– ¿Una cita ardiente?

– Incluso mejor. Voy a llamar para que pongan una cámara de vigilancia en la iglesia -. Su voz era casi dura. -Algo que habría hecho antes si me hubieras contado que ya habían entrado.

No era tan estúpida como para tratar de defenderse. En lugar de eso, envolvió sus brazos alrededor de él y lo tiró sobre el suelo de bambú. Después de todo lo que había ocurrido hoy, esta vez sería diferente. Esta vez él tocaría algo más que su cuerpo.

Se puso encima de él, cogiendo su cabeza entre sus manos y besándolo ferozmente. Él la besó con su acostumbrada habilidad. Despertándola con su ingenio embriagador. La dejó sudorosa, sin aliento y casi… pero no suficientemente… satisfecha.

CAPÍTULO 17

Meg no estaba acostumbrada al aire acondicionado y, tapándose sólo con la sábana, estaba pasando frío por la noche. Se acurrucó contra Ted y, cuando volvió a abrir los ojos, era por la mañana.

Rodó hacia su lado de la cama para observarlo. Era tan irresistible dormido como despierto. Tenía una cara encantadora de dormido, un poco plana por aquí, un poco puntiaguda por allí, y sus dedos se morían por tocarla. Estudió la marca de las camisetas en su bíceps. Ningún chico respetable y glamuroso del sur de California sería pillado con una marca de moreno como esa, pero él no le prestaba la mínima atención. Le besó la marca.

Él se dio la vuelta, llevándose consigo parte de la sábana, esparciendo la esencia almizcle de sus cuerpos dormidos. Ella se excitó al instante, pero tenía que estar en el club temprano y se forzó a levantarse de la cama. A estas alturas, todo el mundo se habría enterado de lo que había ocurrido en el almuerzo de ayer, y a nadie se le ocurriría culpar a Ted por el beso. Un día repleto de problemas se presentaba ante ella.


Estaba preparando el carrito para las golfistas del martes por la mañana cuando Torie salió del vestuario. Con el vaivén de su coleta marchaba hacia Meg y, con su habitual tacto, se puso a manos a la obra. -Obviamente, no puedes quedarte en la iglesia después de lo que ocurrió ayer, tan seguro como que no puedes quedarte con Ted, así que todos hemos decidido que lo mejor es que te traslades a la casa de invitados de Shelby. Viví allí entre mis dos desafortunados matrimonios. Es privada y cómoda, además, tiene su propia cocina, algo que no tendrías si te quedaras con Emma o conmigo -.Ella se encaminó a la tienda de golf, con su coleta brincando, y le dijo por encima del hombro, -Shelby te espera sobre las seis. Le molesta que la gente llegue tarde.

– ¡Espera! -Meg fue detrás de ella. -No me voy a trasladar a tu casa de la infancia.

Torie se puso una mano en la cadera, mirándola más seriamente de lo que Meg nunca la había visto. -No puedes quedarte con Ted.

Meg ya sabía eso, pero odiaba que le dieran órdenes. -Contrariamente a la creencia popular, nadie tiene voto en esto. Y voy a volver a la iglesia.

Torie resopló. -¿En serio te crees que te dejará hacerlo después de lo que pasó?

– Ted no me deja hacer algo -. Caminó de vuelta al carrito. -Agradécele a Shelby por su generosidad, pero tengo mis propios planes.

Torie fue detrás de ella. -Meg, no puedes mudarte con Ted. En serio, no puedes.

Meg fingió no escucharla y se marchó.


No estaba de humor para hacer joyas mientras esperaba a los clientes, así que sacó la copia de American Earth que había tomado prestada de Ted, pero ni siquiera las palabras de los ecologistas más astutos del país pudieron captar su atención. Dejó el libro a un lado cuando el primer cuarteto de mujeres apareció.

– Meg, escuchamos lo del asalto.

– Debe haber sido aterrador.

– ¿Quién crees que lo hizo?

– Apostaría que buscaban tus joyas.

Echó hielo en los vasos de cartón, sirvió las bebidas y respondió a sus preguntas lo más escuetamente que pudo. Sí, estaba asustada. No, no tenía ni idea de quién lo había hecho. Sí, tenía la intención de ser mucho más cuidadosa en el futuro.

Cuando llegó el siguiente cuarteto, escuchó más de lo mismo, pero todavía no se fiaba. Sólo cuando todas se fueron a jugar, se dio cuenta que ninguna de las ocho entrometidas mujeres había mencionado el beso de Ted en el almuerzo o su declaración sobre que él y Meg eran pareja.

No lo comprendía. No había nada que les gustara más a las mujeres de este pueblo que entrometerse en los asuntos de otras personas, especialmente en los de Ted, sin que la cortesía se lo impidiera. ¿Qué estaba pasando?

No junto todas las piezas hasta que el siguiente cuarteto empezó a tirar de sus carritos hasta el tee de salida. Justo entonces lo comprendió.

Ninguna de las mujeres con las que había hablado habían estado en el almuerzo, y no lo sabían. Las veinte invitadas que habían presenciado lo que había sucedido habían hecho un pacto de silencio.

Se volvió a dejar caer en el carrito e intentó imaginarse el zumbido en las líneas telefónicas anoche. Podía escuchar a las invitadas de Francesca jurando sobre su Biblia o, al menos, sobre el último número de la revista InStyle, no decir una palabra a nadie. Veinte chismosas de Wynette habían hecho voto de silencio. No podía durar, no bajo circunstancias normales. Pero, tal vez sí, cuando Ted estaba implicado.

Sirvió al siguiente grupo y, por supuesto, sólo le hablaron sobre el asalto sin mencionar a Ted. Pero eso cambió media hora después cuando el último grupo, un dúo, se detuvo. Tan pronto como vio a las mujeres bajarse del carrito, supo que esa conversación sería diferente. Ambas habían estado en el almuerzo. Ambas sabían lo que había ocurrido. Y ambas se acercaban con una mueca definitivamente hostil en sus rostros.

La más baja de las dos, de piel morena, a la que todo el mundo llamaba Cookie, fue directa al asunto. -Todas sabemos que tú estás detrás del asalto a la iglesia, y sabemos por qué lo hiciste.

Meg debería haberlo visto venir, pero no lo había hecho.

La mujer más alta tiró de sus guantes de golf. -Querías mudarte a su casa y él no quería, así que decidiste hacer algo para que fuera imposible que se negara. Destrozaste tu casa esa mañana antes de ir a trabajar a casa de Francesca.

– No podéis pensar eso en serio -, dijo Meg.

Cookie cogió un palo de su bolsa sin pedir su bebida habitual. -No piensas que puedes salirte con la tuya, ¿verdad?

Cuando se fueron, Meg caminó por el tee de salida durante un rato, luego se dejó caer en el banco de madera que estaba en el tee. No eran ni las once en punto y ya flotaban ondas de calor en el aire. Debería irse. Aquí no tenía futuro. No tenía amigos de verdad. Ni un trabajo que mereciera la pena. Pero de todos modos se había quedado. Se quedaba porque el hombre del que estúpidamente estaba enamorada, había puesto en peligro el futuro de este pueblo, por el cuál se preocupaba tanto, por hacer saber a todo el mundo lo importante que era ella para él.

Hacía caso a su corazón.

Su móvil comenzó a sonar no mucho después. La primera llamada era de Ted. -Oí que la mafia femenina del pueblo esta intentando que te vayas de mi casa -, dijo él. -No les hagas caso. Te vas a quedar conmigo, y espero que estés planeando hacer algo bueno para cenar -. Una larga pausa. -Yo me encargaré del postre.

La siguiente llamada fue de Spence, así que no respondió, pero él dejo un mensaje diciendo que volvería en dos días y que le enviaría una limusina para recogerla para ir a cenar. Luego Haley llamó a Meg pidiéndole que se reuniera con ella en la tienda de bocadillos en el descanso de las dos. Cuando Meg llegó allí, se encontró con una desagradable sorpresa en forma de Birdie Kittle sentada en frente de su hija en una de las mesas verdes de metal del bar.

Birdie llevaba un traje formal de punto color berenjena. Había puesto la chaqueta en el respaldo de la silla, revelando una camiseta de tirantes blanca y unos brazos regordetes y ligeramente pecosos. Haley no se había molestado en maquillarse, lo que habría mejorado su aspecto si no hubiera estado tan pálida y tensa. Saltó de la mesa como un gato. -Mamá tiene algo que decirte.

Meg no quería oír nada de lo que Birdie Kittle tuviera que decir, pero ocupó la silla vacía entre ellas. -¿Cómo te sientes? -le preguntó a Haley. -Espero que mejor que ayer.

– Estoy bien -. Haley se volvió a sentar y cogió una galleta con trocitos de chocolate de una caja de cartón frente a ella. Meg recordó la conversación que había escuchado en el almuerzo.

– Haley estuvo otra vez con Kyle Bascom anoche -, había dicho Birdie. -Lo juro por Dios, si está embarazada…

La semana pasada, Meg había visto a Haley en el aparcamiento con un chico desgarbado de su edad, pero cuando lo había mencionado, Haley había estado evasiva.

Ella rompió un trozo de galleta. Meg había intentado vender esas mismas galletas en el carrito de bebidas, pero las virutas se derretían. -Adelante, mamá -, dijo Haley. -Pregúntale.

Birdie frunció la boca y su pulsera de oro chocó contra el borde de la mesa. -Escuché lo del asalto a la iglesia.

– Sí, parece que todo el mundo lo ha hecho.

Birdie quitó la envoltura a la pajita y la metió en su bebida. -Hablé con Shelby hace un par de horas. Fue amable de su parte invitarte a su casa. Ya sabes, no tenía por qué hacerlo.

Meg mantuvo su respuesta en un tono neutral. -Me doy cuenta de eso.

Birdie removió el hielo con la pajita. -Como parece que no estás dispuesta a quedarte allí, Haley pensó…

– ¡Mamá! -Haley le lanzó una mirada asesina.

– Bueno, pardon [28]. Yo pensé que podrías estar más a gusto en el hotel. Está más cerca del club que la casa de Shelby, así que no tendrías que conducir tanto para venir a trabajar y ahora mismo tengo habitaciones libres -. Birdie pinchó tan fuerte la parte inferior de la taza de cartón que le hizo un agujero. -Puedes quedarte en la habitación Jasmine, enhorabuena. Hay una cocina, que puede que recuerdes de todas las veces que la limpiaste.

– ¡Mamá! -El color inundó la pálida cara de Haley. Había algo frenético en ella que preocupaba a Meg. -Mamá quiere que te quedes allí. No sólo yo.

Meg lo dudaba mucho, pero significaba mucho para ella que Haley valorara tanto su amistad como para enfrentarse a su madre. Cogió un trozo de galleta que Haley no se había comido. -Apreció la oferta, pero ya tengo planes.

– ¿Qué planes? -dijo Haley.

– Voy a volver a la iglesia.

– Ted nunca dejará que hagas eso -, dijo Birdie.

– Ha cambiado las cerraduras y yo quiero volver a mi casa -. No mencionó la cámara de seguridad que él tenía intención de terminar de instalar hoy. Contra menos gente lo supiese, mejor.

– Sí, bueno, no siempre podemos conseguir lo que queremos -, dijo Birdie rememorando a Mick Jagger. -¿Estás pensando en alguien más a parte de ti misma?

– ¡Mamá! Es bueno que vuelva a la iglesia. ¿Por qué tienes que ser tan negativa?

– Lo siento, Haley, pero te niegas a reconocer todo el lío que Meg ha provocado. Ayer, en casa de Francesca… No estuviste allí, por lo que es posible que…

– No estoy sorda. Te escuché al teléfono con Shelby.

Aparentemente el código de silencio tenía algunos fallos.

Birdie casi tiró su bebida cuando se levantó de la silla. -Todos estamos intentando hacer lo que podemos para arreglar tus desastres, Meg Koranda, pero no podemos hacerlo todo. Necesitamos un poco de colaboración -. Cogió su chaqueta y se fue, con su pelo pelirrojo ardiendo bajo el sol.

Haley migó su galleta dentro de la caja de cartón. -Creo que deberías volver a la iglesia.

– Parece que eres la única -. Mientras Haley miraba a lo lejos, Meg la observó con preocupación. -Obviamente, no me las estoy apañando muy bien con mis propios problemas, pero sé que algo te preocupa. Si quieres hablar, estaré aquí para escucharte.

– No tengo nada sobre lo que hablar. Tengo que volver al trabajo -. Haley cogió el refresco que había dejado su madre y las migas de la galleta, y regresó a la tienda de bocadillos.

Meg se dirigió al edificio principal para recoger el carrito de bebidas. Lo había dejado cerca de la fuente de agua potable y, justo cuando llegaba allí, una figura muy familiar y muy desagradable se acercaba por la esquina del edificio. Su vestido veraniego de diseño y sus zapatos de tacón Louboutin sugerían que no había ido a jugar un partido de golf. En lugar de eso, se dirigía con paso decidido hacia Meg, sus tacones sonaron tap-tap-tap sobre el asfalto para, a continuación, quedarse en silencio al pisar el césped.

Meg resistió la urgencia de hacer la señal de la cruz, pero cuando Francesca se detuvo frente a ella, no pudo reprimir un gemido. -No diga lo que creo que va a decir.

– Sí, bueno, a mí tampoco me hace mucha gracia todo esto -. Con un rápido movimiento de su mano se puso sus gafas de sol Cavalli en la cabeza, revelando esos luminosos ojos verdes, con sombra de ojos bronce y rimel oscuro cubriendo sus pestañas ya de por sí gruesas. El poco maquillaje con el que Meg había comenzado el día hacia horas que lo había sudado, y mientras que Francesca olía a Quelques Fleurs, Meg olía a cerveza.