Georgie emitió un ruido tenue e indescifrable. Bram continuó:

– Estoy muy lejos de decir que vayamos a por él. Sólo digo que… Sólo digo que, al menos, estoy preparado para hablar sobre esa cuestión.

Ella engullía sus facciones con sus ojos y Bram deseó gritarle, decirle que era un mentiroso y que no fuera tan jodidamente crédula. Sin embargo, apartó a un lado los restos de honor que le quedaban y soltó el gran final.

– Yo… me estoy enamorando de ti, Georgie. De verdad.

Ella se llevó los dedos a los labios. El rugido de un trueno sacudió la terraza.

– ¿De verdad? -susurró.

Unas gotas de agua afiladas como piedras golpearon a Bram en la cara y él asintió con la cabeza.

Georgie no hizo nada. Sólo permaneció allí de pie. Y entonces pronunció su nombre.

– Bram…

Georgie abrió los brazos y se lanzó sobre él. Se abrazó a su pecho, deslizó las piernas entre las suyas y él deseó gritar por el daño que le había causado… hasta que ella levantó una pierna y le propinó un rodillazo en los huevos. En medio del agónico dolor, él oyó tres palabras:

– Hijo de puta.

El rugido del viento… El golpeteo de unos pies descalzos cruzando la terraza… El estruendo de un portazo mientras Georgie desaparecía en el interior de la casa… Y el sonido de sus doloridos jadeos. Él se agarró a una roca e intentó no desmayarse. La puerta volvió a abrirse y las llaves del coche de Bram salieron volando por encima de la barandilla de la terraza y cayeron sobre la arena.

La tormenta se desató.


Georgie permaneció inmóvil al otro lado de la puerta, abrazándose a sí misma para no explotar. La lluvia golpeaba las ventanas; la golpeaba a ella. Bram no había cambiado. Era un desaprensivo, tan manipulador como siempre, pretendiendo ofrecerle lo que ella más ansiaba para conseguir lo que deseaba para sí mismo.

La tormenta rugía en el exterior; una tormenta más violenta lo hacía en su interior.

Su falso matrimonio se había acabado, y no tendrían un divorcio amistoso. Nada de Bruce y Demi. La humillación pública que sufriría sería mucho peor que la de la primera vez. Pero no le importaba. Los años de posar y fingir quedaban atrás. Ella nunca sería la atrevida Scooter Brown, la chica que podía salir airosa de cualquier adversidad con una sonrisa y una frase graciosa. Ella era una mujer real que había sido traicionada.

Y, en esta ocasión, cumpliría su venganza.


Cuando Bram pudo moverse otra vez, avanzó tambaleándose por la arena y se lanzó al océano. Ajeno a las furiosas olas y la oscura marea, rogó que el agua lavara sus pecados. Se sumergió en una ola, emergió a la superficie y volvió a sumergirse. Durante toda su vida, había utilizado y manipulado a los demás, pero nunca había hecho algo tan horrible como lo que acababa de hacerle a la persona que menos se lo merecía.

Bram vio la ola justo antes de que lo golpeara, una amenazadora torre de agua. La ola rompió encima de él y lo volteó. Bram se revolvió, pateó, flotó un instante y otra ola volvió a zarandearlo. La arena le rascó el codo y, entonces, algo puntiagudo se le clavó en una pierna. Bram se desorientó. Los pulmones le escocieron. La corriente lo atrapó y lo arrastró… hacia arriba, hacia abajo, Bram no lo sabía. La egoísta corriente siguió su propio camino sin dedicar ni un pensamiento a su víctima.

Bram salió a la superficie, vislumbró la orilla y la resaca volvió a arrastrarlo hacia el fondo. Georgie se había convertido en su conciencia, en su dueña, en su ángel de la guarda, en su mejor amiga. Se había convertido en su amada.

Su cuerpo salió despedido hacia la luz; un resplandor tembloroso que sólo resultaba visible en su mente. Bram boqueó en busca de aire, se hundió en el agua, se sumergió hasta el fondo. Amaba a Georgie.

La corriente volvió a atraparlo y zarandearlo; un inútil desecho humano cuya única misión había consistido en complacerse a sí mismo.

La imagen de la cara de Georgie apareció ante él, lo enderezó, se apoderó de él y lo arrastró hasta que sus pies tocaron el fondo. El codo le sangraba, y también la pierna, y el corazón. Bram se dirigió tambaleándose a la orilla y se derrumbó sobre la arena.

Capítulo 26

Georgie le había cerrado la puerta. Bram se sentía como si le hubieran arrancado la piel, la bonita fachada detrás de la que se escondía se había resquebrajado revelando la fealdad que ocultaba. Cruzó la playa dando traspiés. Se quitó la empapada camiseta y la presionó contra su sangrante codo. Encontró las llaves de su coche en la arena, pero la llave de la casa de Trev estaba en otro llavero. Después de un último e inútil intento para conseguir que Georgie le abriera la puerta, se dio por vencido.

Los paparazzi habían desaparecido. Temblando y sangrando, subió a su coche e inició el largo camino de regreso a su casa a través de la tormenta. No se le ocurría cómo podría conseguir que Georgie entendiera lo que acababa de pasarle. Ella nunca lo creería. ¿Y por qué habría de hacerlo? Él incluso había convertido su deseo de tener un hijo en una moneda de cambio.

El alcance total del desastre que se había causado a sí mismo le dificultaba la respiración. ¿Qué demonios había hecho y cómo iba a arreglarlo? Con otro mensaje telefónico no, eso seguro.

Pero, cuando llegó a su casa, no pudo evitar llamarla y, al oír que se conectaba el buzón de voz, lo soltó todo:

– Georgie, te quiero. No como te lo he dicho antes, sino de verdad. Sé que no parece cierto, pero antes no veía las cosas como las veo ahora…

Y continuó divagando, mezclando las palabras, los pensamientos, intentando explicárselo todo y fracasando miserablemente, sabiendo que lo único que conseguiría sería empeorar las cosas.


Georgie escuchó hasta la última sílaba de su mensaje, todas sus mentiras. Las palabras le quemaron la carne dejando a su paso tatuajes sangrantes. La furia que sentía no tenía límites. Se lo haría pagar. Bram le había arrebatado lo que ella más quería y ahora ella le pagaría con la misma moneda.


Aquella tarde, después de ducharse y con la mente más clara, Bram decidió regresar a Malibú. Los paparazzi debían de creer que él seguía en la playa, porque no había ningún todoterreno negro aparcado frente a su casa. Había decidido que, si Georgie no le abría la puerta, la echaría abajo, aunque dudaba que eso enterneciera su corazón. Por el camino, le compró flores, como si dos docenas de rosas pudieran cambiar algo. Después se paró a comprar mangos porque se acordó de que a ella le gustaban. También le compró un osito de peluche blanco que sostenía un corazón rojo entre las pezuñas, pero al salir de la tienda pensó que eso era cosa de adolescentes y echó el osito a una papelera.

Cuando llegó a la casa de Trev, vio que estaba a oscuras y que el coche de Georgie no estaba. Aguardó por los alrededores durante un rato esperando que ella volviera, aunque sospechaba que no lo haría. Al final, se dirigió a Santa Mónica con el coche lleno de flores y mangos.

Cuando llegó a la casa de Paul, examinó en vano la calle buscando el coche de Georgie. La última persona a la que quería ver era su suegro, y consideró la posibilidad de dar la vuelta y largarse, pero Paul era su mejor baza para ponerse en contacto con Georgie.

No lo había visto desde la noche de la boda, y la hostilidad patente que reflejó su cara cuando abrió la puerta erradicó cualquier esperanza de recibir su ayuda. Paul apretó los labios mientras lo repasaba de arriba abajo.

– Parece que el chico de oro está un poco vapuleado.

– Sí, bueno, ha sido un día lluvioso. De hecho, un mes lluvioso.

Bram esperaba que Paul le cerrara la puerta en las narices, así que se sorprendió cuando lo invitó a entrar.

– ¿Quieres una copa?

Bram ansiaba tomarse una, señal de que no podía arriesgarse a tomar sólo una.

– ¿Tienes café?

– Lo prepararé.

Mientras Bram lo seguía hacia la cocina, no sabía qué hacer con las manos. Le parecían demasiado grandes para su cuerpo, como si no le pertenecieran.

– ¿Has visto a Georgie? -preguntó por fin.

– Tú eres su marido. Se supone que tienes que saber dónde está tu mujer.

– Sí, bueno…

Paul abrió el grifo del agua.

– ¿Qué has venido a hacer aquí?

– Supongo que ya lo sabes.

– De todas formas, cuéntamelo.

Y Bram se lo contó. Mientras el café se hacía, empezó contándole lo ocurrido en Las Vegas, y entonces se enteró de que Georgie ya se lo había contado.

– También sé que Georgie se fue a México porque creía que se estaba apegando demasiado a ti.

Paul sacó una taza naranja brillante del armario.

– Créeme -dijo Bram con amargura-, el problema ya no es ése. ¿Qué más te ha contado?

– Sé lo de la cinta de la prueba y sé que ella se niega a interpretar el papel.

– Es de locos, Paul. Georgie estuvo genial. -Se frotó los ojos-. Todos la hemos subestimado. Caímos en la misma trampa que el público, deseando que sólo interpretara variaciones del personaje de Scooter. Te enviaré una copia de la cinta para que puedas comprobarlo.

– Si Georgie quiere que la vea, ya me lo dirá.

– Debe de ser agradable disfrutar del lujo de ser noble.

– Deberías probarlo alguna vez. -Paul llenó la taza de café y se la alargó-. Cuéntame el resto.

Bram le contó la visita de Rory y la reacción de todos por la retirada de Georgie.

– Saben que el responsable soy yo. Quieren que Georgie interprete ese papel y esperan que yo lo solucione.

– No es una posición cómoda para un productor novel.

Bram no podía contenerse. Empezó a pasearse por la cocina en un irregular recorrido oval mientras contaba el resto de la historia: el viaje a México, la mentira acerca de Jade, y, después, lo peor, lo que le había dicho a Georgie aquella mañana. Lo soltó todo, salvo el detalle acerca del bebé. No porque quisiera protegerse a sí mismo, eso ya no le importaba, sino porque le correspondía a Georgie revelar o no el secreto de que quería tener hijos.

– A ver si lo entiendo -dijo Paul con un tono nada alentador-. Le mentiste a mi hija acerca de Jade. Después intentaste manipularla fingiendo que estabas enamorado de ella. Después de que ella te echara, de una forma mágica, te diste cuenta de que estás enamorado de ella de verdad, ¿y ahora quieres que yo te ayude a convencerla de que es así?

Bram se dejó caer en un taburete junto a la encimera.

– Estoy jodido.

– Yo diría que sí.

– ¿Sabes dónde está Georgie?

– Sí, pero no te lo diré.

Bram no esperaba que lo hiciera.

– ¿Al menos le dirás que…? ¡Mierda! Dile que lo siento. Dile… Pídele que hable conmigo.

– No pienso pedirle nada en tu nombre. Tú has causado este desastre, así que tú tendrás que enmendarlo.

Pero ¿cómo? Aquello no era un malentendido que pudiera arreglarse con rosas, mangos o una pulsera de diamantes. No se trataba de una simple discusión de amantes que se pudiera solucionar con unas cuantas disculpas. Si quería recuperar a su esposa, tendría que hacer algo mucho más convincente. Y Bram no tenía ni idea de qué.


Cuando Bram se fue, Georgie bajó las escaleras. No podía quedarse en Malibú con Bram aporreando la puerta, así que se había trasladado a la casa de su padre.

– Lo he oído todo.

Su voz le sonó extraña incluso a sí misma. Fría, distante.

– Lo siento, gatita.

Su padre no la había llamado así desde que era una niña y, cuando la rodeó con su brazo, ella hundió la cara en su pecho. Pero la furia ardía con tanta intensidad en su interior que tuvo miedo de quemarlo y se apartó.

– Creo que Bram está diciendo la verdad -dijo Paul.

– Yo no le creo. La casa del árbol lo significa todo para él y mi actual relación con él hace que parezca una mala persona. Hará cualquier cosa para conseguir que mi nombre figure en la película.

– Hasta hace poco tiempo eso era lo que querías.

– Pero ya no.

Su padre parecía tan preocupado que ella le apretó la mano. Sólo durante un instante, el tiempo suficiente para reconfortarlo pero sin llegar a quemarle la piel.

– Te quiero -dijo Georgie-. Ahora voy a acostarme. -Temporalmente, apartó a un lado su rabia-. Ve a ver a Laura. Sé que lo estás deseando.

Paul le había telefoneado cuando ella estaba en México para contarle que se había enamorado de su antigua agente. Georgie se quedó atónita, hasta que pensó en todas las mujeres de las que su padre no se había enamorado.

– ¿Te estás acostumbrando a la idea de que Laura y yo estemos juntos? -preguntó él.

– Yo sí, pero ¿y ella?

– Sólo hace cuatro días que le dije lo que sentía por ella, pero voy haciendo progresos.