No había pensado en Jane Singleton en… ¿cuánto? ¿Cinco o seis años?

– Ella sí habría sido un esposa perfecta -murmuró-. Era tierna, atenta y… -hizo una pausa, se levantó y se acercó a las estanterías que llenaban la pared opuesta, donde buscó el libro de texto de contratos de la facultad. Contuvo el aliento y abrió la portada.

Allí estaba, donde lo había dejado años atrás. Desdobló el papel y lo leyó despacio, sorprendido de que hubiera logrado escribir un contrato decente cuando tenía tan poca experiencia práctica. Los términos estaban muy claros y había cubierto todas las contingencias. Una idea cruzó por su cerebro.

– No, no puedo.

Dejó el contrato en su mesa y volvió a su ordenador para seguir trabajando, pero cuanto más pensaba en ello, más comprendía que podía haber una solución fácil a sus problemas. Jane Singleton era el tipo de mujer que gustaría a su padre y, si veía que salía con ella, quizá retrasara su decisión hasta que encontrara una esposa apropiada.

Levantó el auricular del teléfono y marcó la extensión de su secretaria.

– Señora Arnstein, quiero el número de teléfono y la dirección de Windy City Gardens, de aquí de Chicago. ¿Y quiere hacer el favor de intentar buscar el número de teléfono personal de Jane Singleton? Seguramente vive aquí.

Se sentó en el borde de la mesa y releyó la información de la revista. A Jane siempre le habían gustado las plantas, así que su profesión parecía natural. Y conociendo su determinación y su ambición, seguramente su negocio era un éxito.

De su vida personal no sabía nada. En la revista aparecía su nombre de soltera, pero eso no implicaba que no hubiera encontrado al hombre de sus sueños en los seis últimos años. Después de todo, era lista, bonita y sería una gran esposa para cualquiera.

Volvió a leer también el contrato. Aunque estaba bien escrito, cualquier juez con dos dedos de frente lo rechazaría en un tribunal. Pero era un lugar donde empezar, una excusa para llamar a Jane y ponerse un poco al día. Si tenía suerte, podía reiniciar su relación con ella y ver adónde llevaba.

El sonido del teléfono interrumpió sus pensamientos.

– Señor McCaffrey, tengo la dirección de Windy City Gardens -Will. anotó la dirección y el teléfono-. No he encontrado el teléfono de su casa, hay varios J. Singleton, pero ninguna Jane.

– Bien.

Arrancó el papel con la dirección, se lo metió al bolsillo y tomó las llaves. Al salir se paró en la mesa de la señora Arnstein.

– Anule mis citas para esta tarde.

– No se va a las Fiji otra vez, ¿verdad? -preguntó la mujer.

– No, sólo voy a Wicker Park. Si hay una urgencia, llámeme al móvil.

No había mucho tráfico y, quince minutos después, había llegado a su destino. Aparcó delante de un edificio pequeño de oficinas, pero le costó decidirse a salir del coche.

– Esto es una locura -murmuró-. Puede estar casada o saliendo con alguien. No puedo presentarme así y esperar que se alegre de verme -se disponía a poner el coche en marcha de nuevo cuando vio una figura que salía el edificio. Reconoció inmediatamente su cabello moreno y su aire delicado. Jane se detuvo en la acera para hablar con una rubia esbelta que le resultaba vagamente familiar y un momento después se despidieron y Jane cruzó la calle hacia el coche de Will.

Éste abrió la puerta, sin detenerse a pensar lo que hacía, y salió.

¿Jane? -la joven se detuvo y lo miró-. ¿Jane Singleton?

– ¿Will? -una sonrisa iluminó el rostro de ella-. Eres la última persona a la que esperaba ver aquí.

– Me ha parecido que eras tú -dijo él, fingiendo sorpresa. La miró detenidamente. Era la misma Jane pero diferente. Sus rasgos, antes corrientes, se habían vuelto más hermosos. La última vez que la vio tenía diecinueve años, pero ahora era una mujer.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó ella.

Will cerró la puerta de su coche.

– Iba a… calle arriba a un restaurante – estiró el brazo y le tomó la mano y, aunque lo había hecho sin darse cuenta y no había sido su intención tocarla, en ese momento comprendió lo mucho que la había echado de menos.

Jane había sido una constante en su vida durante dos años, una amiga que siempre estaba allí cuando la necesitaba. Sintió una punzada de remordimientos. Nunca se había molestado en darle las gracias ni en devolverle los favores que le había hecho. Miró su mano y pasó despacio el pulgar por la muñeca.

– Me alegro mucho de verte.

Ella se movió nerviosa y apartó la mano.

– ¿Qué restaurante? -preguntó.

– ¿Qué? Oh, no sé el nombre -repuso él-. Sólo sé que está en esta manzana – sonrió-. Estás muy bien. Ha pasado mucho tiempo. ¿Qué es de tu vida?

– Mucho tiempo -repitió ella-. Sí, casi seis años. La última vez que te vi, fue el día que te licenciaste en Derecho. Dijimos que estaríamos en contacto, pero ya sabes lo que pasa… estamos muy ocupados y…

– Siento que no lo hayamos hecho -musitó él con sinceridad.

– Yo también.

Will sintió el impulso de abrazarla y cerciorarse de que se trataba de ella.

– ¿Sabes? -dijo-. Falta media hora para que tenga que ir al restaurante. ¿Por qué no tomamos un café?

Jane retrocedió.

– No puedo -repuso-. Llego tarde a una cita. Pero ha sido un placer verte, de verdad.

– ¿Y cenar? -insistió Will-. ¿Este fin de semana? Hay un restaurante asiático nuevo en el centro. Te gusta la comida asiática, ¿no?

– Ese fin de semana no me viene bien -dijo ella-. Oye, me he alegrado mucho de verte.

– ¿Comer? -preguntó él-. Seguro que comes.

– Nunca tengo tiempo -lo despidió agitando la mano y se alejó por la acera sin volverse.

Will se quedó al lado del coche, sorprendido de lo deprisa que había terminado todo. Se quedó mirándola hasta que dobló una esquina.

– Genial -murmuró para sí-. Si no puedo conseguir que venga a tomar un café, ¿cómo voy a conseguir que salga conmigo?

Lanzó una maldición, pero recordó el contrato y se dijo que sólo era cuestión de volver a intentarlo. Y si Jane Singleton seguía resistiéndose a sus encantos y rechazando sus invitaciones, no le quedaría otro remedio que usar el único arma de que disponía: la ley.

– Quizá podamos pedir un aplazamiento del alquiler.

Jane Singleton se llevó las manos a las sienes y miró el programa que aparecía en la pantalla del ordenador, sabedora de que la sugerencia no supondría ninguna diferencia. Las columnas de números pasaban borrosas ante sus ojos y volvió a sorprenderse soñando despierta con su encuentro de la semana anterior con Will.

Estaba igual de guapo e interesante, pero diferente, más sofisticado y mundano. Cuando lo vio parado al lado de su coche, su pulso se aceleró y no supo qué decir.

Abrumada y exasperada por su reacción, escapó lo más deprisa que pudo. Ahora era una mujer y no la chica feúcha que estaba loca por él.

Pero Will no se lo ponía fácil. La había llamado tres veces desde su encuentro y ella había puesto una excusa tras otra. Se sentía tentada, pero sabía que no podía confiar en sí misma cuando estaba con él, que podía hacer que se enamorara de nuevo sólo con una sonrisa.

– Jane.

Levantó la cabeza y puso las manos en la mesa.

– ¿Qué? Estoy escuchando. Las cifras no encajan, ya lo veo. No ganamos lo suficiente para mantener la oficina.

Lisa Harper movió la cabeza.

– De acuerdo, ¿qué te pasa? Llevas toda la mañana distraída. Se que tienes muchas presiones aquí, pero siempre te concentras más. Dime qué te ocurre.

Lisa era amiga suya desde la universidad y socia suya de negocios, pero ya había tenido que oír hablar bastante de Will para que Jane volviera a incluirlo ahora en sus conversaciones.

– No es nada -murmuró.

– Dímelo.

– No te gustará -le advirtió Jane.

– Eres mi mejor amiga, se supone que tienes que contármelo todo. Es parte del trato. Hablamos de cosas muy personales.

– Si te lo digo, me tienes que prometer que no le vas a dar muchas vueltas ni intentar analizarlo una y otra vez.

– Prometido.

– La semana pasada vi a Will McCaffrey.

Lisa la miró con incredulidad.

– ¡Oh, no! ¡Otra vez no! Hace casi dos años que no mencionabas su nombre. No puedes volver a hablar de él. Ese hombre te ha estropeado para todos los demás.

– ¿Por qué?

– Porque en los seis últimos años no has conocido a ninguno al que no hayas comparado con él. Cualquiera diría que era una especie de dios, y sólo es un imbécil que no supo valorarte cuando te tenía cerca.

– Estaba en la acera de enfrente, salía de su coche y me lo encontré así de repente.

Lisa se tapó los oídos con las manos.

– No pienso escucharte. No te oigo.

Jane le quitó las manos de las orejas.

– De acuerdo, no hablaré más de él, volvamos al trabajo -respiró hondo. Estamos en noviembre. Aunque consigamos diez contratos nuevos para la primavera, no nos pagarán antes de abril. Cuando decidimos poner este negocio aquí, conocíamos los riesgos. Sabíamos que los jardines no crecen en invierno.

– ¿Y qué te dijo? -preguntó Lisa.

– Creo que la única alternativa es diversificarse. Haremos decoraciones navideñas. Colocaremos luces exteriores y adornaremos árboles. Podemos llamar a la competencia a ver si les sobra trabajo, tal vez nos subcontraten.

– ¿Sigue siendo tan guapo? -Lisa se giró en la silla-. Antes estaba como un tren y lo sabía. Supongo que es mucho esperar que haya engordado treinta kilos y se le haya llenado la cara de granos.

– Recortamos gastos todo lo posible – continuó Jane-. Dejamos la oficina y trasladamos el teléfono. Tendremos que conservar el garaje para guardar el equipo y llamamos a todos los clientes presentes y futuros para ofrecer nuestros servicios como decoradoras navideñas. Y luego buscamos un sitio que nos haga un descuento en luces de decoración.

Suspiró hondo.

– Pero no creó que pueda ponerme al día con el alquiler. Debo dos meses y tengo menos de cien dólares en mi cuenta.

– ¿Podemos hablar de Will, por favor? -suplicó Lisa.

Jane la miró de hito en hito.

– Has dicho que no querías que te hablara de él.

– Está bien, admito que tengo curiosidad.

Jane no necesitaba que la empujaran mucho para hablar del tema. Llevaba seis días pensando en él y sentía que iba a explotar si no podía poner sus pensamientos en palabras.

– Estaba diferente -dijo-. Guapo y sexy. Y respetable. Llevaba un traje que le hacía los hombros muy anchos, y el pelo más corto. Pero parecía tan seguro de sí mismo y tan encantador como siempre.

– ¿Qué te dijo?

– No lo recuerdo. En cuanto me tocó, me… me puse nerviosa. Me invitó a tomar un café, luego a cenar y después a comer. Y yo le dije que no y me marché antes de que empezara a babear.

– Lo rechazaste.

– Sí. Y no sólo entonces. Esta semana me ha llamado tres veces para invitarme a salir. Pero soy fuerte; he decidido que salir con él sería un gran error. y estoy dispuesta a no volverlo a ver. Fue un encuentro casual y ya ha pasado.

– ¿Y todavía hace que te suden las manos y se te acelere el corazón? -musitó Lisa.

– No -repuso Jane-. Bueno, un poco. Pero ya no soy la chica tonta que llenaba sus diarios con fantasías sobre él y no podía dormir pensando en él. Ya no -mintió-. Además, tengo un novio.

– ¿Te refieres a David?

– Sí. El mes pasado tuvimos dos citas. Me llevó al teatro y la segunda vez al cine y a cenar. Es guapo, amable y educado. Un hombre en el que puedo confiar. Un hombre que no me partirá el corazón.

David Martin era un arquitecto que las había contratado para diseñar un jardín para una casa que construía él. Después de eso habían trabajado juntos en otros seis proyectos y Jane se había hecho amiga suya. Aunque él parecía conformarse con alguna cita ocasional, ella tenía la esperanza de que su relación avanzara a un nivel más íntimo que un beso de despedida en la mejilla.

– Yo sigo pensando que es gay -declaró Lisa.

– No lo es. Sólo viste bien y es muy educado. No todos los hombres que se cuidan son gays.

– ¿No te acuerdas de qué fue lo que os unió? Vuestro amor por Celine Dion y Audrey Hepburn.

– Tenemos intereses comunes. Es tierno, sensible y comprensivo. Y no como Will, que jamás vería dos películas seguidas de Audrey Hepburn.

– Y volvemos a Will -murmuró Lisa.

– Si tuviera que elegir entre los dos, elegiría a David sin dudarlo -le aseguró Jane.

Sonó la campana de la puerta y las dos se volvieron a ver entrar a un mensajero.

– Seguro que este hombre nos trae trabajo -murmuró Lisa-. O a lo mejor un sobre lleno de dinero.

– ¿Es usted Jane Singleton? -preguntó el mensajero.

Lisa señaló a su amiga.

– Es ella.

– Tengo que entregarle esto personalmente y cerciorarme de que lo lea.