– Cuidado, Meg. En este pueblo bromear sobre Jesús podría hacer que te dispararan. Nunca sabes cuantos fieles están armados -. La expresión preocupada de Lucy indicaba que podía estar considerando que le dispararan a ella.

Tenían que ir al sitio de ensayos pronto y Meg se estaba quedando sin tiempo para sutilezas. -¿Qué tal la vida sexual? Has sido tan molestamente tacaña en detalles, excepto por esa estúpida moratoria sexual de tres meses en la que insististe.

– Quiero que nuestra noche de bodas sea especial -. Ella tiró de su labio superior con los dientes. -Es el amante más increíble que he tenido nunca.

– No es la lista más larga del mundo.

– Es legendario. Y no me preguntes como lo descubrí. Es el amante soñado por toda mujer. Totalmente desinteresado. Romántico. Es como si supiera lo que una mujer quiere antes de que ella misma lo haga -. Dio un largo suspiro. -Y es mío. Para toda la vida.

Lucy no sonó tan feliz como debería. Meg puso sus rodillas por debajo de ella. -Tiene que tener algo malo.

– Nada.

– Gorra de béisbol hacia atrás. Mal aliento por las mañanas. Una pasión secreta por Kid Rock. Tiene que haber algo.

– Bueno… -. Una mirada de impotencia brilló en la cara de Lucy. -Es perfecto. Eso es lo que está mal.

Justo entonces, Meg lo entendió. Lucy no podía arriesgarse a decepcionar a la gente que amaba, y ahora su futuro marido se había convertido en una de las personas que necesitaba para vivir.

La madre de Lucy, la ex presidenta de Estados Unidos, eligió ese momento para meter la cabeza en la habitación. -Hora de irnos, las dos.

Meg salió disparada del sofá. A pesar de haber crecido rodeada de celebridades, nunca había perdido su capacidad de asombro en presencia de la Presidenta Cornelia Case Jorik.

Los rasgos patricios y serenos de Nealy Jorik, destacando su pelo castaño miel, y los trajes de diseñadores famosos eran familiares por miles de fotografías, pero algunas de ellas mostraban la persona real detrás de la insignia de la bandera americana, la mujer complicada que una vez había huido de la Casa Blanca para cruzar el país en una aventura que le había hecho llegar a Lucy y a su hermana Tracy, así como al amado esposo de Nealy, el periodista Mat Jorik.

Nealy las miró. -Viéndoos juntas… parece que fue ayer cuando erais estudiantes universitarias -. Una capa de sentimentales lágrimas suavizaron los ojos azul acero de la ex líder del mundo libre. -Meg, has sido una buena amiga para Lucy.

– Alguien tenía que serlo.

La presidenta sonrió.

– Lamento que tus padres no puedan estar aquí.

Meg no lo hacía. -No pueden estar separados durante mucho tiempo y esta es la única época en la que mamá podía dejar el trabajo para reunirse con papá mientras rodaba en China.

– Estoy esperando su próxima película. Nunca es predecible.

– Sé que ellos deseaban poder ver a Lucy casarse -. Respondió Meg. -Mamá, especialmente. Ya sabes lo que siente por ella.

– Lo mismo que yo por ti -, dijo la presidenta muy amablemente, porque en comparación con Lucy, Meg había resultado ser una gran decepción. Ahora, sin embargo, no era momento de pensar en sus anteriores fracasos y su lúgubre futuro. Tenía que reflexionar sobre su creciente convicción de que su amiga estaba a punto de cometer el error de su vida.

Lucy había decidido tener sólo cuatro damas de honor, sus tres hermanas y Meg. Se congregaron en el altar mientras esperaban la llegada del novio y sus padres. Holly y Charlotte, las hijas biológicas de Mat y Nealy, se pusieron cerca de sus padres, junto con Tracy la medio hermana de Lucy, que tenía dieciocho años, y su hermano adoptivo afroamericano, Andre, de diecisiete años. En su leída columna del periódico, Mat había declarado: "Si las familias tienen pedigrí, la nuestra tiene mestizaje americano". La garganta de Meg se apretó. Por mucho que sus hermanos le hicieran sentirse inferior, ahora mismo los echaba de menos.

De repente, las puertas de la iglesia se abrieron. Allí estaba él, una silueta contra el sol poniente. Theodore Day Beaudine.

Las trompetas empezaron a sonar. Juro por Dios que las trompetas tocaban coros de aleluya.

– Jesús -, susurró.

– Lo sé -, susurró de vuelta Lucy. -Cosas como éstas le pasan todo el tiempo. Dice que es accidental.

A pesar de todo lo que Lucy le había dicho, Meg todavía no estaba preparada para su primer encuentro con Ted Beaudien. Tenía los pómulos perfectamente torneados, una nariz recta y una mandíbula cuadrada de estrella de cien. Podría haber tenido un cartel en Times Square, excepto que no poseía el artificio de los modelos masculinos.

Caminó por el pasillo central con un paso largo y fácil, con el pelo marrón oscuro besado con cobre. La luz brillante de las ventanas de las vidrieras arrojaba piedras preciosas en su camino, como si una simple alfombra roja no fuera lo suficientemente buena para que un hombre caminara sobre ella. Meg apenas se percató de que sus famosos padres estaban algunos pasos por detrás. No podía apartar la mirada del novio de su mejor amiga.

Saludó a la familia de su novia en un tono bajo y agradable. Las trompetas que tocaban en el coro llegaron a un crescendo, se giró, y Meg sintió una perforación.

Esos ojos… Ámbar dorados tocados con miel y borde de pedernal. Ojos que brillaban con inteligencia y percepción. Ojos que cortaban la respiración. Cuando estuvo en frente de él, sintió que Ted Beaudine veía dentro de ella y se daba cuenta de lo todo lo que ella intentaba tan duramente ocultar: su insuficiencia, su fracaso absoluto para reclamar un lugar digno en el mundo.

Ambos sabemos que eres un desastre, decían sus ojos, pero estoy seguro que algún día madurarás. Si no… Bueno… ¿Qué se puede esperar de una niña mimada de Hollywood?

Lucy estaba presentándolo. -… tan contenta de que finalmente os podáis conocer. Mi mejor amiga y mi futuro marido.

Meg se sentía orgullosa de su apariencia dura, pero apenas consiguió un leve asentimiento.

– Si pudiera tener su atención… -dijo el ministro.

Ted apretó la mano de Lucy y sonrió a la cara vuelta hacia arriba de su novia, una sonrisa de cariño, estaba convencida de que ni una sola vez se perturbó la imparcialidad de sus ojos de tigre de cuarzo. La alarma de Meg creció. Fuera las que fueran las emociones que sentía por Lucy, ninguna de ellas incluía la pasión feroz que su mejor amiga merecía.

Los padres del novio fueron los anfitriones de la cena de ensayo, una barbacoa espléndida para unos cien, en el club de campo local, un lugar que representaba todo lo que Meg detestaba: gente blanca, consentida y rica demasiado obsesionada con su propio placer como para tener en cuenta los daños que los campo de golf químicamente envenenados y con alto consumo de agua le hacían al planeta. Incluso la explicación de Lucy de que era sólo un club semi-privado y cualquiera podía jugar no cambiaba su opinión. El servicio secreto mantenía a la prensa internacional a las puertas, junto con una multitud de curiosos con la esperanza de vislumbrar una cara famosa.

Y las caras famosas estaban por todas partes, no sólo en la fiesta de la boda. La madre y el padre del novio eran mundialmente conocidos. Dallas Beaudine era una leyenda en el golf profesional, y la madre de Ted, Francesca, fue una de las primeras y mejores entrevistadoras de famosos de la televisión. Los ricos y famosos se esparcían desde la terraza trasera de la casa club de estilo anterior a la guerra hasta el primer tee; políticos, estrellas de cine, atletas de élite del mundo del golf profesional, y un contingente de vecinos de diversas edades y grupos étnicos: los maestros y comerciantes, mecánicos y fontaneros, el barbero del pueblo y un motorista que daba mucho miedo.

Meg vio a Ted moverse entre la multitud. Era discreto y modesto, sin embargo, una invisible luz parecía seguirlo a todas partes. Lucy se quedó a su lado, prácticamente vibrando con la tensión cuando una persona tras otra los detuvo para charlar. A pesar de todo, Ted se mantuvo imperturbable, y aunque la habitación zumbaba con la charla feliz, Meg encontraba cada vez más difícil mantener una sonrisa en su cara. Él le parecía más un hombre ejecutando una misión cuidadosamente calculada que un novio enamorado en la víspera de su boda.

Acaba de finalizar una predecible conversación con un ex locutor de televisión sobre cómo ella no se parecía en nada a su increíblemente bella madre cuando Ted y Lucy aparecieron a su lado. -¿Qué te dije? -Lucy cogió su tercera copa de champán de un camarero que pasaba. -¿No es genial? -Sin reconocer el cumplido, Ted estudió a Meg a través de aquellos ojos que lo habían visto todo, incluso aunque él no pudiera haber viajado a la mitad de sitios que Meg había visitado.

Te llamas a ti misma ciudadana del mundo, sus ojos susurraban, pero eso sólo significa que no perteneces a ningún sitio.

Tenía que centrarse en situación de Lucy, no en la suya, y tenía que hacer algo rápidamente. ¿Y qué importaba si quedaba como una borde? Lucy estaba acostumbrada a la franqueza de Meg, y la buena opinión de Ted Beaudine no significaba nada para ella. Ella tocó el nudo de tela en su hombro. -Lucy también olvidó mencionar que eras el alcalde de Wynette… además de ser su santo patrón.

Él ni pareció ofenderse, sentirse alagado o desconcertado por el comentario de Meg. -Lucy exagera.

– No lo hago -, dijo Lucy. -Juro que la mujer junto a la vitrina de trofeos hizo una genuflexión cuando pasaste por allí.

Ted sonrió y Meg se quedó sin aliento. Esa sonrisa lenta le daba una apariencia infantil peligrosa que Meg no se tragó ni por un momento. Ella se arriesgó. -Lucy es mi mejor amiga, la hermana que siempre quise, pero ¿tienes idea de cuántos hábitos molestos tiene?

Lucy frunció el ceño, pero no trató de desviar la conversación, lo que lo decía todo.

– Sus defectos son pequeñas comparados con los míos -. Sus cejas eran más oscuras que su pelo, pero sus pestañas eran pálidas, con puntas de oro, como si hubieran sido sumergidas en las estrellas.

Meg fue más allá. -¿Exactamente cuáles serían esos defectos?

Lucy parecía tan interesada en su respuesta como la misma Meg.

– Puedo ser un poco ingenuo -, dijo. -Por ejemplo, me dejé enredar para ser el alcalde a pesar de que no quería serlo.

– Así que tú eres una persona que complace a la gente -. Meg no intentó hacerlo sonar como otra cosa que una acusación. Quizás podría confundirlo.

– No soy exactamente alguien que complace a la gente -, dijo suavemente. -Simplemente fui tomado por sorpresa cuando mi nombre salió en la votación. Debería habérmelo esperado.

– Eres una especie de persona complaciente -, dijo Lucy vacilante. -No puedo pensar en una sola persona a la que no le caigas bien.

Él le dio un beso en la nariz. Como si ella fuera su mascota. -Mientras te complazca a ti.

Meg dejó la frontera de la conversación cortés atrás. -Así que eres un ingenuo que complaces a la gente. ¿Qué más?

Ted no parpadeó. -Intento no ser aburrido, pero algunas veces me dejo llevar con temas que no siempre son de interés general.

– Nerd -, concluyó Meg.

– Exactamente -, dijo él.

Lucy permaneció leal. -No importa. Tú eres una persona muy interesante.

– Estoy contento de que pienses así.

Él bebió un sorbo de su cerveza, todavía dando una seria consideración a la rudeza de Meg. -Soy un cocinero terrible.

– ¡Eso es cierto! -Lucy lucía como si se hubiera tropezado con una mina de oro.

La alegría de ella le divertía, y una vez más esa sonrisa lenta reclamó su rostro. -No voy a dar clases de cocina, así que tendrás que vivir con ello.

Lucy parecía un poco soñadora, y Meg se dio cuenta que el auto-inventario de defectos de Ted sólo le estaba beneficiando, por lo que redirigió su ataque. -Lucy necesita un hombre que le deje ser ella misma.

– No creo que Lucy necesita un hombre que le permita ser cualquier cosa -, respondió en voz baja. -Ella es su propia persona.

Lo que demostraba lo poco que él comprendía a esta mujer con la que planeaba casarse. -Lucy no ha sido ella misma desde que tenía catorce años y conoció a sus futuros padres -, replicó Meg. -Es una rebelde. Ella nació para causar problemas, pero no agitará las cosas porque no quiere avergonzar a la gente que le importa. ¿Estás preparado para tratar con eso?

Él cortó por lo sano. -Parece que tienes algunas dudas sobre Lucy y yo.

Lucy confirmó cada una de las dudas de Meg al jugar con sus estúpidas perlas en vez de saltar a defender su decisión de casarse. Meg excavó más profundo. -Eres obviamente un tipo genial -. No pudo hacer que sonara como un cumplido. -¿Qué pasa si eres demasiado perfecto?

– Me temo que no estoy siguiendo.