Levantó el vaso parodiando el gesto del brindis y salió al pasillo.

Georgie respiró hondo una docena de veces y a continuación lo hizo media docena de veces más. Sabía que convertirse en una mujer con poder de decisión no le resultaría fácil. Pero ella tenía el talonario, ¿no? Y eso la capacitaba para encararse y superar el reto. Sí, superarlo de una forma total, absoluta y definitiva.

Seguramente.


En la planta baja, el móvil de Bram vibró en el bolsillo de sus pantalones cortos. Antes de responder, se desplazó hasta la esquina más alejada del salón.

– Hola, Caitlin.

– Vaya, vaya… -respondió una áspera voz femenina-. ¡Eres una auténtica caja de sorpresas!

– Me gusta hacer que la vida resulte interesante.

– Suerte que encendí el televisor ayer por la noche, o no me habría enterado de la noticia.

– Llámame insensible, pero tú no estás en los primeros puestos de mi lista de contactos.

Mientras ella se desahogaba, Bram miró hacia el porche a través de los ventanales. Le encantaba aquella casa. Era el primer lugar en que había vivido que le daba una sensación de hogar o, al menos, lo que él creía que era un hogar, pues nunca había tenido uno antes. Las lujosas mansiones que había alquilado durante la época de Skip y Scooter parecían más residencias de estudiantes que auténticos hogares, pues siempre había vivido en ellas con amigos. En la mitad de las habitaciones solía haber videojuegos a todo volumen y, en la otra, películas porno, y latas de cerveza y envases de comida rápida por todas partes. Y mujeres, montones de mujeres. Algunas eran chicas decentes e inteligentes que merecían ser tratadas mejor.

Mientras Caitlin seguía despotricando, Bram recorrió el pasillo trasero y bajó los pocos escalones que conducían a la pequeña sala de proyecciones que había restaurado. Chaz debía de haber visto una película la noche anterior, porque todavía olía a palomitas. Bram dio un sorbo a su bebida y se arrellanó en uno de los asientos reclinables. La pantalla vacía le recordó su estado en aquel momento. Con Skip y Scooter había tirado por la borda la oportunidad de su vida, como había hecho su padre con todas las oportunidades que se le presentaron. Una herencia familiar.

– Espero otra llamada, cariño -declaró Bram cuando se le acabó la paciencia-. Tengo que dejarte.

– Seis semanas -replicó ella-. Es todo lo que te queda.

¡Como si él lo hubiera olvidado!

Bram miró si tenía algún mensaje y cerró el móvil. No podía culpar a Caitlin por estar resentida, pero, en aquel momento, él tenía un problema mucho mayor entre manos. Cuando se enteró de que Georgie iba a pasar el fin de semana en Las Vegas, había decidido seguirla. Sin embargo, la estrategia que había planeado había tomado un giro endemoniado que nunca habría imaginado. Desde luego casarse nunca había estado en sus planes.

Ahora tenía que averiguar cómo convertir aquella ridícula situación en algo ventajoso para él. Georgie tenía mil estupendas razones para odiarlo, mil razones para explotar todas las debilidades que pudiera encontrar en él, lo que significaba que sólo podía permitirle ver lo que esperaba ver. Por suerte, ella ya pensaba lo peor de él, y él no haría nada para que cambiara de opinión.

Casi sentía lástima por ella. Georgie no tenía ni un ápice de maldad, así que el enfrentamiento era desigual. Ella ponía el interés de los demás por delante del suyo y, si los otros la cagaban, se culpaba a sí misma. Él, por su parte, era un hijo de puta egoísta y egocéntrico que había crecido sabiendo que tenía que cuidar de sí mismo y no experimentaba el menor reparo en utilizar a Georgie. Ahora que por fin sabía lo que quería en la vida, iría a por ello con todos sus recursos.

Georgie York no tenía la menor posibilidad.


Georgie se duchó y se preparó un sándwich de pavo. Buscando un libro para leer, entró en el comedor. Una sólida mesa negra, redonda y con patas en forma de garra que parecía de estilo español o portugués estaba situada encima de una alfombra oriental y debajo de una lámpara de araña de bronce estilo morisco, pero el comedor era también una biblioteca, pues todas las paredes salvo la que comunicaba con el jardín estaban cubiertas, de suelo a techo, de estanterías. Además de libros, contenían una variada mezcla de objetos: campanas balinesas, minerales de cuarzo, cerámicas mediterráneas y pequeños cuadros mexicanos de temática popular.

La decoradora de Bram había creado un ambiente acogedor que invitaba al recogimiento, pero la variada colección de objetos demostraba que no conocía bien a Bram o que no le importaba que su iletrado cliente no apreciara sus elecciones. Georgie cogió un volumen profusamente ilustrado de artistas californianos contemporáneos y se sentó en un sillón de piel que había en un rincón. Conforme avanzaba la tarde, su concentración se fue debilitando. Había llegado la hora de poner manos a la obra. Quizá Bram no viera la necesidad de que tuvieran un plan conjunto para tratar con la prensa, pero ella sabía que era imprescindible. Tenían que decidir con rapidez cuándo y cómo realizar su reaparición. Dejó a un lado el libro y se puso a buscar a Bram. Como no lo encontró en ningún lugar de la casa, siguió el camino de grava que, flanqueado por cañas de bambú y altos setos, conducía a la casita de invitados.

No era mayor que un garaje de dos plazas y tenía el mismo tipo de tejas y exterior estucado que la casa principal. Las dos ventanas de la fachada delantera estaban a oscuras, pero Georgie oyó sonar un teléfono en la parte trasera y siguió un sendero en esa dirección. Una luz salía por unos ventanales abiertos y se desparramaba por un pequeño patio de grava en el que había un par de tumbonas con cojines de lona color champán y unas macetas con orejas de elefante. Unas enredaderas subían por las paredes a los lados de los ventanales. En el interior, Georgie vio un acogedor despacho con paredes de color bermellón y suelo embaldosado y cubierto con una alfombra de pita. Una serie de pósters de películas enmarcados colgaba de las paredes. Algunos eran predecibles, como el de Marlon Brando en La ley del silencio o el de Humphrey Bogart en La Reina de África, pero otros no tanto, como el de Johnny Depp en El amor de los inocentes, Don Cheadle en Hotel Ruanda y el de Jake Koranda, el padre de Meg, como Calibre Sabueso.

Cuando Georgie entró en el despacho, Bram estaba hablando por teléfono, sentado tras un escritorio en ele pintado de albaricoque oscuro y tenía la omnipresente copa a su lado. Unas estanterías empotradas contenían montones de revistas sobre televisión y algunas para cinéfilos, como Cineaste y Fade In. Como Georgie no tenía noticia de que Bram leyera nada que fuera más profundo que Penthouse, supuso que eran otro toque de la decoradora.

Bram no pareció alegrarse de ver a su flamante esposa.

– Tengo que dejarte, Jerry -dijo al auricular-. He de preparar una reunión que tengo mañana por la mañana. Recuerdos a Dorie.

– ¿Tienes un despacho? -preguntó Georgie cuando él colgó.

Bram entrelazó las manos en la nuca.

– Pertenecía al anterior propietario, pero todavía no he encontrado el momento de convertirlo en un fumadero de opio.

Georgie vio algo que parecía un ejemplar del Directorio Creativo de Hollywood cerca del teléfono, pero cuando quiso examinarlo más de cerca, Bram lo cerró de golpe.

– ¿Qué es eso de que tienes una reunión? Tú no tienes reuniones. Ni siquiera tienes mañanas.

– Tú eres mi reunión. -Señaló el teléfono con un gesto de la cabeza-. La prensa ha descubierto que no estamos en Las Vegas y la casa está sitiada. Esta semana tendremos que instalar verjas en la entrada. Te dejaré pagarlas.

– ¡Qué amable!

– Eres tú la que tiene la pasta.

– Descuéntalas de los cincuenta mil mensuales que te pago. -Georgie dirigió la vista al letrero de Don Cheadle-. Tenemos que hacer planes. Mañana a primera hora deberíamos…

– Estoy en mi luna de miel. Nada de charlas de negocios.

– Tenemos que hablar. Hay que decidir…

– ¡Georgie! ¿Estás ahí?

A ella se le cayó el corazón a los pies. Una parte de su mente se preguntó cómo la había encontrado tan deprisa. La otra parte se sorprendía de que hubiera tardado tanto.

Unos zapatos crujieron en el sendero de grava que conducía a la casa de invitados y, entonces, apareció su padre. Iba vestido, como siempre, de un modo conservador, con camisa blanca, pantalones gris claro y mocasines con borla. A los cincuenta y dos años, Paul York estaba delgado y en forma, usaba gafas sin montura y su pelo ondulado y prematuramente entrecano hacía que lo confundieran con Richard Gere.

Entró en el despacho y permaneció en silencio, estudiando a Georgie. Salvo por el color de los ojos, no se parecían en nada. Georgie había heredado la cara redonda y la boca grande de su madre.

– ¿Qué has hecho, Georgie? -preguntó él con su habitual calina indiferente.

Y así, sin más, Georgie volvió a tener ocho años, y aquellos fríos ojos verdes de siempre la estaban juzgando por permitir que un caro cachorro de bulldog se escapara durante la filmación de un anuncio de comida para perros o por derramar un zumo en su vestido antes de una audición. Ojalá fuera uno de esos padres con arrugas, sobrepeso y mejillas rasposas, no supiera nada del mundo del espectáculo y sólo se preocupara de su felicidad. Georgie recuperó la compostura.

– Hola, papá.

Él juntó las manos a la espalda y esperó a que ella se explicara.

– ¡Sorpresa! -exclamó Georgie con una sonrisa falsa-. Claro que, en el fondo, no es una sorpresa de verdad. Quiero decir que… Tú sabías que estábamos saliendo, ¿no? Todo el mundo vio las fotos del Ivy. Estoy de acuerdo en que parece precipitado, pero prácticamente crecimos juntos y… Cuando está bien, está bien. Está bien, ¿no, Bram? ¿A que está bien?

Pero su marido estaba disfrutando de su nerviosismo y no pensaba darle su apoyo.

Su padre evitó mirar a Bram de forma deliberada.

– ¿Estás embarazada? -preguntó con su fría voz.

– ¡No! ¡Claro que no! Lo nuestro es… -intentó no atragantarse- un matrimonio por amor.

– Vosotros os odiáis.

Bram por fin se levantó de la silla y se colocó al lado de Georgie.

– Eso es agua pasada, Paul. -Rodeó la cintura de su esposa con un brazo-. Ahora somos personas diferentes.

Paul siguió ignorándolo.

– ¿Tienes idea de cuántos reporteros hay frente a la casa? Mientras entraba, han atacado mi coche.

Georgie se preguntó cómo la había encontrado su padre en aquella parte de la casa, pero entonces pensó que él no permitiría que un pequeño detalle como que nadie respondiera al timbre lo detuviera. Se lo imaginó atravesando los arbustos sin que un solo pelo de su cabeza se despeinara. A diferencia de ella, Paul York nunca se alteraba ni se sentía confuso. Y tampoco perdía nunca de vista sus objetivos, por eso le costaba tanto entender que ella insistiera en tomarse seis meses de vacaciones.

– Tienes que asumir el control de toda esta publicidad inmediatamente -declaró su padre.

– Precisamente Bram y yo estábamos decidiendo nuestro siguiente paso.

Por fin, Paul volvió su atención hacia su indeseado yerno. Habían sido enemigos desde el principio. Bram odiaba las interferencias de Paul en el plató, sobre todo su forma de asegurarse de que Georgie nunca dejara de encabezar el reparto. Y Paul lo odiaba todo de Bram.

– No sé cómo has convencido a Georgie de que participe en esta farsa, pero sé el porqué. Quieres volver a aprovecharte de sus éxitos, como solías hacer en el pasado. Quieres utilizarla para revivir tu patética carrera.

Su padre no sabía lo del dinero que ella pagaría, así que, extrañamente, no había dado en el blanco.

– No digas eso. -Al menos tenía que fingir que defendía a Bram-. Por esta razón no te he telefoneado. Sabía que te enfadarías.

– ¿Enfadado yo? -Su padre nunca levantaba la voz, lo que hizo que su enfado todavía le resultara más doloroso a Georgie-. ¿Intentas arruinar tu vida deliberadamente?

No, estaba intentando salvarla.

Paul se balanceó de atrás a delante, como solía hacer cuando ella era una niña y no lograba memorizar sus diálogos.

– Y pensar que creía que lo peor ya había pasado.

Georgie sabía a qué se refería su padre. Él adoraba a Lance y se puso furioso cuando se separaron. A veces, deseaba que él le hubiera dicho lo que realmente sentía, o sea que debería haber sido lo bastante mujer para retener a su marido.

Paul sacudió la cabeza.