Kenny apareció en su casa una tarde con una pizza. -Estoy empezando a preocuparme. Es hora que vuelvas a ser tú mismo.

– Mira quién fue hablar -, replicó Ted. -Te volviste loco cuando Lady E desapareció.

Kenny alegó haber perdido la memoria.

Esa noche Ted se encontró, una vez más, tumbado en su cama sin poder dormir. Qué ironía que Meg lo llamara señor Frío. Mientras miraba el techo, se la imaginó corneada por un toro o mordida por una cobra, pero cuando empezó a imaginársela siendo violada por una panda de guerrilleros, ya no lo soportó más. Se levantó de la cama, subió a su camioneta y condujo hacia el vertedero.

La noche era fría y silenciosa. Dejó los faros encendidos y se quedó de pie entre ellos mientras mirada hacia la tierra vacía y contaminada. Kenny tenía razón. Tenía que volver a ser él mismo. Pero, ¿cómo podía hacerlo? No estaba más cerca de encontrarla que al principio y su vida se había desmoronado.

Tal vez la desolación, o la quietud, o la tierra oscura y vacía tan llena de promesas baldías. Por alguna razón, se sintió un poco como él mismo. Y finalmente se dio cuenta de lo que se le había pasado, un hecho evidente que había pasado por alto en todos sus intentos por dar con ella.

Meg necesitaba dinero para salir del país. Desde un principio asumió que sus padres se lo darían para compensar por todo lo que había pasado. Eso era lo que la lógica le decía. Su lógica. Pero no se trataba de él, y nunca se había puesto en el lugar de ella para saber lo que había hecho.

Se imaginó su cara de todas las formas posibles. Su risa y enfado, su dulzura y tristeza. La conocía tan bien como se conocía a sí mismo, y cuando su mente pensó como ella, el hecho del que debería haberse dado cuenta desde el principio llegó claramente a su mente.

Meg no cogería un centavo de sus padres. No para buscar refugio. No para viajar. Para nada. Clay Koranda le había mentido.

CAPÍTULO 24

Meg escuchó un coche detrás de ella. Aunque eran apenas las diez de la noche, la fría lluvia de octubre había vaciado las calles del Lower East Side de Manhattan. Iba caminando mientras hacia equilibrios con bolsas de basura negra y mojadas que arrastraba por la acera. La lluvia caía por encima del vapor que salía de su cabeza y había basura flotando en las alcantarillas inundadas. Algunos de los ladrillos rojos del antiguo bloque de edificios de Clay habían sido arreglados, pero la mayoría no, y además el barrio era poco fiable en el mejor de los casos. Sin embargo, no se lo había pensado dos veces cuando decidió ir a su tienda favorita a por una hamburguesa barata. Pero no había contado con la lluvia en su camino de vuelta.

El edificio en el que estaba la estrecha casa de Clay, un quinto sin ascensor, estaba a casi dos manzanas. Le había subarrendado el apartamento mientras él estaba en Los Ángeles haciendo un jugoso papel en una película independiente que podría ser el éxito que había estado esperando. El lugar era pequeño y deprimente, con sólo dos minúsculas ventanas que dejaban pasar pequeños haces de luz, pero era barato y, una vez que le había quitado la grasa al viejo sofá de Clay, junto con los restos dejados por varias de sus novias, consiguió una habitación para hacer sus joyas.

El coche seguía a su lado. Un rápido vistazo sobre su hombre le mostró una limusina negra, nada por lo que ponerse nerviosa, pero había sido una larga semana. Unas seis semanas muy largas. Su mente estaba borrosa por el cansancio y sus dedos doloridos por el laborioso trabajo de su colección de joyas, sólo su fuerza de voluntad la mantenía en pie. Pero el trabajar duro estaba dando sus frutos.

No intentó convencerse de que era feliz, pero sabía que había tomado la mejor decisión que podía tomar para su futuro. Sunny Skipjacks había dado en el blanco cuando le había dicho a Meg que debería vender sus joyas en un mercado de gama alta. A los dueños de las boutiques que les había enseñado sus piezas de muestra les había gustado la yuxtaposición de los diseños modernos con las reliquias, y los encargos llegaron más rápido de lo que ella había soñado. Si la meta de su vida hubiera sido diseñar joyas, habría estado en éxtasis, pero esa no era su meta. No ahora. Finalmente, sabía lo que quería hacer.

El coche todavía seguía detrás de ella, sus faros alumbraban el asfalto mojado. La lluvia había empapado sus zapatillas de lona y se apretó más la gabardina morada, que había encontrado en una tienda de segunda mano. Rejas cubrían las ventanas de una tienda de saris, la tienda coreana de artículos del hogar donde había descuento, incluso la tienda de dumplings, estaban todas cerradas por la noche. Caminó más rápido, pero el constante ruido del motor no se desvanecía. No era su imaginación. El coche definitivamente la estaba siguiendo, y todavía le quedaba un bloque de pisos.

Un coche de policía aceleró por la calle transversal, la sirena a todo volumen, la luz roja intermitente entre la lluvia. Su respiración se aceleró cuando el coche se puso a su altura, sus oscuras ventanas amenazantes en la noche. Comenzó a correr, pero el coche siguió a su nivel. Por el rabillo del ojo, vio una de las ventanillas bajarse.

– ¿Quieres que te lleve?

La última cara que esperaba ver apareció ante ella. Tropezó con el pavimento irregular, estaba tan mareada que estuvo a punto de caerse. Después de todo lo que había hecho para cubrir su rastro, él estaba aquí, su rostro ensombrecido enmarcado en la ventana abierta.

Durante semanas, había trabajado hasta bien entrada la noche, centrándose sólo en el trabajo, no permitiéndose pensar, negándose a dormir hasta estar demasiado exhausta como para seguir adelante. Estaba rota y vacía, no estaba en condiciones de hablar con nadie, menos con él. -No gracias -, logró decir. -Casi he llegado.

– Parece que estás un poco mojada -. Un rayo de luz de una farola atravesó su moldeado pómulo.

No podía hacerle esto. No se lo permitiría. No después de todo lo que había pasado. Empezó a caminar de nuevo, pero la limusina la siguió. -No deberías estar aquí fuera tú sola -, dijo él.

Lo conocía lo suficientemente bien como para saber exactamente lo que había detrás de su repentina aparición. Una conciencia culpable. Él odiaba herir a la gente y necesitaba asegurarse que no la había hecho un daño irreparable. -No te preocupes por eso -, dijo ella.

– ¿Te importaría subir al coche?

– No es necesario. Estoy casi en casa -. Se dijo a sí misma que no debería decir nada más, pero la curiosidad fue más fuerte que ella. -¿Cómo me encontraste?

– Créeme, no fue fácil.

Mantuvo su vista al frente, sin aminorar el paso. -Uno de mis hermanos -, dijo ella. -Tuvo que ser uno de ellos.

Debería haber sabido que ellos la venderían. La semana pasada, Dylan se había desviado según iba a Boston para decirle que las llamadas de Ted los estaban volviendo locos y que debería hablar con él. Clay le envió un torrente de mensajes de texto. El colega parece desesperado, decía su último mensaje. ¿Quién sabe lo que podría hacer?

¿En el peor de los casos? le había contestado. Su putt perderá metro y medio de altura.

Ted esperó hasta que un taxi pasó antes de responder. -Tus hermanos no me han dado otra cosa que problemas. Clay incluso me dijo que habías dejado el país. Olvidé que era actor.

– Te dije que era bueno.

– Me llevó un tiempo, pero al final me di cuenta que ya no aceptarías el dinero de tu padres. Y no podía imaginarte dejando el país con lo que sacaste de tu cuenta corriente.

– ¿Cómo sabes lo que saqué de mi cuenta corriente?

Incluso en la penumbra pudo ver como levantaba una ceja. Ella se movió con un bufido de disgusto.

– Sé que has encargabas algunos materiales para tus joyas en Internet -, dijo él. -Hice una lista de posibles proveedores e hice que Kayla los llamara.

Rodeó una los cristales de una botella rota. -Estoy segura que estaba más que dispuesta a ayudarte.

– Le dijo que era la dueña de una boutique en Phoenix y que estaba intentando localizar a la diseñadora de unas joyas que había descubierto en Texas. Describió algunas de tus piezas y dijo que las quería para su tienda. Ayer consiguió tu dirección.

– Y aquí estás. Un viaje en vano.

Él tuvo el descaro de enfadarse. -¿Crees que podríamos tener esta conversación dentro de limusina?

– No -. Podía encargarse de su culpabilidad él mismo. Una culpabilidad que no estaba ligada al amor, una emoción que ella tendría siempre.

– Realmente necesito que entres en el coche -. Gruño.

– Realmente necesito que te vayas al infierno.

– Acabo de regresar, y confía en mí, no es tan bueno como parece.

– Lo siento.

– Maldita sea -. La puerta se abrió y salió mientras la limusina seguía moviéndose. Antes de que ella pudiera reaccionar, la estaba arrastrando hacia el coche.

– ¡Para! ¿Qué estás haciendo?

Por fin la limusina se había detenido. La metió dentro, luego subió él y cerró la puerta. Las puertas se bloquearon. -Considérate oficialmente secuestrada.

El coche comenzó de nuevo a moverse, su conductor oculto tras la mampara de cristal oscuro. Agarró la manija de la puerta, pero no se movió. -¡Déjame salir! No me creo que estés haciendo esto. ¿Qué te pasa? ¿Estás loco?

– Bastante.

Estaba tan deslumbrante como siempre, con aquellos ojos de tigre y los pómulos aplanados, esa nariz recta y la mandíbula de estrella de cine. Llevaba puesto un traje de negocios gris carbón, una camisa blanca y una corbata azul marino. No lo había visto vestido tan formal desde el día de la boda, y luchó contra una oscura emoción. -Lo digo en serio -, dijo ella. -Déjame salir ahora mismo.

– No hasta que hablemos.

– No quiero hablar contigo. No quiero hablar con nadie.

– ¿Qué dices? Te encanta hablar.

– Ya no -. En el interior de la limusina había largos asientos en los laterales y pequeñas luces azules en los bordes del techo. Un enorme ramo de rosas rojas estaba sobre el asiento de enfrente del bar. Hurgó en el bolsillo en busca de su móvil. -Voy a llamar a la policía y decirles que he sido secuestrada.

– Preferiría que no lo hicieras.

– Esto es Manhattan. Aquí no eres Dios. Seguro que te mandan a la cárcel de Rikers.

– Lo dudo, pero no tiene sentido correr el riesgo -. Le quitó el teléfono y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta.

Era la hija de un actor, así que hizo como que le daba igual y se encogió de hombros. -Bien. Habla. Y date prisa. Mi prometido me espera en el apartamento -. Apretó sus caderas contra la puerta, lo más lejos de él que pudo. -Te dijo que no tardaría mucho en olvidarme de ti.

Él parpadeó, luego cogió el ramo de rosas de la culpabilidad y las puso en el regazo. -Pensé que te gustarían.

– Te equivocabas -. Se las tiró de vuelta.

Cuando el ramo le dio en la cabeza, Ted aceptó el hecho que este encuentro no iba mucho mejor de lo que merecía. Secuestrar a Meg había sido un error de cálculo por su parte. No es que hubiera planeado secuestrarla. Tenía la intención de aparecer en su puerta con las rosas y una sentida declaración de amor eterno y luego meterla en su limusina. Pero cuando el coche giró hacia su calle, la había visto y todo su sentido común se había desvanecido.

Incluso dándole la espalda, con el cuerpo envuelto en un abrigo largo morado y sus hombros encorvados por la lluvia, la había reconocido. Otras mujeres tenía el mismo andar por sus largas piernas, el mismo balanceo de brazos, pero ninguna hacia que su pecho estallara.

Las leves luces azules del interior de la limusina dejaban ver algunas sombras bajo sus ojos que él mismo sabía que también tenía. En lugar de las cuentas rústicas y monedas antiguas que estaba acostumbrado a ver en sus orejas, no llevaba ninguna joya, y en los pequeños y vacíos agujeros de sus lóbulos le daban una vulnerabilidad que le partió el corazón. Sus vaqueros asomaban por debajo del abrigo morado mojado y sus zapatillas de lona estaban empapadas. Tenía el pelo más largo que la última vez que la había visto, salpicado de gotas de agua y de un rojo brillante. Quería que lo volviera a tener como lo había tenido. Quería besarla otra vez en el hueso de debajo de su pómulo y poner de nuevo calor en sus ojos. Quería hacerla sonreír. Reír. Hacerle el amor tan profundamente como la amaba.

Mientras miraba a la luna que los separaba del chofer que su madre tenía en Manhattan de toda la vida, se negó a considerar la posibilidad de que hubiera llegado demasiado tarde. Tenía que estar mintiendo sobre lo del prometido. Pero ¿podía algún hombre no enamorarse de ella? Necesitaba asegurarse. -Háblame de ese prometido tuyo.

– De ninguna manera. No te quiero hacer sentir peor de lo que ya te sientes.