Al día siguiente de acabar las piezas, se las puso y a la mañana siguiente un cuarteto femenino se fijaron en ellas. -Nunca he visto unos pendientes como esos -, dijo la única del grupo que bebía Pepsi Light.

– Gracias. Acabo de terminarlos -. Meg se los quitó de las orejas y se los tendió. -Las cuentas son corales de sherpas tibetanos. Bastantes antiguas. Me encanta la forma en que los colores se han desgastado.

– ¿Y ese collar? -preguntó otra mujer. -Es muy inusual.

– Es de marfil tallado chino -, dijo Meg, -por gente del sudeste asiático. Hace más de cien años.

– Imagina tener algo como eso. ¿Lo vendes?

– Dios, no había pensado en eso.

– Quiero esos pendientes -, dijo la Pepsi Light.

– ¿Cuánto por el collar? -preguntó otra golfista.

Y así estaba en el negocio.

A las mujeres les encantaba tener bonitas piezas de joyería que a la vez eran cosas históricas y, para el siguiente fin de semana, Meg ya había vendido otras tres piezas. Era escrupulosamente honesta sobre la autenticidad y adjuntaba una tarjeta con cada diseño que documentaba su procedencia. Indicaba que materiales eran genuinamente antiguos, cuales podrían ser copias y ajustaba los precios a concordancia.

Kayla oyó hablar sobre lo que estaba haciendo y encargó algunas piezas para su tienda de segunda mano. Las cosas estaban yendo casi demasiado bien.

Después de dos largas semanas fuera, Ted se presentó en la iglesia. Apenas había cruzado la puerta cuando se pusieron a quitarse uno a otro la ropa. Ninguno de los dos tuvo la paciencia para subir las escaleras hacia el caluroso coro. En su lugar, cayeron sobre el sofá que ella recientemente había rescatado del contenedor de la basura del club. Ted maldijo cuando se golpeó contra el brazo de mimbre, pero no le llevó mucho tiempo olvidarse de su malestar y centrar toda su capacidad intelectual en remediar los defectos de su técnica para hacer el amor.

Cuando terminaron, sonó tanto exprimido como un poco malhumorado. -¿Fue suficientemente bueno para ti?

– ¡Dios mío, sí!

– Maldita sea. ¡Cinco! Y no intentes negarlo.

– Deja de contar mis orgasmos.

– Soy ingeniero. Me gustan las estadísticas.

Ella sonrió y le dio un codazo. -Ayúdame a mover la cama arriba. Hace demasiado calor para dormir aquí.

No debería haber sacado el tema porque saltó del sofá. -Hace demasiado calor en cualquier parte de este sitio. Y eso no es una cama, es un maldito futón, lo que estaría bien si tuviéramos diecinueva años, pero no los tenemos.

Desconectó de la diatriba tan poco habitual de Ted para disfrutar de una vista sin restricciones de su cuerpo. -Por fin tengo muebles, así que deja de quejarte.

El vestuario de señoras había sido recientemente reformado y había podido hacerse con lo que habían desechado. Las piezas usadas de mimbre y las viejas lámparas quedaban bien en la iglesia, pero él no parecía impresionado. Un fragmento de recuerdo la distrajo de reconocimiento visual y se puso de pie. -Vi luces.

– Me alegra oírlo.

– No. Cuando estábamos… Cuando estabas sobre mí. Vi unos faros. Creo que alguien condujo hasta aquí.

– No escuché nada -. Pero se puso los pantalones cortos y salió fuera a mirar. Ella le siguió y sólo vio su coche y la camioneta de él.

– Si alguien estuvo aquí -, dijo él, -tuvo el buen sentido de irse.

La idea de que alguien podría haberlos visto juntos la inquietaba. Estaba haciendo creer que estaba enamorada de Ted. Pero no quería que nadie supiera que era algo más que una ilusión.


El sexo con un amante legendario no era tan satisfactorio como le gustaría, pero dos días después, vendió su pieza más cara, un colgante de cristal azul rumano que había envuelto con plata fina usando una técnica que había aprendido de un platero en Nepal. Su vida estaba yendo demasiado bien y casi se sintió aliviada la siguiente noche cuando descubrió que alguien había rayado con las llaves el Rustmobile.

El rayón era largo y profundo, desde el parachoques delantero hasta el maletero, pero considerando el mal estado del coche en general, difícilmente era una catástrofe. Luego un coche empezó a pitarle sin razón. No pudo entenderlo hasta que vio las vulgares pegatinas pegadas en su parachoques trasero.

No estoy Libre pero soy Barata.

La mitad de la gente apesta. Lo juro.

Ted la encontró en cunclillas en el aparcamiento de empleados, intentando despegar las repugnantes pegatinas. No quería gritar, pero no pudo evitarlo. -¿Por qué haría alguien esto?

– Porque se aburren. Déjame.

Su dulzura mientras la apartó casi la derritió. Ella cogió un pañuelo de su bolso y se sonó la nariz. -No es mi idea de una broma.

– Tampoco la mía -, respondió él.

Se dio la vuelta cuando él comenzó a despegar metódicamente las esquinas de la segunda pegatina. -La gente de este pueblo es mala -, dijo ella.

– Críos. Aunque eso no es excusa.

Ella cruzó los brazos sobre su pecho y se abrazó a sí misma. Los aspersores se encendieron en los jardines de flores. Se sonó la nariz por segunda vez.

– Hey, ¿estás llorando? -preguntó él.

No estaba llorando, pero estaba a punto. -No soy una llorona. Nunca he llorado. Nunca lo haré -. No había tenido mucho por lo que llorar hasta hacia unos pocos meses.

No debió creerla porque se levantó y puso le puso las manos en los hombros. -Has podido con Arlis Hoover y conmigo. Puedes con esto.

– Es tan… desagradable.

Él le froto el pelo con los labios. -Sólo dice algo sobre el crío que lo hizo.

– Tal vez no fue un crío. Aquí hay muchas personas a las que no les gusto.

– Cada vez menos -, dijo tranquilamente. -Te has mantenido firme ante todo el mundo y eso te ha hecho ganarte algo de respeto.

– Ni siquiera sé por qué me importa.

Su expresión era tan tierna que ella quería llorar. -Porque estás tratando de hacer algo por ti misma -, dijo él. -Sin la ayuda de nadie.

– Tú me ayudas.

– ¿Cómo? -Él dejó caer sus manos, una vez más frustrado con ella. -No me dejas hacer nada. Ni siquiera dejas que te lleve a cenar.

– Dejando a un lado el asunto de que Sunny Skipjack está loca por ti, no necesito que todo el mundo en este pueblo sepa que una pecadora como yo está congeniando con su santo alcalde.

– Estás siendo paranoica. La única razón por la que lo he dejado pasar es porque he estado fuera del pueblo el último par de semanas.

– Nada va a cambiar ahora que estás de vuelta.

Temporalmente dejó el tema y la invitó a una cena privada esa noche en su casa. Ella aceptó su oferta, pero en cuanto llegó a su casa, la arrastró escaleras arriba y comenzó con sus precisos y calculados juegos sexuales. Al final, él había satisfecho a cada una de las células de su cuerpo sin tocar ninguna parte de su alma. Exactamente como debía ser, se dijo a sí misma.

– Eres un mago -, dijo ella. -Has echado a perder al resto de hombres para mí.

Él echó hacia tras las sábanas, sacó vigorosamente las piernas por un lado de la cama y desapareció. Lo encontró en la cocina un poco más tarde. Ella se había puesto la camiseta negra que él se había dejado encima de las bragas, pero dejo el resto de su ropa enredada entre el edredón en el suelo de la habitación. Su oscuro pelo castaño tenía la forma de sus dedos, todavía tenía el torso desnudo, llevaba sólo un par de pantalones cortos. Sus boxers, como ella sabía, estaban enredados entre las sábanas.

Tenía una cerveza en la mano y una segunda cerveza esperaba por ella en la encimera. -No soy bueno en la cocina -, dijo él luciendo magnífico y malhumorado.

Apartó sus ojos de su pecho. -No lo creo. Eres bueno en todo.

Se quedó mirando descaradamente su entrepierna en un triste intento de compensar su decepción. -Y quiero decir en todo.

Él podía leer su mente y prácticamente se burló. -Si no estoy a la altura de tus estándares, me disculpo por ello.

– Tú estás delirando y yo hambrienta.

Él apoyó la cadera contra la pila, sin dejar de estar malhumorado. -Elige lo que quiera del congelador y quizás lo descongele.

Él nunca habría hablado a otra mujer tan hoscamente y ella se animó. Mientras se movía hacia la parte trasera de la encimera central, pensó en entrar en la subasta, pero como la publicidad nacional había elevado las ofertas por encima de los nueve mil dólares, no podía permitírselo.

La nevera de un hombre te dice mucho sobre él. Ella abrió la puerta y vio un estante de cristal brillante con leche orgánica, cerveza, queso, carne de sándwich y algunos envases con comida perfectamente etiquetados. Un vistazo al congelador reveló más envases, caros congelados orgánicos para cenar y helado de chocolate. Ella lo miró. -Esta es la nevera de una chica.

– ¿Tu nevera se parece a ésta?

– Bueno, no. Pero si fuera una mujer mejor la haría.

La esquina de su boca subió hacia arriba. -Lo sabes, ¿no?, que no soy una persona que limpie y haga la compra.

– Sé que Hayle te hace la compra y yo también quiero una asistente personal.

– No es mi asistente personal.

– No se lo digas a ella -. Ella sacó dos tappers etiquetados y fechados, carne y patatas dulces. Aunque ella no era una gran cocinera, era mucho mejor que cualquiera de sus padres gracias al ama de llaves, a quién los niños Koranda le habían asaltado la cocina.

Ella se inclinó sobre el cajón de la nevera buscando lechuga. La puerta principal se abrió y escuchó el ruido de tacones cruzando el suelo de bambú. Una punzada de inquietud la atravesó. Rápidamente se enderezó.

Francesca Day Beaudine entró en la habitación y abrió los brazos. -¡Teddy!

CAPÍTULO 14

La madre de Ted llevaba unos pantalones de pitillo negro y un sugerente corset negro que no debería quedarle tan bien a una mujer que se acercaba a los cincuenta. Su brillante pelo castaño no tenía ni una cana, así que o era muy afortunada o tenía un peluquero muy hábil. Unos diamantes brillaban en los lóbulos de sus orejas, en la base de su garganta y en sus dedos, pero nada le quedaba sobrecargado. Por el contrario, reflejaba la elegancia de una mujer hecha a sí misma que poseía belleza, poder y estilo personal. Una mujer que todavía no había visto a Meg mientras abrazaba el pecho desnudo de su amado hijo.

– ¡Te he echado de menos! -Parecía muy pequeña entre los brazos de su alta descendencia, era difícil de creer que pudiera haber dado a luz a ese hombre. -Llamé, de verdad, pero el timbre no funcionaba.

– Está desconectado. Estoy trabajando en una cerradura para la entrada que pueda leer las huellas dactilares -. Le devolvió el abrazo y luego la soltó. -¿Cómo fue tu entrevista a los heroicos policías?

– Estuvieron maravillosos. Todas mis entrevistas fueron bien, excepto por esa bestia de actor, cuyo nombre nunca volveré a pronunciar -. Ella levantó las manos. Y ahí es cuando vio a Meg.

Tenía que haber visto el Rustmobile aparcado fuera, pero el shock que agrandó sus ojos verdes de gato sugería que había asumido que el coche pertenecería a alguna persona del servicio o al más plebeyo del grupo de amigos poco ortodoxo de Ted. La apariencia desaliñada de Meg y Ted no dejaba dudas sobre lo que habían estado haciendo, y cada pelo de loca de ella.

– Mamá, estoy seguro que recuerdas a Meg.

Si Francesca hubiera sido un animal, se le hubiera erizado el pelo de la nuca. -Oh, sí.

Su enemistad le habría resultado cómica si Meg no hubiera tenido ganas de vomitar. -Señora Beaudine.

Francesca se apartó de Meg y se centró en su amado hijo. Meg estaba acostumbrada a ver enfado en los ojos de un padre, pero no podía soportar ver a Ted ser el receptor del mismo, y ella cortó a Francesca antes de que pudiera decir nada. -Me tiré encima de él al igual que cualquier mujer del universo. No pudo hacer nada. Estoy segura que lo ha visto al menos unas cien veces.

Tanto Francesca como Ted la miraron, Francesca con manifiesta hostilidad y Ted con incredulidad.

Meg intentó alargar la camiseta de Ted para que la cubriese más. -Lo siento Ted. Esto… uh… no volverá a ocurrir. Me… iré ahora mismo -. Excepto porque necesitaba las llaves del coche que estaban metidas en el bolsillo de sus shorts, y la única forma que podía recuperarlas era volviendo a la habitación de él.

– No vas a ningún sitio, Meg -, dijo calmadamente Ted. -Mamá, Meg no se ha tirado sobre mí. Apenas me aguanta. Y esto no es asunto tuyo.

Meg le dio con la mano. -Ted, no deberías hablarle así a tu madre.

– No intentes hacerle la pelota -, dijo él. -No hará ningún bien.

Pero hizo un último intento. -Fui yo -, le dijo a Francesca. -Soy una mala influencia.

– Ya basta -. Él gesticuló hacia los tappers de comida en la encimera. -Íbamos a cenar, mamá. ¿Por qué no te unes a nosotros?