirada de al menos la mitad de las damas congregadas mientras sorteaba a los paseantes. Lady Calverton estaba enfrascada en una conversación con otras dos damas de su edad; a su lado, Penelope tenía cara de aburrirse soberanamente.
Lady Calverton le vio primero y sonrió al verlo aproximarse al carruaje. Penelope volvió la vista hacia él y se enderezó, haciendo que sus rasgos cobraran la vivacidad que la caracterizaba, haciéndola resplandecer.
– Señor Adair. -Lady Calverton le tendió la mano al recordarlo. Barnaby tomó sus dedos enguantados e hizo una reverencia.
– Lady Calverton.
Tras la montura de oro de sus gafas, los ojos de Penelope brillaban. Barnaby la miró de hito en hito e inclinó la cabeza con cortesía.
– Señorita Ashford.
Penelope sonreía con facilidad; la desenvoltura en sociedad era algo de lo que ni ella ni Portia carecían. Volviéndose hacia su madre, explicó:
– El señor Adair me está ayudando a indagar el origen de algunos de nuestros pupilos. -Miró a Barnaby. -Adivino que tiene más preguntas que hacerme, señor.
– Así es, milady. -El también era ducho en artimañas sociales. Echó una ojeada a los prados circundantes. -¿Cómo vería usted que diéramos un paseo mientras hablamos?
Penelope sonrió con aprobación.
– Me parece una idea excelente. -Y a su madre: -Dudo que me demore mucho.
Barnaby abrió la portezuela y le ofreció la mano. Penelope la tomó y se apeó. Se soltó y se sacudió las faldas, y luego se mostró un tanto perpleja al ver que él le ofrecía el brazo. Lo tomó, posando con vacilación la mano en la manga; a Barnaby no le pasó por alto su recelo.
Interesante. Dudaba que hubiera muchas cosas en su mundo, o fuera de él, que pudieran suscitarle cautela. Sin embargo, percibía que era eso, y tal vez cierta necesidad de llevar el control, lo que la indujo a decir mientras se alejaban del carruaje y los demás paseantes:
– Deduzco que ha hablado con su amigo, el inspector Stokes. ¿Ha averiguado algo?
– ¿Aparte de que Stokes se sienta inclinado a entretenerse investigando estas desapariciones?
La mirada de asombro que le dirigió fue de lo más gratificante.
– ¿Le convenció de que asumiera el caso?
La tentación de colgarse una medalla fue grande, pero era harto probable que tarde o temprano conociera a Stokes.
– No se trató tanto de convencerle como de ayudarle a hallar razones para hacerlo. En mi opinión estaba más que dispuesto, pero la policía tiene sus prioridades. En esta ocasión, Stokes ha creído que podría presentar un caso que fuera del agrado del inspector jefe. -La miró a los ojos. -Aún no ha obtenido autorización para incluir el caso en su lisia, pero parecía confiado en conseguirlo.
Penelope asentía y miraba al frente. El apoyo de la policía era más de lo que había esperado. Estaba claro que consultar con Barnaby Adair había sido acertado, pese a que sus estúpidos sentidos aún no hubiesen aprendido a relajarse cuando él andaba cerca.
– Dijo que Stokes era amigo suyo. ¿Le conoce de hace mucho?
– Varios años.
– ¿Cómo se conocieron? -Levantó la vista. -Bueno, el hijo de un conde y un policía… tuvo que ocurrir algo que lo atrajera a su órbita. ¿O fue a través de sus investigaciones?
Barnaby vaciló, como si se esforzara en recordar.
– Un poco de cada -admitió finalmente. -Estuve presente en el escenario de un delito, una serie de robos durante una fiesta en una casa de campo, y a él lo enviaron a investigar. Yo era amigo íntimo del caballero a quien todos querían culpar. Tanto Stokes como yo estábamos, de manera distinta, un poco perdidos. Pero descubrimos que nos entendíamos, y juntar nuestros conocimientos respectivos, los míos sobre las élites y los de él sobre el modo de actuar de los criminales, resultó todo un éxito para resolver aquel caso.
– Simon y Portia quedaron impresionados con Stokes. Hablaban muy bien de él después de lo ocurrido en Glossup Hall.
La sonrisa de Adair devino sutilmente afectuosa. Penelope percibió que se sentía complacido y orgulloso de su amigo incluso antes de que dijera:
– Fue el primer caso de homicidio en primer grado que Stokes investigó solo en nuestro círculo, y lo hizo muy bien.
– ¿Cómo es que no le acompañó usted a Devon? ¿O acaso no trabajan siempre juntos en los casos con implicaciones en las altas esferas?
– Normalmente trabajamos juntos, es lo más rápido y seguro. Pero cuando llegó la denuncia de Glossup Hall, estábamos metidos de pleno en un caso que llevaba tiempo abierto aquí en Londres. El inspector jefe y los directores optaron por enviar a Stokes a Devon y dejarme a mí en la ciudad para proseguir las pesquisas.
Penelope estaba enterada del escándalo que siguió; naturalmente, tenía preguntas al respecto que no tardó en formular. Dichas preguntas fueron tan perspicaces que Barnaby se encontró contestándolas de buen grado, seducido por una mente despabilada. Hasta que una de las verjas del parque se alzó ante ellos. Barnaby pestañeó y acto seguido miró en derredor. Habían caminado más o menos en línea recta, alejándose de la avenida. Penelope le había distraído con su interrogatorio; ni siquiera le había preguntado lo que había ido a averiguar. Apretando los labios, paró en seco y le hizo dar la vuelta.
– Deberíamos regresar junto a su madre.
Penelope se encogió de hombros.
– No se preocupe por ella. Sabe que estamos hablando de asuntos importantes.
«Pero ninguna de las demás damas lo sabe», pensó él, pero se abstuvo de decirlo en voz alta. Apretó el paso.
– Y dígame, ¿qué preguntas le hizo Stokes? -preguntó Penelope. -Pues supongo que habría alguna.
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