Lucy había dicho que Ted había vivido en la iglesia durante unos cuantos meses mientras se construía su casa, pero los muebles que hubiese traído aquí ya no estaban. Sólo una fea silla sencilla con un relleno que permitía ver en una esquina su tapicería marrón, y un fúton de metal negro que descubrió en el coro. Lucy había planeado amueblar el espacio con acogedoras zonas a rayas, tablas pintadas y arte de la zona. Todo lo que le preocupaba a Meg ahora mismo era la posibilidad de tener agua corriente.
Sus zapatillas chirriaron contra el viejo suelo de pino cuando se dirigió hacia la puerta pequeña a la derecha de lo que una vez había sido el altar. Tras ésta había un habitación de apenas de tres metros de largo que servía como cocina y despensa. Una nevera antigua, en silencio, de las que tienen las esquinas redondeadas descansaba al lado de una pequeña ventana lateral. También tenía una antigua cocina de cuatro fuegos esmaltados, un armario metálico y un fregadero de porcelana. Perpendicular a la puerta trasera había otra puerta que llevaba a un cuarto de baño más moderno que el resto de la iglesia con un inodoro, un lavabo blanco y una ducha. Miró los grifos de porcelana con forma de X y lentamente, con ilusión, giró una manilla.
Agua fresca brotó del caño. Tan básico. Tan lujoso.
No lo importo no tener agua caliente. Sin perder un minuto, fue a buscar su maleta, se quitó la ropa, cogió el champú y el jabón que había robado del hotel y se metió dentro. Jadeó cuando el agua fría cayó sobre ella. Nunca volvería a dar este lujo por sentado.
Después de secarse, se ató el chal de seda que había llevado a la cena de ensayo en sus manos. Había localizado sólo una caja sin abrir de galletas saladas y seis latas de sopa de tomate en el armario de metal, cuando su teléfono sonó. Lo descolgó y escuchó una voz familiar.
– ¿Meg?
Dejó la sopa a un lado. -¿Luce? Cariño, ¿estás bien? -Habían pasado casi dos semanas desde la noche en que Lucy había huido y esa fue la última vez que ellas habían hablado.
– Estoy bien -, dijo Lucy.
– ¿Por qué está susurrando?
– Porque… -una pausa. -¿Sería… como… una completa guarra si me acuesto con otro tío ahora? ¿Cómo en unos diez minutos?
Meg se tensó. -No lo sé. Quizás.
– Eso es lo que yo pensaba.
– ¿Te gusta?
– Algo así. Él no es Ted Beaudine, pero…
– Entonces definitivamente deberías acostarte con él -. Meg sonó más convincente de lo había pretendido, pero Lucy no lo notó.
– Quiero pero…
– Se una guarra, Luce. Será bueno para ti.
– Supongo que si de verdad hubiera querido hablar sobre esto, habría llamado a otra persona.
– Entonces, eso te dice mucho.
– Tienes razón -. Meg escuchó el sonido de agua siendo cortada al otro lado del teléfono. -Me tengo que ir -, dijo Lucy apurada. -Te llamaré cuando pueda. Te quiero -. Y colgó.
Lucy sonaba cansada, pero también emocionada. Meg pensó en la llamada mientras se terminaba un plato de sopa. Tal vez todo resultaría bien al final. Al menos para Lucy.
Con un suspiro, lavó la cazuela y después lavó su ropa sucia con algo de detergente para lavadora que encontró debajo del fregadero en medio de una dispersión de cagaditas de ratón. Cada mañana tendría que borrar las señales de que había estado aquí, empaquetar sus posesiones y guardarla en el coche por si Ted pasaba por allí. Pero por ahora, había comido, tenía un techo y agua corriente. Se había conseguido un poco más de tiempo.
Las siguientes semanas fueron las peores de su vida. Arlis le hacía cada día fuera más miserable, Meg soñaba con volver a L.A., pero aunque hubiera podido regresar no tenía donde quedarse. No con sus padres, cuyo duro discurso quedó grabado a fuego en su mente. No con sus amigos, todos tenían familia y estaría bien pasar con ellos una noche pero no una visita prolongada. Cuando Birdie le informó de mala gana que finalmente su trabajo había cubierto su deuda, Meg no sintió nada excepto desesperación. No podía dejar el hotel hasta tener otra fuente de ingresos, y no podía irse muy lejos mientras la iglesia de Lucy fuera su único techo. Necesitaba encontrar otro trabajo, uno en Wynette. Preferiblemente un trabajo que le diera dinero inmediato.
Solicitó trabajo para servir mesas en el Roustabout, el bar de country que servía de lugar de encuentro del pueblo. -Tu jodiste la boda de Ted -, dijo el propietario, -y trataste mal a Birdie. ¿Por qué te contrataría?
Punto para Roustabout.
Durante los siguientes días, se detuvo en cada bar o restaurante del pueblo, pero no estaban contratando. O al menos no la iban a contratar a ella. Sus suministros de alimentos eran inexistentes, tenía que conseguir pronto once litros de gasolina y Tampax. Necesita dinero y lo necesitaba rápido.
Mientras muy a su pesar quitaba otro tapón de pelos repugnante de otra bañera, pensó en cuantas veces había olvidado dar una propina a las doncellas que limpiaban las habitaciones de hotel cuando se iba. Hasta ahora, todo lo que había recogido en propinas eran veintiocho miserables pavos. Habrían sido más, pero Arlis tenía una extraña habilidad para detectar a los huéspedes más propensos a ser generosos y asegurarse de revisar sus habitaciones primero. El próximo fin de semana podría ser lucrativo si Meg pudiera encontrar la manera de eludirla.
El padrino de Ted, Kenny Traveler, era el anfitrión de una reunión de golf para sus amigos que iban a volar desde todas las partes del país y quedarse en el hotel. Meg podría despreciar ese deporte por la forma en que engullía recursos naturales, pero el dinero debía haber sido hecho por sus discípulos, y durante todo el jueves pensó en cómo podía beneficiarse del fin de semana. Por la noche, tenía un plan. Implicaba unos gastos que no podía permitirse, pero se obligó a para en la tienda después del trabajo y gastarse veinte dólares de su escaso sueldo como una inversión en su futuro inmediato.
Al día siguiente esperó hasta que los golfistas comenzaran a llegar de sus rondas de la tarde. Cuando Arlis no estaba mirando, cogió unas toallas y comenzó a llamar a las puertas. -Buenas tardes, señor Samuels -. Plantó una gran sonrisa para el hombre de pelo gris que abrió. -Pensé que podría gustarle algunas toallas extras. Seguro que ahí fuera hace calor -. Colocó una de las preciosas barras de chocolate que había comprado la noche anterior encima de las toallas. -Espero que haya tenido una buena ronda, pero aquí tiene un poco de azúcar en caso contrario. Mi felicitación.
– Gracias, cariño. Es muy considerado por tu parte -. El señor Samuels cogió su clip de dinero y quitó un billete de cinco dólares.
A la hora que dejo el hotel esa noche, había conseguido cuarenta dólares. Estaba tan orgullosa de sí misma como si hubiera conseguido su primer millón. Pero si intentaba repetir la jugada la tarde del sábado, necesitaba un nuevo giro y eso iba a necesitar otro pequeño gasto.
– Demonios. No probaba uno de estos desde hacía años -, dijo el señor Samuels cuando respondió a la puerta la tarde del sábado.
– Caseros -. Ella le dio su más grande y efectiva sonrisa y le entregó las toallas limpias junto con una de las porciones individuales de dulces Rice Krispies, que había estado haciendo hasta bien pasada la medianoche el día anterior. Las galletas habrían estado mejor, pero sus capacidades culinarias eran limitadas. -Sólo lamento que no sea una cerveza fría -, dijo ella. -Apreciamos que ustedes, caballeros, estén aquí.
Esta vez fueron diez.
Arlis ya se había dado cuenta de la disminución en su inventario de toallas, estuvo a punto de pillarla dos veces, pero Meg logró esquivarla y mientras se dirigía hacia la suite del tercer piso, en la que se encontraba registrado Dexter O'Connor, su bolsillo del uniforme tenía un peso confortable. El señor O'Connor había salido ayer cuando pasó por allí, pero hoy una mujer alta y de extraordinaria belleza abrió la puerta envuelta en una toalla de felpa blanca del hotel. Incluso acabando de salir de la ducha, con su cara libre de maquillaje y con mechones de pelo manchados de tinta pegados al cuello, estaba impecable: alta y delgada con audaces ojos verdes y unos pendientes de diamantes del tamaño de un iceberg en sus orejas. No se parecía a Dexter. Y tampoco lo hacía el hombre que Meg vislumbraba por encima de su hombro.
Ted Beaudine estaba sentado en un sillón de la habitación, con los zapatos quitados y una cerveza en la mano. Algo hizo clic en la cabeza de Meg y reconoció a la morena como la mujer a la que Ted había besado en la estación de servicio hacia unas semanas.
– Oh, bien. Toallas extras -. Su ostentosa alianza de diamantes brilló cuando cogió el paquete por la parte superior. -¡Y dulces Rice Krispies caseros! ¡Mira Teddy! ¿Cuánto ha pasado desde que conseguiste dulces Rice Krispies?
– No puedo decir que lo recuerde -, replico Teddy.
La mujer puso las toallas bajo su brazo y tiró de la envoltura de plástico. -Me encantan estas cosas. Dale uno de diez, ¿vale?
Él no se movió. -No tengo de diez. O cualquier otra moneda.
– Espera -. La mujer se giró, presumiblemente para coger su cartera, justo al otro lado. -¡Jesús santo! -Dejó caer las toallas. -¡Eres la que arruinó la boda! No te reconocí con el uniforme.
Ted se levantó del sillón y se acercó a la puerta. -¿Vendiendo productos de panadería sin licencia, Meg? Eso una violación directa del código del pueblo.
– Son regalos, señor Alcalde.
– ¿Saben Birdie y Arlis de tus regalos?
La morena se puso delante de él. -Eso no importa -. Sus verdes ojos brillaban de emoción. -La que arruinó la boda. No puedo creerlo. Entra. Tengo algunas preguntas para ti -. Tiró de la puerta para abrirla completamente y cogió a Meg del brazo. -Quiero saber exactamente por qué pensaste que Cómo Se Llame era tan errónea para Teddy.
Meg por fin había conocido a otra persona además de Haley Kittle que no la odiaba por lo que había hecho. No era de extrañar que esta persona fuera la amante casada de Ted.
Ted se puso delante de la mujer y quito su mano del brazo de Meg. -Lo mejor es que vuelvas al trabajo, Meg. Me aseguraré que Birdie sepa lo complaciente que eres.
Meg apretó los dientes, pero Ted no había terminado. -La próxima vez que hables con Lucy, asegúrate de contarle lo mucho que la hecho de menos -. Con un movimiento de su dedo, desenrolló el flojo nudo de la toalla de la mujer, la empujó contra él y la besó con fuerza.
Momentos después, la puerta se cerró de golpe en la cara de Meg.
Meg odiaba la hipocresía y sabía que todo el mundo en el pueblo consideraba a Ted un modelo de decencia, mientras se estaba acostando con una mujer casada, lo que la enloquecía. Se apostaría cualquier cosa que el affaire había estado ocurriendo mientras él y Lucy estaban comprometidos.
Esa noche se dirigió hacia la iglesia y comenzó el laborioso proceso de arrastrar todas sus posesiones hasta el interior: su maleta, toallas, comida y la ropa de cama que había tomado prestada del hotel la cual se proponía devolver tan pronto como pudiera. Se negaba a pasar otro segundo pensando en Ted Beaudine. Mejor concentrarse en lo positivo. Gracias a los golfistas tenía dinero para gasolina, Tampax y algunos alimentos. No era un gran logro, pero lo suficiente para que pudiera posponer hacer cualquier llamada humillante a sus amigas.
Pero su alivio duró poco. El domingo, a última hora de la tarde, cuando estaba a punto de salir del trabajo, descubrió que uno de los golfistas, y no había que tener grandes habilidades detectivescas para saber cuál, se había quejado a Birdie del chirrido de un carro de limpieza. Birdei llamó a Meg a su oficina y, con gran satisfacción, la despidió en el acto.
El comité de reconstrucción de la biblioteca estaba sentado en el salón de Birdie disfrutando de una jarra de sus famosos mojitos de piña. -Haley está enfadada conmigo otra vez -. Su anfitriona se recostó en su aerodinámico sillón de mediados de siglo que acababa tapizar en lino de vainilla, un tejido que no hubiera durado un día en casa de Emma. -Porque despedí a Meg Koranda, de todas las cosas. Dijo que Meg no encontraría otro trabajo. Puedo pagar a mis doncellas más que un salario justo, y Miss Hollywood no debería haber solicitado deliberadamente propinas.
Las mujeres intercambiaron miradas. Todas sabían que Birdie había pagado a Meg tres dólares menos a la hora de lo que pagaba a las demás, algo que Emma nunca había visto bien, incluso aunque hubiera sido idea de Ted.
Zoey jugaba con una concha de pasta rosa brillante que se había caído del broche que había prendido al cuello de su blusa blanca sin mangas. -Haley siempre ha tenido un corazón débil. Apuesto que Meg se aprovechó de ello.
– Se asemeja más a una mente voluble -, dijo Birdie. -Sé que todas habéis notado la forma que tiene de vestirse últimamente, y aprecio que ninguna de vosotras lo haya mencionado. Cree que mostrar sus tetas, hará que Kyle Bascom se fije en ella.
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