– Seguro que ha sido gracias a tu influencia -contestó ella con sequedad, aunque en cierto sentido era cierto.
La vida, pensó, transcurría demasiado deprisa para perder el tiempo torturándose por heridas que se habían cerrado cuando ella no les prestaba atención.
Meg anunció que regresaba a la casa de sus padres por una temporada.
– Ahora que sé que Bram no te pega, os dejaré solos. -Entonces le lanzó a Bram su versión de la mirada de gánster de su padre-. Pero no creas que no te tendré vigilado.
Al final, sólo quedó Paul.
– He hecho un esbozo de una declaración para la prensa y os sugiero que la hagáis pública lo antes posible.
Georgie se enojó, pero Bram intervino.
– ¿Y qué se supone que decimos en esa declaración?
– Exactamente lo que vosotros mismos diríais. -Paul le entregó el papel-. Que estáis muy contentos de que las dos mujeres hospitalizadas se encuentren mejor… Que el pasado pasado está… Que apoyáis totalmente las buenas obras que Jade y Lance están haciendo, etcétera, etcétera.
– ¡Quién iba a decir que somos tan civilizados! -exclamó Georgie.
Bram asintió con la cabeza.
– A mí me parece bien. Aaron puede ocuparse de hacerla llegar a la prensa.
Bram le entregó la nota a Georgie y se dirigió a su despacho con el aire desenfadado de quien acaba de ganar la lotería.
– ¿Qué vas a hacer esta tarde? -le preguntó Paul a su hija.
A ella le aterraba contarle que había cancelado la reunión con Greenberg.
– Tengo toneladas de papeleo atrasado.
– Hazlo más tarde. Los helicópteros se han ido. ¿Qué tal si vamos a nadar un rato?
– ¿A nadar?
– He visto varios bañadores de hombre en la casa de invitados. Nos vemos en la piscina.
Paul se fue sin esperar su respuesta. ¡Qué típico! Georgie subió con rabia las escaleras, se puso con toda la calma del mundo un bikini amarillo y se enrolló una toalla de playa alrededor de la cintura. Ya había soportado bastante tensión durante los días pasados y no quería provocar lo que, sin duda, sería una escena desagradable.
Curiosamente, su padre la esperaba en medio de la piscina. Él siempre nadaba para hacer ejercicio, no como diversión, y resultaba extraño verlo allí inmóvil. Ella dejó caer la toalla, se sentó en el bordillo, cerca de la escalerilla, y metió los pies en el agua.
– Tengo que contarte algo acerca de la reunión de mañana. He hablado con Laura y…
– Nademos.
A Paul le encantaba hablar de trabajo, sobre todo si la conversación giraba en torno a próximas reuniones con productores o directores. Podía hablar interminablemente sobre la imagen que Georgie debía dar y lo que tenía que decir. Ella lo observó con curiosidad, intentando deducir por qué estaba actuando de una forma tan extraña.
– El agua está perfecta -informó él.
– Está… bien.
Georgie se sumergió en la piscina.
Paul enseguida se dirigió hacia la parte honda. Cuando inició la vuelta, Georgie empezó a nadar.
Siguieron así durante un rato, los dos nadando en direcciones opuestas y sin hablar. Cuando ella ya no lo pudo aguantar más, se puso de pie.
– Papá, sé que la reunión con Greenberg significa mucho para ti, pero…
Él dejó de nadar.
– No siempre tenemos que hablar de trabajo. ¿Por qué no nos relajamos un poco?
Georgie lo miró intrigada.
– ¿Te pasa algo?
– No. No me pasa nada.
Pero él no la miraba a los ojos, y parecía sentirse incómodo. Quizá Georgie había visto muchas películas, porque empezó a preguntarse si su padre tenía alguna enfermedad terminal, o había decidido casarse con una de las mujeres con las que salía, ninguna de las cuales le caía bien a Georgie. Aun así, se sentía agradecida de que su padre saliera con mujeres de su edad en lugar de con jóvenes veinteañeras, a las que todavía atraía.
– Papá, ¿estás…?
De repente, una ola le salpicó en plena cara. Georgie levantó las manos, pero no antes de que Paul echara su brazo atrás y la salpicara otra vez. El agua le inundó la nariz y los ojos le escocieron. Georgie escupió y se atragantó.
– ¿Qué estás haciendo?
Paul bajó el brazo. Su cara estaba colorada y, si no lo conociera mejor, ella habría dicho que de vergüenza.
– Sólo estaba… divirtiéndome un poco.
Georgie tosió y al final recuperó el aliento.
– ¡Pues para ya!
Él retrocedió.
– Lo siento. Creía…
– ¿Estás enfermo? ¿Qué te pasa?
Paul nadó hasta la escalera.
– No estoy enfermo. Hablaremos más tarde.
Cogió su toalla y se dirigió deprisa hacia la casa. Georgie contempló cómo se alejaba mientras intentaba adivinar qué había pasado.
Capítulo 20
Después de ducharse y vestirse, Georgie fue a su despacho. Aaron estaba sentado ante el ordenador, trabajando al ritmo insonoro que procedía de sus cascos. Empezó a quitárselos, pero Georgie le indicó con una seña que no lo hiciera. Las cosas de su padre ya no estaban. Bien. Eso significaba que, en lugar de decírselo cara a cara, podía utilizar la vía de los cobardes y enviarle un mensaje por la noche para comunicarle que había cancelado la reunión.
Georgie echó una ojeada a la lista de invitados a la fiesta de la boda, para la que faltaban menos de tres semanas, y vio que casi todo el mundo había aceptado. ¡Menuda sorpresa! Un montón de invitaciones a actos benéficos, pases de moda y la presentación de una nueva línea de productos de su peluquera la esperaban, pero Georgie no tenía ganas de pensar en todo eso, lo único que quería era ver lo que había filmado de Chaz.
Aaron le había ayudado a instalar su nuevo equipo de edición en un rincón del despacho. Ella cargó en el ordenador las secuencias que había grabado y enseguida se quedó absorta en lo que vio. Aunque la historia de Chaz le fascinaba, también le intrigaba la de Soledad, la mujer de la limpieza. ¡Y había tantas otras mujeres con las que quería hablar! Camareras y dependientas, guardias urbanas y enfermeras a domicilio… Quería grabar la historia de mujeres comunes realizando trabajos comunes en la capital mundial del glamour.
Cuando levantó la vista del monitor, descubrió que Aaron ya se había ido a su casa. Laura ya debería de haber cancelado la cita con Rich Greenberg, pero, por si todavía no lo había hecho, esperaría hasta la mañana siguiente para telefonearle y presentarle sus disculpas.
Bajó a la planta baja y recibió una desagradable sorpresa al ver que su padre salía de la sala de proyecciones.
– He repasado una vieja película de Almodóvar -comentó él.
– Creía que te habías ido.
– La mujer de la limpieza ha encontrado un problema de humedades en mi casa. Ya lo están solucionando, pero tengo que estar fuera unos días hasta que acaben. Espero que no te importe que me quede aquí un poco más.
A Georgie sí le importaba, sobre todo porque entonces tendría que contarle lo de la cancelación de la cita en persona.
– Está bien.
Bram apareció procedente de la cocina.
– Quédate el tiempo que quieras, papá -dijo con voz ronca-. Ya sabes que siempre eres bienvenido en esta casa.
– Sí, como las plagas -soltó Paul.
– No si sigues las reglas.
– ¿Y cuáles son esas reglas?
Era evidente que Bram se lo estaba pasando bien. Claro que tenía al mundo a sus pies, así que ¿por qué no?
– En primer lugar, deja tranquila a Georgie. Ahora ella es mi dolor de cabeza, no el tuyo.
– ¡Eh! -Georgie apoyó las manos en las caderas.
– En segundo lugar… Bueno, eso es todo. Dale cancha a tu hija. Pero también me gustaría oír tu opinión acerca de La casa del árbol.
Paul frunció el ceño.
– ¿Nunca te cansas de ser sarcástico, Shepard?
Georgie observó a Bram.
– No creo que esté siendo sarcástico, papá. De verdad quiere conocer tu opinión. Y, créeme, yo estoy tan sorprendida como tú.
Su falso marido la miró con suficiencia.
– Sólo porque Paul sea un coñazo de controlador y que te saque de quicio no significa que no sea inteligente. Ayer por la noche realizó una lectura increíble y me gustaría conocer su opinión acerca del guión.
Paul, a quien nunca le faltaban las palabras, parecía no saber qué responder. Al final, se metió las manos en los bolsillos y dijo:
– De acuerdo.
La conversación durante la cena empezó algo tensa, pero nadie llegó a las manos y, al cabo de un rato, los tres se estaban devanando los sesos intentando resolver un problema de credibilidad en la primera escena de Danny y Helene. Después, Paul comentó que el personaje de Ken debería tener más matices y argumentó que, si se añadía complejidad a la personalidad del padre abusador, resultaría más amenazador. Georgie estuvo de acuerdo con él y Bram los escuchó con atención.
Poco a poco, Georgie se dio cuenta de que el guión original no era tan perfecto como Bram le había dado a entender y que él lo había pulido. En ciertos casos, sólo le había dado simples retoques, pero en otros había añadido escenas nuevas, aunque sin dejar de ser fiel a la novela original. Saber que Bram escribía tan bien añadía otra grieta a sus viejos prejuicios acerca de él.
Bram se acabó de un trago el café.
– Me habéis dado buenas ideas. Ahora iré a tomar notas.
Ya hacía rato que Georgie debería haberse dedicado a la terrible tarea de ser sincera con su padre, así que, aun sin ganas, se despidió de Bram con un gesto de la mano.
Mientras otro silencio previsiblemente incómodo se instalaba entre padre e hija, otro recuerdo surgió en la mente de ella. Cuando su madre murió, Georgie sólo tenía cuatro años, así que no guardaba muchos recuerdos de ella, pero sí se acordaba de un sencillo apartamento que parecía estar siempre lleno de risas, rayos de sol y de lo que su madre llamaba «plantas regalo». Georgie solía cortar trozos de boniato o la parte superior de una piña y los plantaba en un cubo con tierra, o colgaba un hueso de aguacate del borde de un vaso de agua con un par de palillos. Su padre casi nunca hablaba de su madre, pero cuando lo hacía, la describía como una mujer atolondrada y desorganizada, aunque de buen corazón. De todas maneras, se los veía felices en las fotos de familia.
Georgie apretó la servilleta que tenía en el regazo cerrando el puño.
– Papá, respecto a mañana…
– Sé que no estás muy entusiasmada con el proyecto, pero no permitas que Greenberg lo note. Explícale que le darás un giro personal al personaje. Consigue que sea él quien te ofrezca ese papel. Llevará tu carrera a otro nivel, te lo prometo.
– Pero yo no quiero ese papel.
Georgie percibió la frustración de su padre y se preparó para recibir un enconado sermón acerca de su tozudez, falta de visión, inocencia e ingratitud. Pero, entonces, su padre hizo algo realmente extraño. Dijo:
– ¿Por qué no jugamos a las cartas?
– ¿A las cartas?
– ¿Por qué no?
– Porque tú odias jugar a las cartas. Pero ¿qué te pasa, papá?
– A mí no me pasa nada. Sólo porque me apetezca jugar a las cartas con mi hija no significa que me pase algo. Podemos hacer algo más que hablar de trabajo, ¿sabes?
Georgie no se lo tragaba. Laura debía de haberle contado lo de la cancelación y, en lugar de reprochárselo directamente, su padre había decidido utilizar otra estrategia. El hecho de que creyera que podía manipularla con aquellos torpes intentos de ser su «colega» la destrozaba. Su padre agitaba lo que ella más quería delante de sus narices para obligarla a hacer lo que él quisiera. Ésta era su nueva táctica para evitar que ella escurriera el bulto.
El dolor se transformó en rabia. Ya iba siendo hora de que él se enterara de que ella ya no le permitiría controlar su vida con la vana esperanza de recoger unas migajas de afecto por el camino. El último mes de su vida la había cambiado. Había cometido errores, pero eran sus errores y tenía la intención de que siguiera siendo así.
– No me convencerás para que programe una nueva cita con Greenberg -dijo con rotundidad-. Ya la he cancelado.
Su corazón se puso a latir violentamente. ¿Tendría el valor de mantenerse firme en su decisión o volvería a ceder ante su padre?
– ¿De qué me estás hablando?
A Georgie se le formó un nudo en la garganta. Habló deprisa, escabulléndose.
– Aunque Greenberg me ofreciera el papel con mi nombre impreso encima del título, no lo aceptaría. Sólo pienso hacer proyectos que me emocionen, y si no te parece bien, lo siento. -Y tragó saliva con fuerza-. No quiero herirte, pero no puedo seguir así, contigo y con Laura tomando decisiones a mis espaldas.
– Georgie, pero ¿qué dices?
– Te agradezco todo lo que has hecho por mí. Sé que sólo quieres lo mejor para mi carrera, pero lo que es mejor para mi carrera no siempre es lo mejor para mí.
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