Transcurrieron dos días más. Georgie estaba en la cocina intentando plagiar uno de los deliciosos batidos de Chaz cuando oyó un ruido procedente del frente de la casa. Segundos más tarde, Meg Koranda irrumpió en la habitación como si fuera un galgo juguetón expulsado de la escuela de adiestramiento tantas veces que sus propietarios habían renunciado a adiestrarlo. En su caso, los propietarios eran sus adorables padres, Jake Koranda, la leyenda de la pantalla, y Fleur Savagar Koranda, la Niña de purpurina, quien, en una época, había sido la chica de portada más famosa de Norteamérica y ahora era la poderosa jefa de la agencia de talentos más exclusiva del país.
Meg se lanzó sobre Georgie arrastrando con ella un olor a incienso.
– ¡Oh, Dios mío, Georgie! Me enteré de la noticia hace sólo dos días, cuando telefoneé a casa, y cogí el primer avión que encontré. ¡Estaba en un ashram fabuloso! Totalmente aislado del mundo. ¡Incluso cogí piojos! Pero valió la pena. Mi madre dice que te has vuelto loca.
Mientras Georgie le devolvía el entusiasta abrazo, esperó que los piojos fueran una de las exageraciones de su amiga de veintiséis años, pero su pelo cortado al rape no pintaba demasiado bien. En cualquier caso, los cortes de pelo de Meg cambiaban como el clima, y el bindi rojo que llevaba en el entrecejo y los pendientes largos que parecían hechos de hueso de yak la llevaron a sospechar que su amiga estaba pasando por una etapa de moda monástica chic. Sus gruesas sandalias de cuero y su camiseta de malla rojiza confirmaban esa impresión. Sólo sus vaqueros eran cien por cien de Los Ángeles.
Meg era delgada y esbelta y había heredado los grandes pies y manos de su madre, pero no su extravagante belleza. Tenía las facciones irregulares de su padre, su pelo castaño y su tono moreno de piel. Dependiendo de la luz, los ojos de Meg eran azules, verdes o castaños; tan variables como su personalidad. Meg era la hermana pequeña que Georgie siempre quiso tener y, aunque la quería con locura, eso no impedía que percibiera sus fallos. Su amiga era mimada e impulsiva; metro setenta de diversión, buenas intenciones, buen corazón y una irresponsabilidad casi total en su intento por superar el legado de sus famosos padres.
Georgie le apretó los hombros.
– ¿Cómo has podido desaparecer durante tanto tiempo sin decirnos nada? Te hemos echado de menos.
– Estaba apartada de la civilización. Perdí la noción del tiempo. -Meg retrocedió y contempló la licuadora con su variado contenido sin procesar de color rosa-. Si eso contiene alcohol, quiero un poco.
– ¡Pero si son las diez de la mañana!
– En Punjab no. Empieza por el principio y cuéntamelo todo.
Bram, que era quien debía de haberla dejado entrar, apareció en la puerta de la cocina.
– ¿Cómo va la solemne reunión?
Meg corrió hacia él. En el pasado, habían salido juntos unas cuantas veces desoyendo las protestas de Georgie, Sasha, April y los padres de Meg. Ella juraba que nunca practicaron sexo, pero Georgie no le creía del todo. Meg rodeó la cintura de Bram con un brazo.
– Siento no haberte hecho caso cuando he entrado. -Volvió a mirar a Georgie-. Nunca follamos. Te lo juro. Díselo, Bram.
– Si nunca follamos -declaró él con su voz más ronca y sexy-, ¿cómo sé que tienes un dragón tatuado en el trasero?
– Porque yo te lo dije. No le hagas caso, Georgie. De verdad. Sabes que sólo salí con él porque mis padres se pusieron pesadísimos en su contra. -Meg levantó la mirada hacia Bram, lo que, dada su considerable estatura, sólo requirió que elevara los ojos unos centímetros-. Padezco de un trastorno antagónico. En cuanto alguien me dice que no haga algo, tengo que hacerlo. Es un fallo de personalidad.
Bram subió la mano por la espalda de Meg y bajó la voz hasta convertirla en un susurro seductor.
– Si lo hubiera sabido cuando salíamos, te habría exigido que no te desnudaras.
Los ojos de Meg pasaron de verde mar a azul tormenta.
– ¿Me estás echando los tejos?
– Por favor, cuéntaselo a Georgie.
Meg extendió el dedo índice.
– Pero si está aquí mismo.
– ¿Cómo sabes que nos está escuchando? Si eres amiga suya, no permitirás que ignore lo que está ocurriendo delante de sus narices.
Georgie lo miró arqueando una ceja y entonces lo silenció poniendo en marcha la licuadora. Por desgracia, se había olvidado de apretar bien la tapa.
– ¡Cuidado!
– ¡Joder, Georgie…!
Ella intentó pulsar el off, pero el botón estaba resbaladizo y el aparato lanzó su contenido en todas direcciones. Fresas, plátano, semillas de linaza, hierba de trigo y zumo de zanahoria volaron por los aires y aterrizaron en la inmaculada encimera, los armarios, el suelo y la exorbitantemente cara casaca color crema de Georgie. Bram la empujó a un lado y encontró el botón correcto, pero no sin antes quedar decorados él y su camiseta blanca con vistosos grumos de fruta.
– Chaz te matará -dijo sin el menor rastro de seducción en la voz-. Te lo digo en serio.
Meg estaba lo bastante lejos para haber resultado ilesa, salvo por un trocito de plátano que lamió de su brazo.
– ¿Quién es Chaz?
Georgie cogió un trapo de cocina y se puso a limpiar su casaca.
– ¿Te acuerdas de la señora Danvers, la aterradora ama de llaves de Rebeca?
Los pendientes de hueso de yak de Meg se agitaron.
– Leí la novela en la universidad.
– Imagínate a una rockera punk y huraña de veinte años que administra la casa como la enfermera Ratched de El nido del cuco y ahí tienes a Chaz, la encantadora ama de llaves de Bram.
Meg contempló a Bram, quien se estaba quitando la camiseta.
– No percibo una vibración realmente amorosa entre vosotros -declaró Meg.
Él cogió un trapo de cocina.
– Entonces supongo que no eres tan perceptiva como crees. ¿Por qué si no nos habríamos casado?
– Porque últimamente Georgie no es responsable de sus actos, y tú vas detrás de su dinero. Mi madre dice que eres la clase de tío que nunca crece.
Georgie no pudo contener una sonrisita de suficiencia.
– Eso podría explicar por qué mamá Fleur se negó a representarte, Bram.
La contrariedad de él habría resultado más visible si su mejilla no hubiera estado manchada de pegajosas semillas de lino.
– Pues tampoco quiso representarte a ti.
– Sólo porque soy muy amiga de Meg, lo que habría creado un conflicto de intereses.
– En realidad no fue por eso -señaló Meg-. Mi madre te adora como persona, Georgie, pero no trabajaría con tu padre ni muerta. ¿Os importa si me quedo por aquí un par de días?
– ¡Sí! -exclamó Bram.
– No, claro que no. -Georgie la miró con preocupación-. ¿Qué ocurre?
– Sólo quiero pasar un tiempo contigo, nada más.
Georgie no le creyó del todo, pero ¿quién sabía con exactitud lo que Meg estaba pensando?
– Puedes quedarte en la casa de invitados.
Bram gruñó.
– No, no puede quedarse allí. Mi despacho está en la casa de invitados.
– Sólo en la mitad. Tú nunca entras en el dormitorio.
Bram se volvió hacia Meg.
– No llevamos casados ni tres semanas. ¿Qué tipo de amargada se entromete entre dos personas que, prácticamente, están de luna de miel?
La atolondrada de Meg Koranda desapareció y, en su lugar, surgió la hija de Jake Koranda, con una expresión tan dura como la de su progenitor cuando interpretaba al pistolero Calibre Sabueso.
– El tipo de amargada que quiere asegurarse de que los intereses de su amiga están a salvo cuando sospecha que ella no está cuidando de sí misma adecuadamente.
– Estoy bien -contestó Georgie-. Bram y yo estamos locamente enamorados. Sólo que tenemos una extraña forma de demostrarlo.
Él abandonó sus esfuerzos de limpieza.
– ¿Les has dicho a tus padres que quieres quedarte aquí?, porque, te juro por Dios, Meg, que ahora mismo lo último que necesito es a Jake pateándome el culo. O a tu madre.
– Yo me encargaré de mi padre. Y a mi madre ya le caes mal, así que no será un problema.
Chaz eligió aquel momento para entrar en la cocina. Aquella mañana, dos gomas de pelo diminutas formaban, con su pelo rojo fosforescente, dos cuernecitos de demonio en miniatura encima de su cabeza. Parecía una niña de catorce años, pero, cuando vio el estado de la cocina, despotricó como un marinero curtido. Hasta que Bram intervino…
– Lo siento, Chaz. Se me ha descontrolado la licuadora.
La chica enseguida se suavizó.
– La próxima vez, espérame, ¿de acuerdo?
– Desde luego -contestó él con voz contrita.
Chaz empezó a arrancar trozos del rollo de papel de cocina y a dárselos a Bram y Georgie.
– Limpiaos los zapatos para no dejar un rastro de esta mierda por toda la casa.
Rehusó toda oferta de ayuda y se puso a limpiar aquella suciedad con una concentración absoluta. Mientras salían de la cocina, Georgie se acordó del entusiasmo que sentía Chaz por arreglar desastres y deseó haber tenido a mano la cámara de vídeo.
Finalmente, Georgie se decidió por Meg y, aquella tarde, mientras estaban sentadas junto a la piscina, enfocó a su amiga con la cámara y empezó a formularle preguntas acerca de sus experiencias en la India. Sin embargo, a diferencia de Chaz, Meg había crecido rodeada de cámaras y sólo contestó las preguntas que quiso. Cuando Georgie intentó presionarla, le dijo que estaba cansada de hablar de sí misma y que quería nadar.
Poco después apareció Bram, cerró el móvil y se acomodó en la tumbona que había al lado de Georgie. Contempló a Meg nadando en la piscina.
– Tener a tu amiga por aquí no es buena idea. Todavía me pone.
– No es verdad. Sólo quieres molestarme.
Bram iba sin camiseta y una oleada de deseo recorrió la vertiente putilla de Georgie. Bram creía que ella lo estaba rechazando para jugar con él, pero la cosa era más complicada. Georgie nunca había considerado el sexo un entretenimiento superficial. Siempre había necesitado que fuera algo importante. Hasta entonces.
¿Estaba, por fin, lo bastante lúcida y segura de sí misma para permitirse una aventura frívola? Unos cuantos revolcones apasionados y después «arrivederci, chaval, y procura no darte con la puerta al salir». Pero ese escenario tenía un fallo mayúsculo. ¿Cómo podía tener una aventura frívola con un hombre al que no podía mandar a su casa al terminar? Vivir con Bram bajo el mismo techo era muy complicado.
– No me has explicado nada acerca de tu reunión en el Mandarin de esta mañana -comentó Georgie para distraerse.
– No hay nada que contar. Más que nada, el tío quería conocer los trapos sucios de nuestro matrimonio. -Bram se encogió de hombros-. ¿Qué importancia tiene? Hace una tarde preciosa y ninguno de los dos se siente fatal. Tienes que admitir que ésta es una maravillosa tercera cita.
– Buen intento.
– Ríndete ya, Georgie. He notado cómo me miras. Lo único que te falta es relamerte.
– Por desgracia, soy humana y tú estás mejor ahora que hace unos años. Si al menos fueras una persona real en lugar de un muñeco hinchable…
Bram pasó las piernas por encima de la tumbona y se puso de pie al lado de Georgie, como un Apolo dorado descendido del Olimpo para recordar a las féminas mortales las consecuencias de juguetear con los dioses.
– Una semana más, Georgie. Es todo lo que tienes.
– ¿O qué?
– Ya lo verás.
De algún modo, no parecía una amenaza banal.
Laura Moody terminó su ensalada y tiró el envase en la papelera junto a su escritorio, el cual estaba situado en una oficina con paredes acristaladas, en la tercera planta del edificio Starlight Artists Management. Laura tenía cuarenta y nueve años, estaba soltera y perpetuamente a dieta para perder los cinco kilos de sobra que, según los estándares de Hollywood, la convertían en una auténtica obesa. Tenía el pelo castaño y suelto -de momento, sin el menor rastro de canas-, ojos color coñac y una larga nariz equilibrada por una potente barbilla. No era ni guapa ni fea, lo que la convertía en invisible en Los Ángeles. Los trajes y las chaquetas de diseñadores conocidos, que eran el uniforme exigido a los agentes de artistas en Hollywood, nunca acababan de encajar con su baja estatura, y hasta cuando iba vestida de Armani alguien le pedía que fuera a buscar el café.
– Hola, Laura.
Al oír la voz de Paul York, Laura casi volcó su Pepsi Diet. Después de una semana de evitar sus llamadas, por fin la había atrapado. Paul era un hombre muy atractivo, de pelo espeso y gris y facciones armoniosas, pero tenía la personalidad de un carcelero. Aquel día, iba vestido con su uniforme habitual: pantalones grises, una camisa azul de vestir y unas Ray-Bans colgadas del bolsillo de la camisa. Su caminar tranquilo y relajado no la engañó. Paul York estaba tan relajado como una cobra.
"Lo que hice por amor" отзывы
Отзывы читателей о книге "Lo que hice por amor". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Lo que hice por amor" друзьям в соцсетях.