Miró a la diminuta madre de Ted. -¿Podría, por lo menos, darme un arma primero para que me dispare a mí misma?
– No seas tonta -, replicó Francesca. -Si tuviera un arma, ya la habría usado contigo -. Ella le dio un manotazo a una mosca que tuvo la audacia de zumbar cerca de su exquisito rostro. -Nuestra casa de invitados está separada de la casa principal. Tendrías privacidad.
– ¿También tengo que llamarte mamá?
– Buen Dios, no -. Algo sucedió con la esquina de su boca. ¿Una mueca? ¿Una sonrisa? Imposible de decir. -Llámame Francesca como el resto.
– Vale -. Meg metió los dedos en su bolsillo. -Sólo por curiosidad, ¿alguien en este pueblo es remotamente capaz de meterse en sus propios asuntos?
– No. Y esa es la razón por la que desde el principio insistí para que Dallie y yo siguiéramos teniendo una casa en Manhattan. ¿Sabías que la primera vez que Ted vino a Wynette tenía nueve años? ¿Puedes imaginarte cuantas de las peculiaridades locales se le habrían pegado si hubiera vivido aquí desde que nació?
Ella exhaló. -No lo quiero ni pensar.
– Aprecio tu oferta, al igual que apreció las ofertas de Shelby y Birdie Kittle, pero, por favor, ¿podrías informar a tu aquelarre que voy a volver a la iglesia?
– Ted nunca lo permitirá.
– Ted no tiene voto en esto -, espetó Meg.
Francesca mostró un pequeño gesto de satisfacción. -Estás demostrando que no conoces tan bien a mi hijo como tú te crees. La casa de invitados tiene la puerta abierta y la nevera está llena. Ni siquiera tendrás que verme -. Y se fue.
Cruzó la hierba.
Luego la zona del asfalto.
Tap… tap… Tap… tap… Tap… tap…
Meg repasaba su miserable día mientras salía del aparcamiento de empleados esa tarde noche y conducía por el camino de acceso a la carretera. No tenía intención de trasladarse a la casa de invitados de Francesca, o a la de Shelby Traveler o al hotel Wynette Country. Pero tampoco se iba a mudar con Ted. Por más enfadada que estuviera con las entrometidas mujeres de este pueblo, no iba tocarles las narices. No importaba lo molestas, entrometidas y criticonas que fueran, creían que estaban haciendo lo correcto. A diferencia de tantos otros estadounidenses, los habitantes de Wynette, Texas, no comprendían el concepto de la apatía ciudadana. También tenían a la realidad de su lado. No podía vivir con Ted mientras los Skipjacks estuvieran por allí.
De la nada, algo voló hacia el coche. Gritó y pisó el freno, pero fue demasiado tarde. Una roca se estrelló contra su parabrisas. Vio algo de movimiento entre los árboles, apartó el coche a un lado y salió. Se resbaló un poco con la grava suelta pero recuperó el equilibrio y corrió hacia el bosquecillo de árboles que lindaba con la carretera.
Las ramas se engancharon en sus pantalones cortos y rozaron sus piernas cuando se metió en la maleza. Vio otro destello de movimiento, pero ni siquiera podía decir si se trataba de una persona. Sólo sabía que alguien la había vuelto a atacar, y estaba harta de ser una víctima.
Se adentró más en el bosque, pero no estaba segura de que camino seguir. Se paró para escuchar, pero no oyó nada excepto el sonido de su propia respiración. Al cabo del tiempo se dio por vencida. Quien quiera que le hubiera tirada la roca se había ido.
Todavía estaba temblando cuando regresó al coche. Una tela de araña de cristal resquebrajado se extendía en el centro de la luna, pero si estiraba el cuello lo suficiente podía ver para conducir.
Cuando llegó a la iglesia, su enfado había remitido. Lo que más deseaba era ver la furgoneta de Ted aparcada en la entrada, pero no estaba allí. Intentó usar su llave para entrar, pero la cerradura había sido cambiada, tal como esperaba. Volvió a bajar las escaleras y miró debajo de la rana de piedra, incluso sabiendo mientras la levantaba que no le habría dejado una nueva llave. Siguió caminando alrededor hasta que encontró una cámara de seguridad instalada en un nogal que alguna vez había servido para resguardar a los fieles cuando venían al servicio religioso.
Agitó los brazos. -¡Theodore Beaudine, si no vienes ahora mismo y me dejas entrar, voy a romper una ventana! -Se dejó caer en el último escalón para esperar, luego se volvió a levantar y cruzó el cementerio hacia el arroyo.
Su zona de natación la esperaba. Se desnudó, dejándose puesto el sujetador y las bragas, y se metió. El agua, fresca y acogedora, se cernió sobre su cabeza. Nadó hasta el fondo rocoso, se impulsó y volvió a la superficie. Se sumergió de nuevo, esperando que el agua se llevara consigo ese día horrible. Cuando finalmente tuvo frío, metió los pies mojados en las zapatillas, agarró la ropa sucia del trabajo y se dirigió de vuelta a la iglesia con la ropa interior mojada. Pero cuando salió de entre los árboles, se paró de golpe.
El gran Dallas Beaudine estaba sentado en una lápida de granito negro, y su fiel caddy, Skeet Cooper, estaba de pie a su lado.
Maldiciendo en voz baja, volvió a meterse entre los árboles y se puso los pantalones cortos y el sudado polo. Enfrentarse al padre de Ted era algo completamente diferente a tratar con las mujeres. Se pasó los dedos por el pelo mojado, se dijo a sí misma que no mostrase miedo y se acercó al cementerio. -¿Inspeccionando tu futuro lugar de descanso?
– No está tan próximo -, dijo Dallie. Él descansaba cómodamente en la piedra marcada, sus largas piernas cubiertas por vaqueros estiradas hacia delante, los rayos de luz jugaban con las hebras plateadas de su cabello rubio oscuro. Incluso con cincuenta y cinco años, era un hombre guapo, lo que evidenciaba todavía más la fealdad de la piel de Skeet.
Se le resbalaban los pies por las zapatillas mientras se acercaba. -Podría ser peor que este sitio.
– Supongo -. Dallie cruzó sus tobillos. -Los inspectores llegaron un día antes y Ted tuvo que ir al vertedero con ellos. El acuerdo sobre el resort podría llevarse a cabo después de todo. Le dijimos que te ayudaríamos a trasladar tus cosas a su casa.
– He decidido quedarme aquí.
Dallie asintió con la cabeza, como si se lo estuviera pensado. -No parece muy seguro.
– Colocó una cámara de seguridad.
Dallie asintió de nuevo. -La verdad es que Skeet y yo acabamos de trasladar tus cosas.
– ¡No teníais derecho!
– Cuestión de opiniones -. Dallie volvió su rostro hacia la brisa, como si estuviera comprobando la dirección del viento antes de realizar su siguiente golpe de golf. -Te vas a quedar con Skeet.
– ¿Con Skeet?
– No habla mucho. Supuse que preferirías quedarte con él que tener que lidiar con mi esposa. No me gusta cuando está enfadada, y te puedo asegurar que tú la enfadas.
– Se enfada por un montón de malditas cosas -. Skeet se cambió de posición el palillo de su boca. -Tampoco hay mucho que puedas hacer para hacerla cambiar de opinión, Francie es Francie.
– Con el debido respeto… -Meg sonó como un abogado, pero la tranquila seguridad de Dallie la ponía nerviosa de una forma que ninguna mujer conseguía. -No quiero vivir con Skeet.
– No veo por qué no -. Skeet cambió de posición su palillo. -Tendrás tu propia televisión y nadie te molestará. Sin embargo, me gusta tener mi casa limpia.
Dallie se levantó de la tumba. -Puedes seguirnos o Skeet conducirá tu coche y tú puedes venir conmigo.
Su firme mirada testificaba que la decisión estaba tomada y nada de lo que dijera iba a cambiarla. Sopesó sus opciones. Claramente, regresar a la iglesia ahora mismo no era una opción. No iba a mudarse con Ted. Si él no comprendía por qué, ella sí. Eso la dejaba con la casa de Shelby y Warren Traveler, el hotel y la casa de invitados de Francesca o quedarse con Skeet Cooper.
Con su grisáceo rostro tostado por el sol y la coleta a lo Wilie Nelson cayendo entre sus omoplatos, Skeet se parecía más a un vagabundo que a un hombre que había ganado un par de millones de dólares como el caddie de una leyenda del golf. Junto su destrozado orgullo y lo miró con altanería. -No le presto mi ropa a mis compañeros de cuarto, pero disfruto de una pequeña fiesta-spa los viernes por la noche. Manicura y pedicura. Tú me la haces. Yo te la haré. Ese tipo de cosas.
Skeet cambió su palillo de lado y miró a Dallie. -Parece que volvemos al pasado.
– Eso parece -. Dallie sacó las llaves de su coche del bolsillo. -Aunque es demasiado pronto para decirlo.
No tenía ni idea de lo que estaban hablando. Ellos se adelantaron y ella escuchó a Skeet reírse. -¿Recuerdas aquella noche que casi dejamos que Francie se ahogara en la piscina?
– Era tentador -, respondió el amante esposo de Francie.
– Menos mal que no lo hicimos.
– El señor trabaja de maneras misteriosas.
Skeet tiró su palillo en la maleza. -Parece que está trabajando horas extras estos días.
Había visto la pequeña casa estilo rancho de Skeet cuando exploró por primera vez el complejo Beaudine. Ventanas dobles flanqueaban la puerta principal de un color marrón indescriptible. Una bandera americana, el único rasgo decorativo, colgaba con indiferencia de un mátil cerca del camino de entrada.
– Intentamos no liar demasiado tus cosas cuando las trasladamos -, dijo Dallie mientras le sostenía la puerta abierta para que pasara.
– Muy considerado -. Entró en una sala de estar, inmaculadamente limpia, que estaba pintada en una versión más clara del color marrón de la puerta principal y dominada por un par de butacas reclinables marrones de alta gama, excepcionalmente feas, que estaban colocadas hacia una televisión de pantalla plana enorme. En el centro de ella colgaba un sombrero multicolor. El único verdadero toque estético de la habitación era una hermosa alfombra color tierra muy similar a la del despacho de Francesca, una alfombra que, Meg sospechaba, no había elegido Skeet.
Él cogió el mando y puso el canal de golf. La amplia zona en frente de la puerta principal revelaba una parte de un pasillo y una cocina totalmente equipada con muebles de madera, encimeras en blanco y un conjunto de recipientes de cerámica con forma de casas inglesas. Una pequeña televisión de plasma colgaba encima de una mesa redonda con cuatro sillas giratorias.
Siguió a Dallie por el pasillo. -La habitación de Skeet está al final -, dijo él. -Ronca como un loco, así que deberías comprarte unos tapones.
– Esto cada vez se pone mejor, ¿no?
– Temporalmente. Hasta que las cosas se calmen.
Quería preguntarle cuando esperaba exactamente que ocurriera eso, pero se lo pensó mejor. La llevó a una habitación con pocos muebles y todos los que había eran de estilo Early American: una cama de matrimonio con una colcha con estampado geométrico, una cómoda, una silla tapizada y otra televisión de pantalla plana. La habitación estaba pintada en el mismo marrón que el resto de la casa, y su maleta, junto con unas cajas de embalaje, estaban en el suelo de baldosa. Con las puertas del armario abiertas, pudo ver su ropa colgando de unas perchas de madera y sus zapatos pulcramente alineados debajo.
Francie le ha ofrecido más de una vez decorarle la casa -, dijo Dallie, -pero a Skeet le gusta mantener las cosas simples. Tienes tu propio baño.
– Viva.
– La oficina de Skeet están en la habitación de al lado. Por lo que yo sé, no la usa absolutamente para nada, así que puedes colocar tus cosas de las joyas allí. No se dará cuenta, a menos que pierdas el mando que siempre deja encima de la mesa.
La puerta principal se abrió de golpe, ni siquiera el canal de golf pudo ocultar el sonido de pasos furiosos que siguieron a los bramidos exigentes del hijo predilecto de Wynette. -¿Dónde está?
Dallie miró hacia el pasillo. -Le dije a Francie que deberíamos habernos quedado en Nueva York.
CAPÍTULO 18
Skeet subió el volumen como respuesta a la intrusión de Ted. Meg se recompuso y asomó la cabeza a la sala de estar. -Sorpresa.
La gorra de béisbol de Ted le tapaba los ojos, pero la rigidez de su mandíbula anunciaba tormenta. -¿Qué estás haciendo aquí?
Hizo un gran gesto hacia el sillón reclinable. -Me he echado un nuevo amante. Siento que hayas tenido que enterarte de esta forma.
– Están echando el Golf Central -, gruño Skeet, -y no puedo oír una mierda.
Dallie salió por el pasillo detrás de ella. -Eso es porque te estás quedando sordo. Llevo diciéndote durante meses que te compres unos malditos audífonos. Hola, hijo. ¿Cómo te fue en el vertedero?
Las manos de Ted se apoyaron agresivamente en sus caderas. -¿Qué está haciendo ella aquí? Se suponía que iba a quedarse conmigo.
Dallie enfocó su atención en ella, sus ojos azules tan claros como el cielo azul de Texas. -Te dije que esto no le gustaría, Meg. La próxima vez tienes que hacerme caso -. Él sacudió la cabeza con tristeza. – Intenté convencerla por todos lo medios, hijo, pero Meg tiene su propia forma de pensar.
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