Él, de entre toda la gente, debería saber que el amor no es ordenado y racional. ¿No había superado el ilógico y pasional amor de sus padres la decepción, la separación y la terquedad durante más de tres décadas? Ese tipo de profundo amor es lo que él sentía por Meg, el amor complicado, perturbador e irresistible que se había negado a admitir que faltaba en su relación con Lucy. Él y Lucy habían encajado perfectamente en su mente. En su mente… pero no en su corazón. Nunca le debería haber llevado tanto tiempo darse cuenta.
Apretó los dientes por la frustración cuando se metió en el tráfico de L.A. Meg era una criatura pasional e impulsiva, y no la había visto durante un mes. ¿Qué pasaría si el tiempo y la distancia la habían convencido de que se merecía algo mejor que un estúpido tejano que no se conocía a sí mismo?
No podía pensar así. No podía permitirse considerar que haría si ella se había hartado de estar enamorada de él. Si tan sólo no hubiera dado de baja el teléfono. ¿Y qué pasaba con lo subirse a los aviones y volar a los lugares más recónditos del planeta? Él quería que se quedara aquí, pero Meg no era así.
Era primera hora de la tarde cuando llegó a la propiedad de los Koranda en Brentwood. Se preguntó si sabrían que Meg no fue a San Francisco. Aunque no podía estar seguro de que fueron ellos los que hicieron la oferta ganadora de la subasta, ¿quién más lo haría? La ironía no se le escapaba. A los padres de cualquier chica lo que más les gustaba de él era su estabilidad, pero nunca se había sentido menos estable en su vida.
Se identificó ante el interfono. Mientras las puertas se abrían, recordó que no se había duchado en dos días. Debería haberse detenido primero en un hotel para asearse. Su ropa estaba arrugada, su ojos inyectados en sangre y estaba sudado, pero no iba a darse media vuelta ahora.
Aparcó el coche al lado de una casa de estilo inglés Tudor, que era la casa principal de los Koranda en California. En el mejor de los casos, Meg estaría aquí. En el peor… No pensaría en las peores alternativas. Los Koranda eran sus aliados, no sus enemigos. Si no estaba aquí, ellos le ayudarían a encontrarla.
Pero la fría hostilidad que exhibió Fleur Koranda cuando le abrió la puerta principal no hizo nada por reforzar su debilitada confianza. -¿Sí?
Eso fue todo. Ni una sonrisa. Ni un apretón de manos. Definitivamente no un abrazo. Independientemente de la edad, las mujeres tendían a batear los ojos cuando lo miraban. Había pasado tantas veces que apenas se daba cuenta, pero no estaba pasando ahora, y la novedad lo extrañó. -Necesito ver a Meg -, dijo él y, luego, estúpidamente, -no hemos sido formalmente presentados. Soy Ted Beaudine.
– Ah, sí. El señor Irresistible.
No lo dijo como un cumplido.
– ¿Está Meg aquí? -preguntó él.
Fleur Koranda se veía para él como lo había hecho su propia madre para Meg. Fleur era una hermosa amazona de uno ochenta con las mismas cejas estrechas que tenía Meg, pero sin los rasgos de Meg. -La última vez que te vi -, dijo Fleur -, estabas peleándote por los suelos, intentando arrancarle la cabeza a un hombre.
Si Meg tuvo agallas para enfrentarse a su madre, él se enfrentaría a la suya. -Sí, señora. Y lo volvería a hacer. Ahora le agradecería si me dijera dónde puedo encontrarla.
– ¿Por qué?
Si a las madres le das una mano, te cojen el brazo. -Eso es algo entre ella y yo.
– No exactamente -. La profunda voz pertenecía al padre de Meg, quién apareció por encima del hombro de su esposa. -Déjalo entrar, Fleur.
Ted asintió, dando un paso en el gran vestíbulo de la entrada, y siguiéndolos hasta una sala de estar ya ocupada por dos jóvenes altos con el pelo castaño de Meg. Uno sentado en la chimenea con un tobillo sobre la rodilla y tocando la guitarra. El otro tecleando un ordenador. Sólo podían ser los hermanos gemelos de Meg. El del portátil, el Rolex y los zapatos italianos tenía que ser Dylan, el genio de las finanzas, mientras que Clay, el actor de Nueva York que estaba tocando la guitarra, tenía el pelo más tosco, los pantalones rotos y estaba descalzo. Los dos eran excepcionalmente bien parecidos y le recordaban a un ídolo de películas antiguas, pero no podía recordar ahora mismo a cuál. Ninguno se parecía a Meg, quién se parecía a su padre. Y tampoco parecían ser mucho más agradables que los Koranda mayores. O bien sabían que Meg no se había presentado en San Francisco o él se había equivocado desde el principio y no le habían dejado el dinero para la subasta. De cualquier forma los necesitaba.
Jake hizo una superficial presentación. Ambos hermanos, se levantaron de sus asientos, pero no para darle la mano sino para estar a su nivel. -Así que este es el gran Ted Beaudine -, dijo Clay con un acento casi idéntico al que su padre usaba en el cine.
Dylan parecía que había detectado algo hostil. -No está dentro de los gustos de mi hermana.
Había sido mucho esperar tener esperanzas de cooperación. Aunque Ted no estaba acostumbrado a tratar con la animosidad, estaba malditamente seguro que no iba a echarse atrás, y cortó las miradas de los dos hermanos. -Estoy buscando a Meg.
– Supongo que no se presentó en tu fiesta de San Francisco -, dijo Dylan. -Debe haber sido un duro golpe para tu ego.
– Mi ego no tiene nada que ver en esto -, respondió Ted. -Necesito hablar con ella.
Clay pasó los dedos por el cuello de su guitarra. -Ya, pero pasa una cosa, Beaudine… si me hermana quisiera hablar contigo, ya lo habría hecho.
En el ambiente crujía una atmósfera de mala voluntad que reconoció como el mismo tipo de antagonismo que Meg había tenido que soportar cada día en Wynette. -Eso no es necesariamente cierto -, dijo él.
El pelo rubio de la bella mamá oso se erizó. -Tuviste tu oportunidad, Ted, y según tengo entendido, la cagaste.
– A lo grande -, dijo papá oso. -Pero si nos dejas un mensaje, nos aseguraremos de hacérselo llegar.
Ted disfrutaría sacándole las tripas a cualquiera de ellos. -Con el debido respeto, señor Koranda, lo que le tengo que decir a Meg es algo entre nosotros.
Jake se encogió de hombros. -Buena suerte entonces.
Clay dejó su guitarra y se alejó de su hermano. Parecía que algo de su hostilidad se había desvanecido y estaba considerando a Ted con algo parecido a la simpatía. -Ya que nadie más te lo va a decir, yo lo haré. Salió del país. Meg está de nuevo de viaje -. El estómago de Ted se revolvió. Esto era exactamente lo que había temido.
– No hay problema -, se escuchó decir a sí mismo. -Estaré más que feliz de coger un avión.
Dylan no mostró la actitud simpática de su hermano. -Para un tipo que se supone que es un genio, eres un poco lento pillando las cosas. No te vamos a decir una maldita cosa.
– Somos una familia -, dijo papá oso. -Puede que tú no comprendas lo que es eso, pero nosotros sí.
Ted lo comprendía perfectamente. Estos guapos Koranda se habían unido contra él, al igual que su amigos lo habían hecho contra Meg. La falta de sueño, la frustración y su disgusto consigo mismo teñido de pánico le hizo contraatacar. -Estoy un poco confuso. ¿Sois la misma familia que se desentendió de ella durante cuatro meses?
Los había pillado. Pudo ver la culpabilidad en sus ojos. Hasta ese preciso momento nunca había sospechado que tuviera un carácter rencoroso, pero una persona aprende algo nuevo sobre ella misma cada día.
– Apuesto a que Meg nunca os dijo todo lo que tuvo que pasar.
– Estuvimos en contacto todo el tiempo -. Los rígidos labios de su madre apenas se movieron.
– ¿Ah, sí? Entonces sabréis cómo estuvo viviendo -. No le importaba ni un comino que lo que estaba a punto de hacer fuera injusto. -Estoy seguro que sabéis que se vio forzada a fregar retretes para poder comer. Y os debe haber dicho que tuvo que dormir en su coche. ¿No mencionó que apenas evitó ir a la cárcel por cargos de impago? -No les iba a decir quién fue el responsable de que eso casi ocurriera. -Terminó viviendo en una construcción abandonada sin muebles. Y ¿sabéis lo caluroso que es el verano de Texas? Para refrescarse nadaba en un arroyo infectado de serpientes -. Podía sentir como la culpa les salía por los poros, y siguió. -No tenía amigos y el pueblo estaba lleno de enemigos, así que perdonarme si no me impresiono por vuestra forma de protegerla.
A sus padres se habían puesto pálidos, sus hermanos no lo miraban y eso le dijo que se detuviera aunque las palabras siguieron saliendo. -Si no queréis decirme donde está, podéis iros al infierno. Yo mismo la encontraré.
Salió de la casa, impulsado por la rabia, una emoción nueva para él que apenas reconocía. Sin embargo, cuando quiso llegar a su coche se arrepintió de lo que había hecho. Esta era la familia de la mujer que amaba e incluso ella creía que hacían lo correcto cuando la dejaron por su cuenta. No había logrado nada excepto dar riendo suelta a su ira con la gente equivocada. ¿Cómo demonios se suponía que iba a encontrarla ahora?
Pasó los siguientes días luchando contra la desesperación. La búsqueda en Internet no le dio ninguna pista sobre el paradero de Meg y las personas más propensas a tener información se negaban a hablar con él. Podía estar en cualquier sitio y, teniendo que buscar por todo el mundo, no sabía por donde empezar.
Una vez que fue obvio que los Koranda no habían sido los que dieron el dinero para ganar la subasta, la identidad de la casamentera debería haberle quedado claro inmediatamente, pero tardó un poco en darse cuenta. Cuando finalmente puso todas las piezas juntas, asaltó la casa de sus padres y fue directo a la oficina de su madre.
– ¡Hiciste su vida un infierno! -exclamó casi sin poder contenerse.
Ella intentó quitarle peso con un movimiento de sus dedos. -Una exageración horrible.
Se sentía bien tener un objetivo para su ira. -Hiciste su vida un infierno y, luego de repente, sin previo aviso, ¿te conviertes en su mayor defensora?
Lo miró con la dignidad herida, su truco preferido cuando se sentía acorralada. -Estoy segura que has leído a Joseph Campbell. En cualquier viaje mítico, la heroína tiene que pasar una serie de duras pruebas antes de ser lo suficientemente digna para ganar la mano del príncipe.
Su padre resopló entrando en la habitación.
Ted salió de la casa, temiendo que su ira volviera a estallar. Quería subirse a un avión, enterrarse en el trabajo, ser otra vez esa persona que vivía tan agradablemente. En lugar de eso, codujo hasta la iglesia y se sentó a la orilla del agujero donde Meg nadaba. Imaginó lo disgustada que estaría si pudiera verlo así, si pudiera ver lo que había pasado en el pueblo. Con la silla de la oficina del alcalde vacía, las facturas sin ser pagadas y los problemas sin ser resueltos. Nadie podía autorizar las reparaciones finales de la biblioteca que su madre había hecho posible. Le había fallado al pueblo. Le había fallado a Meg. Se había fallado a sí mismo.
Ella odiaría la forma en que se había apartado de los demás e, incluso en su imaginación, no le gustaba decepcionarla más de lo que ya había hecho. Condujo hacia el pueblo, aparcó su camioneta y se obligó a atravesar la puerta del ayuntamiento.
Tan pronto como entró, todo el mundo fue hacia él. Levantó la mano, miró a cada uno de ellos, y se encerró en su oficina.
Permaneció todo el día allí, negándose a responder al teléfono o a los repetidos golpes en su puerta mientras leía los papeles de su mesa, estudiaba los presupuestos del pueblo o contemplaba el resort de golf bocoiteado. Durante semanas, una idea había estado intentando salir a la superficie de su mente pero se había visto marchitar en la tierra baldía de su culpa, ira y miseria. Ahora, en vez de regodearse en la espantosa escena del vertedero, aplicó la lógica fría y dura a la que estaba acostumbrado.
Pasó un día, luego otro. Comida casera empezó a apilarse en la puerta de su oficina. Torie gritó desde el otro lado de la puerta, intentando intimidarlo para que fuera al Roustabout. Lady E dejó la obra completa de David McCullough en el asiento del pasajero de su camioneta, aunque no tenía ni idea de por qué lo hizo. Los ignoró a todos y, después de tres días, tenía un plan. Uno que haría su vida infinitamente más complicada pero, no obstante, un plan. Emergió de su aislamiento y comenzó a hacer llamadas telefónicas.
Pasaron otros tres días. Encontró un buen abogado e hizo más llamadas telefónicas. Por desgracia, nadie le resolvió su mayor problema o encontró a Meg. Su desaparición lo carcomía. ¿Dónde demonios se había ido?
Como sus padres seguían evitando sus llamadas, hizo que Lady E y Torie lo intentaran. Pero los Koranda no se cedieron. Se la imaginó enferma de disentería en la jungla de Camboya o muriéndose de frío subiendo el K2. Sus nervios estaban a flor de piel. No podía dormir. Apenas podía comer. Perdió el hilo en la primera reunión que convocó.
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