Aire frío se deslizo por la parte trasera de sus muslos desnudos. La falda de su uniforme se le subió por encima de las caderas, dándole una visión ilimitada de sus bragas amarillo limón y probablemente del dragón tatuado en su cadera. Dios la había castigado por ser grosera con su Creación Perfecta convirtiéndola en un sándwich de Posturepedic [1].

Ella escuchó su voz apagada. -¿Estás bien ahí dentro?

El colchón no se movió.

Ella se retorció, intentando liberarse y sin obtener ayuda. Su falda se subió hasta su cintura. Olvidándose de las bragas amarillas y el tatuaje de su cadera, se prometió que no iba a dejar que la viese derrotada por un colchón. Luchando por respirar, apoyó los pies en la alfombra y, con una última contorsión, empujó el pesado bulto al suelo.

Ted dio un silbido. -Demonios, si que pesa el hijo de puta.

Se levantó y se bajó la falda. -¿Cómo lo sabes?

Él la miró tranquilamente las piernas y sonrió. -Conjeturas.

Cogió la esquina del colchón y de alguna manera consiguió reunir la suficiente tracción para girar la horrible cosa y ponerlo de nuevo en el somiel.

– Bien hecho -, le dijo.

Ella se quitó un mechón de pelo de los ojos. -Eres un psicópata vengativo de sangre fría.

– Dura.

– ¿Soy la única persona en el mundo que vé más allá del rutinario San Ted?

– Casi.

– Mírate. Ni siquiera hace dos semanas Lucy era el amor de tu vida. Ahora, apenas pareces recordar su nombre -. Ella empujó el colchón unos centímetros hacia delante.

– El tiempo cura todo.

– ¿Once días?

Él se encogió de hombros y caminó por la habitación mientras estudiaba la conexión de Internet. Ella le pisó los talones. -Deja de cargarme a mí lo que ocurrió. No fue culpa mía que Lucy huyera -. No del todo cierto, pero se aproximaba suficiente.

Se agachó para inspeccionar el cable de conexión. -Las cosas estaban bien antes de que tú llegaras.

– Tú sólo piensas que lo estaban.

Se incorporó y se puso de pie. -Esta es la forma en que yo lo veo. Por alguna razón que sólo tú conoces, aunque tengo una ligera idea de cual es, le lavaste el cerebro a una mujer maravillosa haciéndola cometer un error con el que tendrá que vivir el resto de su vida.

– No fue un erro. Lucy se merece más de lo que tú estabas dispuesto a darle.

– No tienes ni idea de lo que estaba dispuesto a darle -, dijo mientras se dirigía hacia la puerta.

– No una pasión desenfrenada, eso seguro.

– Deja de fingir que sabes de lo que estás hablando.

Ella cargó contra él. -Si amaras a Lucy de la forma que merece ser amada, habrías hecho todo lo que hubieras podido para encontrarla y convencerla que regresara. Y yo no tenía ninguna razón oculta. Todo lo que me preocupa es la felicidad de Lucy.

Sus pasos se detuvieron y se giró. -Ambos sabemos que no es del todo cierto.

La forma en que él la estudio la hacía sentir como si él comprendiera algo que ella no hacía. Sus manos se cerraron en puños a los lados. -¿Piensas que estaba celosa? ¿Eso es lo que estás diciendo? ¿Qué organicé de alguna manera un sabotaje hacia ella? Tengo muchos defectos, pero no jodo a mis amigos. Nunca.

– Entonces, ¿por qué jodiste a Lucy?

Su injusto y letal ataque envió una ola de ira a través de ella. -Fuera.

Se estaba yendo, pero no antes de enviar un último dardo envenenado. -Bonito dragón.


Para la hora que su turno terminó, todas las habitaciones del hotel estaban ocupadas, haciendo imposible que se duchara a escondidas. Carlos le había pasado una magdalena, su única comida del día. Aparte de Carlos la otra única persona que parecía no odiarla era la hija de dieciocho años de Birdie Kittle, Haley, lo cuál era algo sorprendente ya que se autodefinía como la asistente personal de Ted. Pero Meg pronto se dio cuenta que eso significaba que le hacía recados ocasionalmente.

Haley tenía un trabajo de verano en el club de campo, así que Meg no la veía mucho pero algunas veces ella se había detenido en una habitación que Meg estaba limpiando. -Sé que Meg es tu amiga -, dijo una tarde mientras ayudaba a Meg a doblar unas sábanas limpias. -Y fue super agradable con todo el mundo. Pero no parecía ser feliz en Wynette.

Haley se parecía poco a su madre. Unos centímetros más alta, con la cara alargada y un pelo liso castaño claro, llevaba ropa demasiado pequeña y se aplicaba más maquillaje del que sus delicadas características necesitaban. Meg dedujo, por una conversación que había escuchado entre Birdie y su hija, que este comportamiento atrevido era bastante reciente.

– Lucy es bastante adaptable -, dijo Meg mientras ponía una funda de almohada limpia.

– Aunque así sea, a mí me parecía el tipo de persona de la gran ciudad y aunque Ted viaja a la ciudad siempre cuando hace consultorías, aquí es donde vive.

Meg apreciaba saber que alguien más en el pueblo compartía sus dudas, pero no le ayudó a deshacerse de su creciente abatimiento. Cuando dejó el hotel esa tarde estaba sucia y hambrienta. Ella vivía en un oxidado Buick que cada noche aparcaba en una zona de matorrales en la mina de grava de la ciudad, rezando para que nadie la descubriera. Sentía su cuerpo pesado a pesar de su estómago vacío mientras se acercaba con paso lento al coche que se había convertido en su hogar.

Algo parecía no estar bien. Miró más de cerca.

La parte de atrás del coche, del lado del conductor, se hundía casi imperceptiblemente. Tenía una rueda pinchada. Se quedó allí sin moverse, intentando asimilar este último desastre. Su coche era todo lo que le quedaba. En el pasado cuando había tenido un pinchanzo, simplemente había llamado a alguien y pagado por que se la cambiaran, pero apenas le quedaban veinte dólares. E incluso si consiguiera encontrar la forma de cambiarla ella sóla, no sabía si la rueda de repuesto tenía aire. Si había rueda de repuesto.

Con un nudo en la garganta, abrió el maletero y quitó la roñosa alfombra, llena de aceite, suciedad y quién sabe qué más. Encontró la rueda de repuesto, pero estaba pinchada. Tendría que conducir con la rueda mal hasta la estación de servicio más cercana del pueblo y rezar para no dañar la llanta en el camino.

El propietario sabía quién era, al igual que todo el mundo en el pueblo. Él hizo una cortante observación sobre que éste era la única estación de servicio del pequeño pueblo de paletos, a continuación siguió con una campaña divagatoria a favor de Ted Beaudine exaltando la forma piadosa en que él sólo había salvado del cierre a la tienda de alimentos del condado. Cuando acabó, le exigió veinte dólares por adelantado para reemplazar la rueda original por la de repuesto.

– Tengo diecinueve.

– Dámelos.

Vació su monedero y caminó haciendo ruido por el interior de la estación de servicio mientras le cambiaba la rueda. Las monedas que se habían acumulado al fondo del bolso era todo lo que le quedaba. Mientras miraba el dispensador de aperitivos lleno de gominolas que ya no podía permitirse, la vieja y potente camioneta Ford azul de Ted Beaudine paró su motor. Ella le había visto conduciendo la camioneta por el pueblo y recordó que Lucy mencionó que él la había modificado con alguno de sus inventos, aunque a ella todavía le paracía una vieja batidora.

Una mujer morena con el pelo largo estaba sentada en el asiento del pasajero. Cuando Ted se bajó, ella levantó la mano y se apartó el pelo de la cara con un gesto tan elegante como el de una bailarina. Meg recordaba haberla visto en la cena de ensayo, pero había habido demasiada gente y no habían sido presentadas.

Ted volvio a entrar en el coche mientras el depósito se llenaba. La mujer le enroscó la mano alrededor del cuello. Él inclinó la cara hacia ella y se besaron. Meg miraba con disgusto. Lucy se culpaba por romper el corazón de Ted.

La camioneta no pareció necesitar mucha gasolina, quizás por la célula de combustible de hidrógeno que Lucy había mencionado. Normalmente Meg habría estado interesada en algo así, pero todo lo que la preocupaba era contar el cambio del fondo de su bolso. Un dólar y seis centavos. Mientras conducía alejándose de la estación de servicio, finalmente aceptó el hecho que menos quería afrontar. Había tocado fondo. Estaba hambrienta, sucia y la única casa que tenía estaba casi sin gasolina. De todas sus amigas, Georgie York Shepard era la más delicada. La infatigable Georgie, que se había mantenido a sí misma desde la niñez.

Georgie, soy yo. Soy una indisciplinada y he perdido el rumbo, necesito que te ocupes de mí porque soy incapaz de ocuparme de mí misma.

Una caravana, con el montor zumbando, pasó en dirección al pueblo. Ella no podía afrontar conducir de vuelta a la mina de grava y pasar otra noche intentando convencerse de que esto era sólo un nuevo viaje de aventura. Por supuesto que había dormido antes en lugares oscuros y que daban miedo, pero sólo durante unos cuantos días y siempre con un amigable guía al lado y un hotel de cuatro estrellas esperando al final del viaje. Esto, por otro lado, era ser una sin techo. Estaba a un paso de empujar un carrito de la compra por la calle.

Quería a su padre. Quería que la abrazara fuerte y le dijera que todo iba a estar bien. Quería que su madre le acariciara el pelo y le prometiera que los monstruos no se escondían en el armario. Quería acurrucarse en la antigua habitación de su casa donde siempre se había sentido tan inquieta.

Pero por mucho que sus padres la quisieran, nunca la habían respetado. Ni lo había hecho Dylan, Clay o su tío Michel. Y una vez que pidiera a Georgie dinero, su amiga se uniría a la lista.

Comenzó a llorar. Grandes y pegajosas lágrimas de su auto aversión por la hambrienta y sin techo Meg Koranda, quién había nacido con todas la ventajas e inclusó así no podía hacer nada consigo misma. Se salío de la carretera en un aparcamiento desvancijado de un hotel de carretera. Necesitaba llamar a Georgie ahora, antes que su padre se acordara que le estaba pagando la factura del teléfono y también le cortara eso.

Pasó el dedo por los botones e intentó imaginarse como se las estaba arreglando Lucy. Lucy tampoco había ido a casa. ¿Qué estaba haciendo ella para salir adelante que Meg no se había dado cuenta para hacerlo ella misma?

Una campana de una iglesia sonó dando las seis, recordándole la iglesia que Ted le había dado a Lucy como regalo de bodas. Una furgoneta traqueteó con un perro en la parte trasera y el teléfono se deslizó por los dedos de Meg. ¡La iglesia de Meg! Estaba vacía.

Recordaba haber pasado el club de campo cuando había ido allí porque Lucy lo había señalado. Recordaba un montón de vueltas y giros, pero no había tantas carreteras en Wynette. ¿Cuáles había seguido Lucy?

Dos horas después, cuando Meg estaba a punto de rendirse, encontró lo que estaba buscando.

CAPÍTULO 06

La vieja iglesia de madera se asentaba en una zona elevada al final de un camino de grava. Los faros de Meg enfocaban la torre blanca rechoncha justo encima de las puertas centrales. En la oscuridad, no podía ver el descuidado cementerio en el lado derecho pero recordaba que estaba allí. También recordaba que Lucy cogió la llave escondida de algún lugar cerca de la base de los escalones. Enfocó los faros hacia la parte frontal del edificio y comenzó a buscar a tientas entre las piedras y los matorrales. La grava se le clavaba en las rodillas y los nudillos pero no pudo encontrar ninguna evidencia de la llave. Romper una ventana parecía un sacrilegio, pero tenía que entrar.

El resplandor de los faros hacía que su sombra se reflejara de forma grotesca contra la simple fachada de madera. Cuando se giraba hacia el coche, vio una rana tallada en piedra más o menos oculta debajo de un arbusto. La cogió y encontró la llave debajo. Metiéndola en el fondo de bolsillo para mantenerla a salvo, fue a aparcar el Rustmobile, recogió su maleta y subió los cinco escalones de madera.

Según Lucy los luteranos habían abandonado la pequeña iglesia de campo en algún momento de 1960 Un par de ventanas arqueadas se agrupaban junto a la puerta delantera. La llave giró fácilmente en la cerradura. El interior estaba olía a humedad y el aire estaba caliente debido a las temperaturas diurnas. Cuando la había visitado por última vez, el interior estaba bañado por la luz del sol pero ahora la oscuridad le recordaba a las películas de terror que siempre había visto. Buscó a tientas el interruptor, con la esperanza de que hubiera electricidad. Por arte de magia, dos globos blancos saltaron a la vida. No podía dejarlos encendidos mucho tiempo por temor a que alguien los viera, sólo lo suficiente para explorar. Dejó caer la maleta y cerró la puerta tras ella.

Los bancos no estaban, dejando un espacio vacío y que provocaba eco. Los padres fundadores no creían en la ornamentación. Ni vidrieras, ni inmensas bóvedas o columnas de piedra para estos austeros luteranos. La habitación era estrecha, ni siquiera diez metros de ancho con suelos de pino fregados y un par de ventiladores que colgaban de un simple techo de color metal. Cinco largas cristaleras forraban cada pared. Una austera escalera llevaba a un pequeño coro de madera en la parte trasera, la única extravagancia de la iglesia.