– ¿Ves? Todo el tiempo que pasó mi madre entrenándome sirvió para algo -se burló Jane. Se subió a la cama y cruzó las piernas ante sí-. Sé cómo ser la esposa perfecta, pero también sé cómo ser una mala esposa, un esposa horrible y gruñona que no cocina ni limpia y que cree que el rosa chillón es el mejor color para la decoración de interiores.

– ¿Qué? -Lisa frunció el ceño, pero no tardó en comprender lo que tramaba su amiga-. ¡Oh! -se sentó en la cama con una sonrisa-. ¡Oh, eso sí que es un plan!

Jane sonrió.

– Lo sé. Es sencillo y brillante, ¿verdad?

– Hazlo desgraciado y no tendrá más remedio que prescindir de ti. No sabía que fueras tan retorcida.

– Cree que me conoce, pero no es cierto. Seré una prometida infernal, la mujer que le haga la vida imposible. ¿Quieres que hagamos apuestas sobre el tiempo que tarda en echarme?

Lisa dejó de sonreír.

– Eso no es lo que me preocupa -contestó-. Me preocupa que, cuando veas lo que es vivir con Will McCaffrey, tú no quieras irte.


Will deambulaba delante de la puerta, con las manos en los bolsillos y la mirada clavada en el suelo. Esperar a que llegara Jane se había convertido en una agonía. Para pasar el tiempo, había decidido limpiar la casa, pero la tarea no había servido para tranquilizarlo.

Si alguien le hubiera dicho unas semanas atrás que le ocurriría aquello, se habría reído en su cara. Vivir con una mujer alteraría necesariamente sus costumbres, sin tener en cuenta lo que implicaba aceptar estar con la misma persona día tras día.

Sin embargo, estaba deseando tener cerca a Jane. Recordaba sus conversaciones del pasado, lo divertido que era hablar con ella, cómo valoraba sus consejos sensatos. Además, podía ser divertido discutir con ella. En los últimos días había percibido asomos de mal genio y sabía que era una mujer terca y… apasionada.

Apasionada y muy hermosa. Eso tampoco podía olvidarlo. No se cansaba nunca de mirarla. Su belleza no era obra de la química y la cirugía, era una belleza sencilla, natural, de las que mejoraban con el paso del tiempo.

Will estaba delante de la puerta cuando sonó el timbre de seguridad. Thurgood saltó desde el sofá de la sala, donde había estado durmiendo, y empezó a ladrar.

– Silencio -Will se secó las manos sudorosas en la camiseta y respiró hondo-. Y sé bueno con la señorita. No saltes sobre ella ni la chupes.

Hizo una pausa antes de abrir la puerta. Lo natural habría sido que sintiera más temor. Después de todo, la suya era una casa de soltero, cómoda y funcional, y ella querría hacer cambios.

– Por el rosa no pasamos -le dijo al perro-. Si trae algo rosa a esta casa, yo elevo una protesta formal y tú lo destrozas a mordiscos.

La casa tenía todo lo que un hombre podía desear: televisor de pantalla plana, una cadena de música de primera, una máquina de pesas y dos tumbonas de cuero. Y Will estaba dispuesto a añadir algunos toques femeninos… paños de cocina de colores, cortinas, algunos cojines…

– Que no se diga que no soy flexible – musitó.

Thurgood estaba sentado delante de la puerta y golpeaba el suelo con la cola.

El timbre volvió a sonar y Will abrió la puerta frontal. Jane estaba en el umbral con una maceta en la mano. Will la tomó y se hizo a un lado.

– Entra -dijo.

Dejó la palmera en el suelo y miró a la joven, que a pesar de ir vestida con vaqueros y un suéter y llevar el pelo recogido con un pañuelo, estaba extraordinariamente hermosa. Era increíble que hubiera cambiado tanto y siguiera pareciendo al mismo tiempo la chica de diecinueve años que había conocido.

Jane vaciló un momento antes de entrar. Thurgood se colocó ante ella, que lo miró nerviosa. Pero luego avanzó unos pasos y Will respiró aliviado.

– Te enseñaré esto -dijo-. Te presento a Thurgood.

– Es grande -musitó ella-. Muy… grande.

– ¿No te gustan los perros? ¿Nunca tuviste perro de pequeña?

– A mi madre no le gustaban los animales, decía que ensuciaban mucho. Yo tenía plantas -ella forzó un sonrisa y señaló la palmera-. Voy por el resto de mis cosas. Regina es sensible al frío y Anya está envuelta en plástico, pero seguro que sufre el efecto del shock.

– ¿Regina? ¿Anya?

– ¿No te acuerdas de ellas? Regina es una sedum morganíanum y Anya es una pellaea rotundifolia. Conocidas vulgarmente como cola de burro y helecho de botón.

Will le tomó la mano y la apretó con fuerza.

– ¿Sigues poniendo nombre a tus plantas?

– Son las mismas plantas.

Jane salió por la puerta y Will la siguió y bajó corriendo los escalones hasta la calle.

– Te ayudaré. Levantar peso es responsabilidad del marido.

– ¿Insinúas que no puedo llevar mis cosas?

– No. Sólo digo que será un placer hacerlo por ti.

– De acuerdo. Pero no quiero que me creas incapaz de llevar unas plantas y algunas cajas pesadas.

Will sonrió y se colocó delante para cortarle la retirada. Ella chocó con él, que la sujetó por la cintura.

– Creo que eres muy capaz de hacer todo lo que te propongas -por un instante pensó en besarla para romper la tensión, pero no quería espantarla antes de que se instalara en la casa. Tenía tres meses para conquistarla y podía ser paciente.

– Bien, vamos allá -murmuró ella.

Will asintió. Las plantas y las cajas estaban en la parte de atrás de una camioneta que llevaba el nombre de Windy City Gardens y que Jane había aparcado en doble fila delante de la casa. Will la ayudó a llevar todo hasta el vestíbulo y, cuando terminaron, la dejó entrar en casa y él llevó la camioneta a su garaje.

Cuando volvió, encontró a Jane en la cocina regando una planta que parecía algo marchita.

– ¿Se repondrá? -preguntó.

Jane se volvió a mirarlo con un sobresalto.

– Creo que sí. No es una buena época para mover plantas. Se acostumbran a un lugar y a veces se alteran cuando les cambias las condiciones de vida.

Will se colocó detrás de ella y miró la planta.

– ¿Quién es ésa? -preguntó.

– Sabrina. ¿No te acuerdas de ella?

– ¿De la universidad?

Jane asintió con la cabeza.

– Me la regalaste tú cuando te mecanografié un artículo para la revista de leyes. Es vieja, pero todavía está sana. Esta especie no es propensa a insectos o enfermedades y la he transplantado unas cuantas veces.

– ¿Y por qué la llamaste Sabrina?

– Por Audrey Hepburn y Humphrey Bogart.

– Ah, sí, esa película -retrocedió para reprimir el impulso de besarla en el cuello-. Supongo que debería enseñarte esto.

Jane se volvió hacia él.

– De acuerdo.

Will salió por la puerta y ella miró a su alrededor con curiosidad. Y él aprovechó la gira para tocarla una y otra vez, colocar la mano en la parte baja de la espalda de ella o tomarla por el codo al guiarla de habitación en habitación. Thurgood los seguía, ansioso por conocer a aquella visitante.

– Compré la casa por los techos altos – explicó Will-. Y por los detalles arquitectónicos. Las escayolas del techo son originales y la chimenea de la sala también. Cuando compré la casa, estaban cubiertas por capas de pintura.

Jane asintió.

– Es hermosa. Pero la decoración es muy moderna.

– Sí, me gustan las líneas limpias. Acero inoxidable, cristal y cuero.

– Muy masculino -murmuró ella.

– Te enseñaré tu dormitorio -le tomó la mano y tiró de ella escaleras arriba-. Ya has visto la cocina y la salita de atrás. Arriba hay tres dormitorios y un baño. El tercer piso es un espacio grande sin terminar Todavía no sé lo que haré con él.

Cuando llegaron al segundo piso, señaló la habitación más pequeña.

– Esa la uso como despacho. Y ésta es mi habitación -abrió una puerta y Jane vio una cama grande con un una cómoda sencilla de estilo danés y un armario.

Will cruzó el pasillo y abrió la puerta del cuarto de invitados.

– Y ésta es la tuya. No es gran cosa, pero seguro que tú tendrás objetos personales que la embellecerán.

Jane entró en la estancia y miró a su alrededor.

– No creo que esto sea buena idea – dijo-. Lo, siento, pero me parece que debería irme.

Will la sujetó por los brazos para cortarle la huida.

– No tienes nada que temer de mí – musitó. Le puso los dedos debajo de la barbilla para obligarla a mirarlo a los ojos-. Aquí estás segura. Te lo juro.

– Lo sé -susurró ella con expresión dudosa.

– Dale una oportunidad a esto -él se inclinó con la mirada clavada en sus labios. Su instinto le decía que no debía, vio la aprensión y la duda que expresaban sus ojos y supo que había cometido un error-. Perdona -murmuró. Voy a subir tus cosas, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

Will bajó corriendo las escaleras y entró en la cocina. Abrió el grifo del agua fría en el fregadero y se frotó el rostro con las manos mojadas. Lanzó una maldición, tomó un paño de cocina y se apoyó en el borde de la encimera con los ojos cerrados y la cara mojada.

Unos segundos más tarde, Thurgood entró en la cocina y se sentó al lado del fregadero.

– ¿Qué te parece? -preguntó el hombre-. Lo sé, lo sé, es una chica. Pero es muy guapa, ¿no crees?

El perro echó la cabeza a un lado y levantó una oreja, como si no aprobara a la nueva invitada.

Will le dio una palmadita en al cabeza.

– Sólo tienes que acostumbrarte a ella alejó el paño en la encimera y volvió al vestíbulo, donde levantó tres cajas para llevarlas al dormitorio.

Encontró a Jane sentada en la cama con Regina o Anya en las manos. Parecía a punto de echarse a llorar y Will dejó las cajas y se arrodilló ante ella.

– ¿Qué te pasa?

Jane forzó una sonrisa y movió la cabeza.

– Nada.

– Vamos, dime qué ocurre.

Ella miró a su alrededor.

– Esto no parece un hogar.

La mujer decidida y segura de sí había desaparecido, sustituida por la chica que había conocido en la universidad, la chica que lloraba al final de las películas románticas, la chica entregada. Si tan desgraciada se sentía con aquel acuerdo, ¿por qué había accedido? Will tuvo la impresión de haberla obligado a hacer algo que no quería.

Se maldijo e intentó pensar en el modo de hacerla sonreír de nuevo.

– Tendrás que arreglar eso -dijo-. Compra cortinas, cuadros o lo que quieras. Puedo conseguirte una televisión de pantalla plana si quieres para que veas películas antiguas aquí.

Jane sonrió y Will respiró aliviado.

– Creo que cambiaré la decoración – declaró ella.

– Hazlo. Qué narices, puedes pintar la casa de rosa si quieres -él se levantó y le tomó las manos-. ¿Qué te parece si termino de subir tus cosas y salimos a cenar?

– ¿Preparar la cena no entra en mis deberes de esposa?

– Sí. Y uno de mis deberes de marido es invitarte a cenar fuera. Me temo que en la cocina sólo hay crema de cacahuete, pan, leche y cerveza. Y no espero que cocines con eso.

– Tengo hambre.

Will sonrió y tiró de ella hacia la puerta. Sabía que la primera noche sería dura, pero él haría lo posible por que estuviera cómoda. La invitaría a cenar, calmaría sus miedos y procuraría contenerse y no besarla cada vez que la mirara.

Capítulo 3

Cuando Jane y Will subieron los escalones delanteros, la casa estaba a oscuras. Will abrió la puerta, entró y desactivó la alarma. Thurgood esperaba, sentado con paciencia cerca de allí. Miró a Jane con expresión alerta y ella dio un rodeo para evitarlo.

No sabía si podía fiarse de él. No había convivido nunca con animales y no las tenía todas consigo.

Will la ayudó a quitarse el abrigo, que colgó en el armario empotrado del vestíbulo.

– Olvidaba darte esto -dijo.

Jane levantó la vista y tomó vacilante la llave que él le ofrecía.

– ¿Para qué es?

– La de la puerta. O mejor dicho, abre todas las puertas.

– Ah, bien -se metió la llave al bolsillo.

Había pensado que la convivencia con él sería difícil y se había preparado mentalmente para un periodo de adaptación. Pero le había sorprendido la facilidad con la que parecían haber reencontrado una pauta familiar, con ella escuchando con atención las cosas que él le contaba y Will logrando que se sintiera la mujer más fascinante del mundo. No era difícil entender por qué se había enamorado de él tantos años atrás y por qué le había costado tanto olvidarlo.

– Y la clave de seguridad es 2-2-3-3 – añadió él-. Cuando vayas a entrar o a salir, pulsas esos números y luego la tecla de instalación.

– Bien -murmuró ella. Se acercó a mirar el teclado de la alarma.

Will pasó la mano por encima de su hombro para señalar la tecla indicada y su brazo rozó el cuerpo de ella, y envió una corriente eléctrica a través de sus miembros. Jane contuvo el aliento y procuró calmar su pulso, pero fue inútil. La proximidad de él bastaba para poner a prueba su determinación. Ansiaba sentir sus manos en la piel, el calor de su hombro contra el de ella o el cosquilleo suave de su aliento en el pelo.