– Tengo que reconocerlo, eres mucha mujer para un solo hombre.
Georgie sonrió. El aire acondicionado se puso en marcha y lanzó un chorro de aire frío sobre sus cuerpos calientes. Ella se sentía… Intentó calificar sus emociones, y al final lo logró: se sentía feliz.
Bram era el único hombre que había estado en el apartamento de Chaz, pero ahora Aaron estaba sentado en su sofá, con los auriculares todavía colgando del cuello y la clavija junto a su rodilla. Iba vestido con unos vaqueros viejos y una camiseta verde y arrugada en la que se leía: TODO LO QUE TU BASE SON NOS PERTENECEN, lo que no tenía ningún sentido. Su cabello rizado enmarcaba su cara redonda y tenía las gafas torcidas.
– No puedes quedarte aquí -dijo Chaz-. Tienes que irte.
– Ya te lo he dicho, las llaves de mi coche están en el despacho de Georgie.
– Entonces coge el mío.
Bram le había comprado un precioso Honda Odyssey nuevo, pero a ella no le gustaba salir de la casa a menos que fuera imprescindible, así que, salvo para los encargos domésticos, no lo utilizaba mucho. Por otro lado, la mayor parte del tiempo lo pasaba en su apartamento. Bram le había dejado amueblarlo a su gusto. Ella eligió muebles modernos de color chocolate y marrón claro, una sencilla librería negra, una tumbona angular para leer y un par de cuadros abstractos en blanco y negro. Muy pocas cosas. Nada de desorden. Todo limpio y relajado. Todo salvo Aaron.
Él se rascó el pecho a través de la camiseta.
– Mi permiso de conducir está en mi billetera, y ésta también está en el despacho de Georgie.
– ¿Y qué? Yo he conducido sin permiso durante años.
Chaz había aprendido a conducir sola cuando tenía trece años, pues pensaba que ella supondría un peligro menor en la carretera que su madrastra alcohólica.
Tanto ella como Aaron tenían llaves de la casa principal, pero ninguno de los dos se sentía especialmente ansioso por volver allí en aquel momento. Por suerte, el apartamento del garaje estaba en el extremo opuesto del dormitorio principal de la casa. Chaz no podía imaginarse lo que sería tener que oír a Bram y Georgie echando un polvo. Odiaba a Georgie. Odiaba ver a Bram riéndose de alguna de las estupideces que ella soltaba. Odiaba oírlos hablar de películas que ella no había visto. Ella quería ser la primera para Bram. Lo cual era absurdo.
Más le valía a Bram haberse acordado de apagar el horno.
– Ni sueñes con dormir aquí -dijo.
– ¿Quién ha dicho que fuera a hacerlo? Les daré algo de tiempo y después iré a recoger mis cosas.
Él se levantó y se acercó a la librería, que contenía un televisor, libros de cocina y otros que Bram le había dado a Chaz, entre ellos, algunos de Ruth Reichl, una famosa escritora de libros de cocina que explicaba cómo empezó a interesarse por la comida y todo eso. Los suyos eran los mejores libros que Chaz había leído nunca.
– Deberías dejar de actuar como una bruja con Georgie. -Aaron cogió uno de los libros de Reichl y le dio la vuelta para leer la contraportada-. Sólo te falta colgarte un letrero del cuello en el que ponga que estás enamorada de Bram.
– ¡Yo no estoy enamorada de Bram! -Le arrebató el libro y volvió a ponerlo en la estantería-. Sólo me preocupo por él y no me gusta como ella lo trata.
– Sólo porque ella no le besa el culo como haces tú.
– ¡Yo no le beso el culo! Siempre le digo exactamente lo que pienso.
– Sí, y mientras despotricas de él, corres a prepararle una comida especial y plancharle las camisetas. Ayer te vi correr para limpiar unas migas de la silla en que iba a sentarse.
– Cuido de él porque es mi trabajo, no porque esté enamorada de él.
– Pues parece que sea más que un trabajo. Parece que sea toda tu vida.
– ¡Menuda gilipollez! Es sólo que… estoy en deuda con él. Eso es todo.
– ¿Por qué estás en deuda con él?
«Por todo.»
Chaz se dio la vuelta y entró en su diminuta cocina. Aaron era demasiado estúpido para distinguir entre querer a una persona y estar enamorado de ella. Chaz quería a Bram con todo el corazón, pero no era un querer sexual. Era como si él fuera el mejor hermano del universo, un hermano por el que ella haría cualquier cosa.
Hurgó en la nevera en busca de una limonada Mountain Dew. En cierta ocasión, Aaron le contó que se había vuelto adicto a la Mountain Dew en la universidad, pero Chaz sólo se sirvió un vaso para ella. Habría querido asistir a una escuela de cocina, no a la universidad. Cuando su madrastra murió, ella ahorró el dinero suficiente para trasladarse a Los Ángeles. Sin embargo, para una persona sin título universitario era muy difícil encontrar trabajo y su plan para trabajar en un restaurante caro y así poderse pagar los estudios enseguida se desvaneció. Acabó lavando platos y sirviendo mesas en un par de restaurantes mexicanos baratos, pero Los Ángeles era un lugar caro e, incluso trabajando dieciséis horas diarias, tuvo que echar mano de sus ahorros para salir adelante.
Un día, al volver a su casa del trabajo, descubrió que alguien había entrado a la fuerza en su penosa habitación alquilada y le había robado todo, incluidos sus ahorros. Chaz se dijo que no debía perder los nervios. Quizá tuviera que saltarse una comida aquí y otra allá y, durante un tiempo, no podría comprarse un coche, pero si trabajaba unas horas extra todavía podría pagar el alquiler.
Y podría haberlo conseguido… si un conductor no la hubiera atropellado cuando se dirigía a la lavandería y se hubiera dado a la fuga. Aparte de unas costillas astilladas y la mano rota, Chaz no sufrió mayores lesiones, pero perdió los dos empleos que tenía porque no podía lavar platos con una mano enyesada. Al cabo de un mes dormía en las calles.
Aaron entró en la cocina.
– ¿Tienes algo para comer? No he tomado nada desde mediodía.
Chaz tenía un armario lleno de comida basura sobre el que no pensaba decirle nada a Aaron.
– Sólo tengo cereales y algo de fruta.
Escondió el vaso de Mountain Dew detrás de la tostadora para que Aaron no lo viera. No porque ella fuera egoísta, sino porque no era una bebida dietética.
– Supongo que es mejor que nada -contestó él.
Chaz sacó la caja de cereales y se la dio junto con unas fresas, pero él empezó a poner las fresas en un cuenco sin trocearlas, así que lo empujó a un lado y lo preparó ella misma. Deseó tener cereales Special K para Aaron en lugar de los Frosted Flakes.
La cocina contaba con una diminuta encimera encastrada que servía de mesa. Mientras Aaron comía, ella limpió el cajón de la cubertería. Ya se había dado cuenta de que él tenía buenos modales comiendo y pensó que esto podía gustarle a Becky, su vecina… si alguna vez se daba cuenta de que él existía. Cuando Aaron terminó su último bocado, Chaz recogió el cuenco de los cereales.
– Voy a cortarte el pelo.
– Ni hablar. Mi pelo está bien.
– Parece un estropajo. ¿Quieres que Becky se fije en ti o no?
– Si es tan superficial que lo único que le preocupa es el aspecto, entonces no estoy interesado en ella. -Se fijó en los vaqueros y la camiseta negra de Chaz-. Además, no se puede decir que tú seas una experta en moda.
– Yo tengo mi propio estilo.
– Pues yo también tengo el mío.
– Sí, un estilo patético. -Chaz leyó el eslogan de su camiseta verde: TODO LO QUE TU BASE SON NOS PERTENECEN-. Por cierto, ¿qué quiere decir eso?
Aaron puso los ojos en blanco, como si ella tuviera que saberlo.
– Zero Wing. Un videojuego japonés de 1989. Es histórico. Míralo.
– Sí, ahora mismo. -Chaz sacó unas tijeras de un cajón-. Vamos al lavabo, no quiero tener pelos tuyos por todas partes.
– Si tanto deseas cortarle el pelo a alguien, córtate el tuyo. -Soltó un bufido y señaló el corte de pelo desigual de Chaz-. No, espera, eso ya lo has hecho.
A Chaz le gustaba su pelo. Entonces dejó las tijeras en la encimera con rabia.
– Pues ya puedes ir olvidándote de Becky. O de cualquier otra mujer… porque no te mirarán dos veces.
– ¿Por qué habría de escuchar los consejos de alguien que no tiene una vida?
– ¿Tú crees que no tengo una vida?
– No he visto a ningún tío por aquí.
– Eso no significa que no tenga una vida.
Chaz no le dijo que no soportaba la idea de estar con un hombre. No siempre había sido así. En el instituto había salido en serio con dos chicos y tuvo sexo con uno de ellos. Al final, resultó que era un gilipollas, aunque a ella le gustó lo del sexo. Pero ya no.
Aaron la estaba mirando como si creyera que era su psiquiatra y eso la enfureció tanto que arremetió contra él.
– Quítate esos estúpidos auriculares. Pareces idiota.
– Esperaré en el coche.
Salió del apartamento y bajó con pasos pesados y ruidosos las escaleras que conducían a la entrada del garaje.
Chaz corrió hasta la puerta y gritó:
– ¡Vale! ¡Pero que sepas que tengo patatas fritas y Mountain Dew!
– ¡Me alegro por ti!
Se oyó un portazo y todo quedó en silencio.
Chaz regresó al sofá y cogió el libro de cocina que estaba estudiando. Se alegraba de que Aaron se hubiera ido. Además, ella no quería que se quedara.
Cogió la libreta que tenía en la mesita para anotar todo lo que tenía que hacer antes de la fiesta del día siguiente. ¡A la mierda con él! Ahora su apartamento estaba justo como a ella le gustaba. Vacío. Todo para ella.
Pero la libreta resbaló de sus dedos y el libro de cocina cayó a la alfombra. Chaz rompió a llorar.
Bram no consiguió mantenerse vestido en toda la mañana, y a mediodía Georgie sintió deseos de golpearlo en su desnudo y atractivo torso. O paseaba por el jardín vestido con un bañador y dando sorbos a uno de sus interminables whiskys o, y esto era lo que más la sacaba de quicio, subía medio desnudo por una escalera de mano para limpiar un canalón que, según él, estaba embozado. Como si lodo el mundo en Hollywood se dedicara a limpiar los canalones de su casa.
Bram la estaba castigando por haber pasado el resto de la noche en el dormitorio contiguo. Injusto. Su relación era de lujuria, no de la intimidad que suponía dormir juntitos y abrazados.
Georgie intentó refugiarse en la cocina, pero Chaz estaba insoportable y, además de rechazar su ayuda, ignoró todas sus sugerencias. Con Meg no le fue mejor. Cuando vio que Georgie iba por ahí con su cámara de vídeo, se cubrió la cabeza con un pañuelo, como si fuera uno de los hijos de Michael Jackson. Su imitación resultó divertida, pero no era lo que Georgie quería filmar. Al final, se encerró en su habitación para volver a leer La casa del árbol y pensar en Helene.
Por la tarde, puso la mesa. A pesar de la posibilidad de lluvia, cenarían en el porche trasero, que siempre quedaba protegido de la lluvia, salvo en los casos de grandes tormentas. Georgie preparó un centro de mesa con alcachofas, limones y hojas de eucalipto en un cuenco de cerámica azul. Quedó un poco torcido, pero le gustó cómo resaltaba los salvamanteles amarillos y los platos de color cobalto. En cuanto añadiera un par de velones, quedaría perfecto.
Georgie notó que Bram se acercaba a ella por la espalda justo antes de que su mano se apoyara en su trasero.
– ¿Por qué has puesto la mesa para siete?
– ¿Siete? -Había llegado la hora de comunicarle la noticia, pero Georgie actuó como si no se hubiera dado cuenta del número-. Veamos, tú, yo, papá, Rory-y-Trev, Laura, Meg… Sí, eso es.
La mano de Bram, que estaba explorándole el trasero, se detuvo de golpe.
– ¿Has dicho… Rory?
– Mmm…
– ¿Rory Keene viene a cenar esta noche?
– Nunca me escuchas cuando te cuento algo. De verdad, para ti mi voz no es más que un ruido de fondo. Es como si lleváramos casados toda la vida.
– ¿Rory?
Bram dejó el trasero de Georgie.
– Estoy segura de que te lo comenté.
– ¡Pues no! ¿Estás loca o qué? Tu padre me odia a muerte. Sólo quedan dos semanas y media para que expire mi opción y quiero que tu padre esté lo más lejos posible de Rory.
– Yo me ocuparé de él.
– ¡Como si lo hubieras hecho tan bien hasta ahora!
– Creía que te alegraría que Rory viniera. -Georgie intentó hacer un mohín, pero no se sorprendió al no conseguirlo.
– A Rory le encanta el guión -comentó Bram más para sí que para Georgie-. ¡Si pudiera conseguir que confiara en mí!
– Por lo que ella me dijo, es probable que ésta sea una causa perdida.
Mientras Bram recorría el porche de un extremo al otro, Georgie le repitió la conversación que había mantenido con Rory. Cuando acabó, le preguntó:
– ¿Por qué trajiste a aquellos cretinos a Los Ángeles?
La amargura que Bram reprimía en su interior se escapó.
– Porque entonces yo era un niñato estúpido. No tenía familia y pensé que… No sé lo que pensé.
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