– En efecto. Me preguntó si los cuatro niños desaparecidos tienen algún rasgo o característica en común. -No quiso darle ningún ejemplo para no influir en su respuesta.
Penelope frunció el ceño y sus rectas cejas morenas formaron una línea sobre su nariz. Siguieron caminando con brío mientras ella reflexionaba. Finalmente contestó:
– Los cuatro son bastante delgados, pero saludables y fuertes; enjutos y nervudos, digamos. Y todos parecían ágiles y listos… de hecho, no se me ocurre ninguna otra característica en común. No tienen la misma estatura ni la misma edad.
Ahora fue Barnaby quien frunció el entrecejo.
– ¿Cuánto mide el más alto? -preguntó.
Penelope levantó la mano a la altura de su oreja.
– Dick es así de alto. Pero Ben, el segundo que desapareció, es por lo menos una cabeza más bajo.
– ¿Qué puede decirme de su aspecto general, eran chicos atractivos o…?
Penelope negó rotundamente con la cabeza.
– De lo más común y corriente. Aunque los vistieras bien, nunca serían objeto de una segunda mirada.
– ¿Pelo rubio o castaño?
– De uno y otro color, en tonos distintos.
– Ha dicho que eran ágiles y rápidos, ¿se refería a lo físico o a lo mental?
La joven enarcó las cejas.
– A ambas cosas. Estaba deseosa de enseñarles; eran brillantes, los cuatro.
– ¿Qué hay de su extracción? Todos provienen de hogares humildes, pero ¿eran más estables las familias de estos cuatro? ¿Eran propensos a comportarse mejor, quizá más fáciles de educar, más tratables?
Penelope torció los labios y volvió a negar con la cabeza.
– Sus familias no son parecidas, aunque los cuatro han pasado por penalidades. De ahí que esos niños nos fueran confiados. Lo único que puedo decir es que nada indicaba que sus familias tuvieran trato con criminales.
Barnaby asintió mirando al frente, hacia donde la madre de ella aguardaba en el carruaje, mirándolos de forma harto significativa. Penelope no se había percatado; estaba distraída estudiando el semblante de Adair.
– ¿Qué le dice todo esto, su aspecto y demás? ¿De qué sirve?
Con la mirada recorriendo la hilera de carruajes, Barnaby renegó para sus adentros. ¿Cuánto tiempo habían pasado alejados? No debería haber permitido que Penelope lo distrajera con sus preguntas. Un sinfín de viudas nobles tenía los ojos puestos en ellos, algunas blandiendo impertinentes.
– No lo sé. -«Aunque puedo adivinarlo». -Referiré sus respuestas a Stokes, a ver qué dice. Está más familiarizado con ese mundo que yo.
– Sí, por favor, no deje de hacerlo. -Penelope se detuvo junto a la portezuela del carruaje y lo miró de hito en hito. -Me informará acerca de su opinión, ¿verdad?
Adair bajó la vista y buscó su mirada.
– Por supuesto.
Penelope entrecerró los ojos, haciendo caso omiso de las miradas curiosas tan ávidamente clavadas en ellos.
– En cuanto sea factible.
Adair apretó los labios.
Indiferente al decoro, Penelope le apretó el brazo, dispuesta a aferrarse si Adair se atrevía a marcharse sin prometerlo.
Con los ojos azules como chispas, se dio por vencido lacónicamente:
– Como guste.
Penelope sonrió y lo soltó.
– Gracias. Hasta la próxima.
Barnaby le sostuvo la mirada un instante más y luego asintió.
– No hay de qué.
Su tono resonó con dureza pero a ella le dio igual; se había salido con la suya.
La ayudó a subir al carruaje, se despidió de su madre y luego, tras una envarada inclinación de la cabeza, se marchó a grandes zancadas. Penelope se fijó en la dirección que tomaba: hacia Scotland Yard, donde la policía de Peel tenía el cuartel general; reclinándose en el asiento, sonrió con satisfacción. Pese a la obsesión de sus sentidos con él, había manejado el encuentro bastante bien.
CAPÍTULO 04
Stokes estaba de pie ordenando el escritorio para dar por terminada su jornada cuando Barnaby irrumpió en su despacho. El inspector levantó la vista y se fijó en la expresión de su amigo.
– ¿Qué ocurre?
«Pues que Penelope Ashford va a ser un problema.» Barnaby tomó aire para serenarse.
– He preguntado a la señorita Ashford sobre los cuatro niños.
Stokes frunció el ceño.
– ¿A la señorita Ashford?
– Penelope Ashford, la hermana de Portia, actual administradora del orfanato. Ha dicho que los cuatro niños son delgados, nervudos, ágiles y rápidos, tanto de movimientos como de inteligencia. Considera que son más listos de lo normal. Aparte de eso, son de edades comprendidas entre los siete y los diez años, de estaturas muy diferentes, sin ningún atractivo especial ni ningún otro rasgo distintivo en común.
– Entiendo. -Entrecerrando los ojos, Stokes se dejó caer de nuevo en su silla. Aguardó a que Barnaby entrara y se sentara en una de las que tenía enfrente. -Parece que podemos tachar de nuestra lista toda relación con el comercio carnal.
Barnaby asintió.
– Y al menos uno es demasiado alto para que sirva como deshollinador, así que eso también sale de la lista.
Me he topado con Rowland de la Policía Fluvial hace cosa de una hora; había venido a una reunión, Le he preguntado si había escasez de grumetes. Según parece, ocurre todo lo contrario, de modo que no hay razón para suponer que estén obligando a esos niños a trabajar en el mar.
Barnaby lo miró a los ojos.
– ¿Y adonde nos conduce eso?
Stokes reflexionó y enarcó las cejas.
– Galopines. Es con mucho lo más probable, siendo como son flacos, nervudos, ágiles y rápidos. Que pasen desapercibidos es un valor añadido; no buscarían a ningún niño demasiado guapo o que se hiciera notar. Y en esa parte de la ciudad… -Hizo una breve pausa y prosiguió: -A lo largo de los años han circulado rumores, bastante fundados a decir de todos, sobre la existencia de, a falta de una palabra mejor, «escuelas de ladrones» montadas en lo más recóndito del East End. Es una zona muy poblada. En algunas partes es una maraña de casas de vecinos y almacenes donde ni siquiera los policías locales se aventuran. Esas escuelas vienen y van. Ninguna dura mucho tiempo pero a menudo son los mismos sujetos quienes están detrás.
– ¿Se mudan antes de que la policía tenga ocasión de cerrarlas?
Stokes asintió.
– Y como casi nunca se logra demostrar que los dueños estén cometiendo un delito tipificado, cosa que impide llevarlos a juicio, pues… -Se encogió de hombros. -En general se hace la vista gorda.
Barnaby frunció el ceño.
– ¿Qué enseñan en esas escuelas? ¿Qué necesita aprender un galopín?
– Antes pensábamos que los usaban como vigías, y quizá lo hagan cuando el ladrón actúa en barrios menos prósperos. Pero el auténtico uso que se da a esos pilludos es hacerlos entrar a robar en las casas de los ricos, sobre todo en las de la buena sociedad. Entrar en una casa de Mayfair no es tarea fácil; la mayoría tiene rejas en las ventanas de la planta baja, o dichas ventanas son demasiado pequeñas, al menos para un hombre. Un crío enjuto, en cambio, puede escurrirse entre ellas. Son los niños quienes realmente birlan los objetos y luego se los pasan al ladrón. Por tanto es preciso enseñar a los niños a moverse con sigilo en la oscuridad, sobre parquets lustrosos y baldosas enceradas, sobre alfombras y entre los muebles.
Les enseñan la distribución habitual de las casas de postín, adonde ir, qué lugares evitar, dónde esconderse si despiertan a los ocupantes. Aprenden a diferenciar entre los ornamentos de calidad y la chatarra, a sacar pinturas de los marcos, a usar ganzúas para forzar cerraduras… Algunos incluso aprenden a abrir cajas fuertes.
Barnaby hizo una mueca.
– Y si algo va mal…
– Exacto. Es al niño a quien pillan, no al ladrón.
Barnaby miró por la ventana detrás de Stokes.
– De modo que nos encontramos ante una situación que nos lleva a suponer que hay una escuela de ladrones en plena actividad, formando a niños para robar en las casas de la alta sociedad… -Se interrumpió y miró a Stokes a los ojos. -¡Pues claro! Se están preparando para robar durante la temporada festiva, cuando el grueso de las familias bien se ausentará de sus residencias.
– Pero la mayoría de damas se lleva las joyas consigo al campo… -objetó Stokes.
– Cierto. -El creciente entusiasmo de Barnaby no menguó. -Pero esta gente, sean quienes sean, no anda tras las joyas. La gente bien, cuando cierra la casa, sólo se lleva las joyas, la ropa y el servicio; dejan los adornos, muchos de ellos verdaderos tesoros. Esos objetos permanecen en las casas, por lo general con un personal reducido. En algunos domicilios sólo se queda el portero.
La excitación de Barnaby contagió a Stokes. Dejó vagar la mirada mientras pensaba y luego la clavó en Barnaby.
– Nos estamos precipitando, pero supongamos que tenemos razón. ¿Por qué cuatro? ¿Por qué raptar a cuatro niños para entrenarlos en el espacio de pocas semanas?
Barnaby respondió con una sonrisa rapaz.
– Porque este grupo está planeando una serie de robos, o cuenta con más de un ladrón que tiene planes de robar durante los próximos meses.
– Ya. Mientras la buena sociedad está fuera de Londres. -Endureciendo sus rasgos, Stokes añadió: -Podría valer la pena. Merecería el esfuerzo que han invertido en identificar a cuatro posibles chavales, y puede que haya más, y en organizar su secuestro.
Durante un momento ambos quedaron sumidos en sus pensamientos y, al cabo, Barnaby miró a su amigo a los ojos.
– Esto podría ser grande; mucho más grande de lo que parece ahora mismo.
Stokes asintió.
– Antes he hablado con el inspector jefe. Me dio permiso para investigar de manera apropiada, haciendo hincapié en lo de la manera apropiada. -Una torva sonrisa torció sus labios. -Mañana hablaré con él otra vez y le contaré cómo lo vemos ahora. Creo que entonces puedo garantizar que tendré libertad de acción.
Barnaby sonrió con cinismo.
– Bien, ¿y cuál es el siguiente paso? ¿Descubrir esa escuela?
– Lo más probable es que esté en el East End, en algún lugar no muy alejado de donde vivían los niños. Dijiste que es poco probable que algún miembro del personal del orfanato seleccionara a los niños. Si es así, la explicación más plausible de cómo el «director» supo de su existencia y, más aún, de cuándo y dónde exactamente enviar a un hombre en su busca, es que el director y su equipo sean del barrio.
– Los vecinos estaban seguros de que el hombre que se llevó a los niños era del East End, y de que era un mero recadero; alguien a quien habían enseñado qué decir para lograr que le entregaran a los huérfanos.
– Precisamente. Esos maleantes están al tanto de todo lo que ocurre en el barrio porque son de allí. Barnaby hizo una mueca.
– No sé por dónde empezar a buscar una escuela de ladrones en el East End. Ni en ninguna otra parte, la verdad.
– Buscar lo que sea en el East End no es tarea fácil, y yo estoy tan poco familiarizado con la zona como tú.
– ¿La policía local? -sugirió Barnaby.
– Pienso informarla, aunque no cuento con obtener mucha ayuda directa. Esa comisaría está en pañales y es de suponer que aún no habrá arraigado en el barrio. -Hubo un momento de silencio; Stokes golpeó el escritorio con un dedo y pareció tomar una decisión. -Déjalo en mis manos. Sé de alguien que conoce bien el East End. Si consigo interesarlo en el caso, quizá se avenga a ayudarnos.
Se levantó. Barnaby también y se volvió hacia la puerta. Stokes rodeó el escritorio, cogió el sobretodo de la percha y le siguió.
Barnaby se detuvo en el pasillo; el otro se paró a su lado.
– Iré a devanarme los sesos para ver si hay algún otro modo de promover nuestra causa. Stokes asintió.
– Mañana veré al inspector jefe y lo pondré al corriente. Y veré a mi contacto. Te mandaré aviso si está dispuesto a ayudar.
Se separaron. Barnaby salió a la calle, donde ya anochecía. De nuevo se detuvo en la escalinata del edificio para evaluar la situación. Stokes tenía algo concreto que hacer, una vía de investigación a seguir. Él, en cambio… el impulso de actuar, de no limitarse a aguardar a que el inspector le mandara aviso, lo acuciaba.
Si hablaba con Penelope Ashford otra vez, ahora que tenía cierta idea de hacia dónde apuntaban las pesquisas, quizá le sonsacara más información útil. Tenía bastante claro que la joven tenía muchos datos potencialmente útiles. Y él le había prometido que la informaría de la opinión de Stokes…
Qué mujer avasalladora.
Qué mujer tan difícil… con aquellos labios carnosos y sensuales. Labios fascinantes.
Se metió las manos en los bolsillos y bajó la escalinata. El único problema de hablar con Penelope aquella noche era que para hacerlo tendría que encontrarse con ella en un lugar de buen tono.
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