Cerró los ojos y respiró hondo.
– Ha sido un día largo -susurró.
– Debes de estar cansada -musitó él al oído.
Jane se volvió despacio, pero él no se apartó, sino que la retuvo entre su cuerpo y la puerta. Ella clavó la mirada en su pecho, temerosa de levantarla, temerosa de ver deseo en los ojos de él y no saber qué hacer.
Will seguramente asumiría que sería fácil seducirla. Y Jane se apartó de él con una maldición silenciosa. No podía sucumbir. Aquello era un arreglo temporal y, cuando se marchara de allí unos meses después, no podía hacerlo enamorada.
– Me voy a la cama.
– Nos veremos por la mañana -susurró él-. ¿Necesitas algo?
Ella negó con la cabeza.
– No, estoy bien. Gracias por la cena.
– Ha sido divertido -repuso Will-. Había olvidado lo fácil que es hablar contigo.
Jane se ruborizó y se dirigió a las escaleras. Cuando llegó a su cuarto, cerró la puerta con rapidez y se apoyó en ella. Miró su reloj y le sorprendió ver que era casi medianoche. Lisa y ella tenían que estar en un trabajo al amanecer. Aunque pudiera dormirse en el acto, tendría sólo cinco horas de sueño. Y no creía que le fuera a resultar fácil dormirse.
Se desnudó, se puso la bata y se sentó en la cama.
– ¿Qué hacemos aquí, Anya? -preguntó al helecho colocado al lado de la mesilla-. Quizá deberíamos ir a vivir con mis padres. El desplazamiento sería más fácil que esto.
Se dejó caer en la cama con un suspiro y miró al techo. Un rato después, se acercó a la puerta de puntillas y la abrió con cuidado. Escuchó conteniendo el aliento, pero los únicos ruidos que se oían eran fuera de la casa… el tráfico, una sirena, el ronroneo de la ciudad.
Will había dejado encendida la luz del baño y ella echó a andar por el pasillo.
Una ducha caliente la ayudaría a dormir. O quizá un baño de burbujas. Pero para llegar al cuarto de baño tenía que pasar por delante de la habitación de Will. Al ver que la puerta estaba entornada, vaciló, pero la curiosidad pudo más que los nervios y alargó el cuello para mirar dentro.
La luz del pasillo apenas iluminaba su cuerpo. Estaba tumbado en la cama con un brazo sobre la cabeza y el otro colgando a un lado. Tenía el pecho desnudo y la sábana, enrollada alrededor de la cintura, dejaba una pierna al descubierto. Jane sabía que estaba desnudo, y también que mirarlo no le hacía ningún bien.
¡Pero era tan hermoso y tan sexy! Se preguntó qué sucedería si entraba en su habitación, se quitaba la bata y se metía en la cama con él. ¿Su presencia lo sobresaltaría o la aceptaría como algo inevitable?
Tal vez debería cambiar sus planes. Podía pasar los tres próximos meses en la cama con Will y disfrutar de todos los placeres de la carne. Podía decir que era parte de sus deberes de prometida y futura esposa. La colada y el supermercado, sexo apasionado y orgasmos espectaculares.
Tragó saliva con fuerza y se apartó de la puerta. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Esa noche no iba a ser fácil dormir.
– ¿Qué olor es ése? Huele a podrido.
– Es la cena -repuso Jane. Se volvió a sonreír a Lisa, que la seguía al interior de la cocina de Will. Thurgood trotaba detrás de ellas y enseguida ocupó su lugar delante del frigorífico.
– Hígado con cebollas. Es parte de mi plan diabólico para invalidar ese estúpido contrato -se paró delante de la vitrocerámica y levantó la tapa de la sartén-. Delicioso.
Lisa arrugó la nariz.
– ¿Tu primera cena con Will y le das eso?
– Es hora de distinguir a los hombres de los muchachos, a los maridos de los mentirosos. Si de verdad quiere casarse conmigo, se comerá esto con una sonrisa. Si no lo hace, acabaré logrando romper ese contrato.
– ¿Y si de verdad quiere casarse contigo? ¿Y si se come el hígado y pide repetir?
– No lo hará. Lo conozco y no es de los que se casan -Jane tapó de nuevo la sartén-. ¿Has encontrado un delantal?
Lisa mostró la bolsa que llevaba.
– ¿Sabes en cuántos sitios he tenido que preguntar? Ya no venden delantales. Este me lo ha prestado Nana Harper -sacó un delantal a cuadros de la bolsa y se lo tendió.
– Oh, tiene un volante. Es perfecto – dijo Jane, que se lo ató a la cintura.
– Te pareces a June Cleaver -murmuró su amiga-. Sólo te faltan las perlas.
– Tengo perlas, pero…
– ¿No crees que llevas esto demasiado lejos? -preguntó Lisa-. Es evidente que te gusta ese hombre y parece que tú le gustas a él. ¿Por qué no olvidas tus planes y ves qué ocurre?
– No puedo -aunque resultaba tentador, Jane sabía muy bien el poder que tenía Will sobre ella. Si admitía sentirse atraída por él, estaría perdida. Se enamoraría sin remedio y él se mostraría encantador, atento y maravilloso… hasta que apareciera una mujer más interesante y más hermosa.
Se apoyó en la encimera y respiró hondo.
– ¿No comprendes lo que ocurre? Cree que soy la misma Jane Singleton tímida y tonta de antes, la chica que se volvía loca por estar con él. Y eso no está mal, porque si me subestima, entonces llevo ventaja.
– Pero tú lo deseas todavía, ¿no?
Jane suspiró con frustración.
– No. No digas tonterías. Es…
– Lo deseas todavía -dijo Lisa.
– No puedo desearlo. Si ocurre algo, me hará sufrir. Me querrá una temporada, me tratará como si fuera la mujer más interesante y hermosa del mundo y un buen día se dará cuenta de que no lo soy y se marchará.
– A menos que quiera casarse contigo.
– No quiere -explicó Jane. Tomó un cuchillo y empezó a cortar pepino para la ensalada-. Quiere hacerse con el negocio familiar, su padre quiere verlo casado y él cree que, si puede demostrarle que está pensando en serio en comprometerse, su padre le dará lo que quiere. Pero te apuesto lo que quieras a que, a la primera señal de problemas, retrocederá. Sólo tengo que mostrarme dependiente o gruñona y decidirá que casarse conmigo sería más una condena de cárcel que una historia de amor de por vida.
– Pero tú no eres así -protestó Lisa-.
Eres lista y divertida y cualquier hombre sería afortunado de tenerte por esposa.
– ¿Y qué me dices de David? He ' salido un montón de veces con él y nunca hemos pasado del beso en la mejilla.
– David es gay -insistió Lisa.
Jane lanzó un gemido y enterró el rostro en las manos.
– Sí que lo es, ¿verdad? Yo esperaba que fuera simplemente muy sensible o tímido con las mujeres. No dejaba de decirme que quería un hombre que no pensara siempre en el sexo, pero él no piensa nunca… por lo menos conmigo.
– ¿Qué vas a hacer con David?
– No creo que necesite hacer nada. Es gay.
– Sí que lo es -sonrió Lisa-. ¿Y qué hay de Will?
– Oh, él no es gay y estoy segura de que piensa en el sexo a todas horas. No sé si puede mirar a una mujer y no pensar en sexo. Excepto quizá cuando me mira a mí.
Lisa se sentó en uno de los taburetes que había ante el mostrador de granito.
– ¿Y qué sientes tú cuando lo miras a él?
– Cuando sonríe, siento cosquillas en el estómago. Y anoche me contó un chiste tonto y de pronto no podía respirar. Y luego lo vi desnudo en la cama y…
– ¿Qué? -gritó Lisa.
– Anoche me levanté y… me asomé a su habitación. Estaba durmiendo en la cama y creo que estaba desnudo.
– ¿Estaba desnudo o no lo estaba?
– Lo estaba de cintura para arriba y del muslo para abajo. No sé lo que había debajo de la sábana.
– Pero querías averiguarlo, ¿verdad?
– ¡No! -Jane soltó una risita-. No. La única vez que me besó casi me desmayé. Si lo viera desnudo, seguro que me daría un ataque.
– Hace seis años de ese beso -murmuró Lisa-. ¿No crees que es hora de revivir la experiencia? ¿Por qué recrear un recuerdo viejo cuando puedes tener lo de verdad?
– No puedo besarlo.
Lisa apoyó la barbilla en la mano.
– ¿Por qué? Dale un beso en los labios y espera a ver qué hace él. Si todo esto es pura actuación, no te devolverá el beso. Y si no lo es, tendremos algo nuevo y emocionante de lo que hablar.
Jane se limpió las manos en el delantal.
– No creo que ni June Cleaver ni mi madre aprobaran un comportamiento tan directo.
Lisa levantó los ojos al techo.
– Me rindo. No voy a intentar comprender esta relación de locos que tienes con Will. Pero quiero que sepas que, si esto te sale bien, seré la persona más feliz del mundo. Y si no, te prestaré mi hombro para llorar -se levantó y tomó las llaves de la camioneta-. Pero ahora tengo que ir a recoger esas luces de camino a casa. ¿Cómo vas a ir a trabajar mañana?
– Si te llevas la camioneta, tendrás que recogerme. Ven temprano para que pueda…
– ¿Evitar compartir el baño con Will?
– No, para que podamos pasar por la oficina antes de ir al trabajo.
– No podrás evitarlo eternamente.
– Estoy decidida a hacerlo siempre que pueda, sobre todo cuando tengo la cara hinchada de sueño y el pelo revuelto. Tengo mi orgullo, ¿sabes?
Lisa enarcó las cejas.
– Yo diría que te interesaría estar tan fea como sea posible. ¿No quieres espantarlo?
– Vete a buscar las luces -dijo Jane, sabedora de que, si seguía hablando con Lisa, acabaría por confesar la verdad sobre sus sentimientos, que eran más intensos de lo que quería admitir.
Volvió al hígado que seguía en el fuego. Cuando levantó la tapa, el olor se extendió de nuevo por la estancia y sintió náuseas. Odiaba el hígado, pero valdría la pena sacrificarse con tal de ver la cara de Will cuando empezara a cortarlo.
Sintió un empujoncito en la pierna y miró a Thurgood, que se había sentado al lado de la vitrocerámica.
– ¿Quieres probarlo?
El animal movió la cola y ladró con suavidad. Jane sacó un trozo pequeño de la sartén y lo colocó en un plato en el suelo. El perro lo olió y la miró como si lo hubiera insultado. Se alejó para instalarse delante de la puerta.
– Bueno, si el perro no lo come, supongo que ya está hecho.
Will abrió la puerta de atrás y se quitó el abrigo al tiempo que entraba. Se oía música suave y Thurgood corrió a su encuentro y frotó el hocico en la mano de su amo, que se inclinó a acariciarlo detrás de las orejas.
– Hola, viejo. ¿Qué has hecho todo el día?
Se enderezó y vio a Jane en la cocina. Le bastó con verla para olvidar todos los problemas del día. Tenía una velada entera por delante y comprendió de pronto una de las mayores ventajas del matrimonio: un lugar cómodo y feliz al que acudir al final del día.
– Cariño, estoy en casa -gritó.
Jane dio un salto de sorpresa y giró hacia él. Se llevó una mano al corazón.
– Me has asustado.
Will dejó el abrigo en el respaldo del sofá de la sala y se acercó a ella. Estaba muy guapa. Llevaba un pantalón corto caqui y una blusa blanca que se amoldaba perfectamente a sus pechos y su cintura. Resistió el impulso de abrazarla, quitarle el estúpido delantal y besarla con fuerza.
– Has hecho la cena -olfateó el aire-. ¿A qué huele?
– A hígado con cebolla.
Will reprimió un respingo y forzó una sonrisa.
– ¿Hígado con cebolla? ¿Vamos a cenar hígado?
Jane asintió con entusiasmo.
– Sí. Ahora que estoy aquí para cuidar de ti, me encargaré de que comas como es debido. Se acabó la cerveza con una bolsa de patatas fritas. Y el helado tiene demasiada grasa y colesterol. Y las pizzas congeladas están llenas de sal. Ya tienes treinta años y debes empezar a cuidarte la presión arterial -tomó dos platos y unos cubiertos y entró en el comedor.
– Haces que me sienta viejo dijo él, que se apoyó en la encimera.
– Eres viejo -Jane volvió a la cocina-. Vas a ser un hombre casado y ya sabes lo que ocurre cuando te casas.
Will no estaba seguro de querer oír lo que ocurría cuando un hombre se casaba. Y menos si tenía que ver con comer entrañas.
– ¿Y qué ocurre? -preguntó.
– Los michelines. Personalmente no me molestan, pero no pienso tolerar barriga. Will se tocó el estómago. -Voy al gimnasio.
– Claro que sí, pero ahora que estamos juntos, no vas a tener tiempo para el gimnasio.
– ¿No?
– No -ella movió la cabeza-. Las parejas tienen que pasar tiempo juntas. Tenemos que trabajar en nuestra relación, aprender a conocernos mutuamente como nadie más nos conoce. Tenemos que hablar.
– ¿De qué?
– De nuestra relación. Tenemos que crecer como pareja. Dicen que el matrimonio son dos personas que se hacen una. Y si vamos a ser uno, tenemos que empezar a pensar como uno. ¿No estás de acuerdo?
Curioso. El día anterior Jane parecía a punto de salir corriendo y ahora hablaba como si el matrimonio fuera inevitable. Aquello tenía que formar parte de algún juego. Will sintió una punzada de miedo. O quizá se había entusiasmado con la idea de casarse.
– Supongo que sí -repuso.
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